26 noviembre, 2006

PROLOGO A LAS MEMORIAS DE EL CAMPESINO.-

Valentín González: realidad y ficción de un peligro público.
Entre los años 94 y 96 me dediqué a seguir los pasos del Campesino con la ingenua pretensión de escribir una novela sobre su vida. La idea partía de un error que, tras muchos esfuerzos y muchas entrevistas con supervivientes del partido y de su propia familia, se me hizo evidente: no se puede novelar una novela, salvo que entremos en la factoría de pestiños de la metaliteratura. Y es que lo que fui averiguando sobre el Campesino –al que debo un ensayo, junto a otros rojos importantes de nuestra historia– era cada vez más deudor de la ficción y menos de la realidad.
Entre lo que mintió la propaganda comunista sobre el Campesino, que para empezar nunca trabajó en el campo, y lo que mintió sobre sí mismo Valentín González, principal vendedor de fantasías sobre su personaje, es casi imposible abrirse paso. A la vez, su reaparición en el mundo de los vivos políticos de la mano de Julián Gorkin, el turolense criado en Valencia y recriado en la Komintern, tiene tales aspectos de Living Theatre que resulta difícil no aplaudir y, tras los ecos de la ovación, no sospechar sobre la puesta en escena.
Lo único indiscutible es que el Campesino fue un héroe creado durante la Guerra Civil por la propaganda soviética (su primer propagandista profesional fue Miguel Hernández), hasta el gélido invierno del 37-38, que fue el del cerco, toma y caída de Teruel, donde probablemente Líster y demás hermanos envidiosos pensaban enterrarlo. Pero Valentín era, sobre todo, un superviviente, y para salvar el pellejo consiguió evadirse en una noche a varios grados bajo cero atravesando el Turia con su división.
Murieron muchos en el río, sobre todo helados, pero se salvaron muchos más, en lo que seguramente fue la evasión más difícil y masiva de la guerra. Por supuesto, la ocasión la pintaban calva para su enemigo Líster, que pretendía ni más ni menos que fusilarlo.
Pero otros militares de obediencia soviética –acaso el más importante Mateo Merino– se negaron al linchamiento previsto, y en 1938 tampoco estaba el Ejército Rojo, o Popular de la República, para fusilar generales; así que tras la batalla de Lérida, que, para variar, ganó Franco, el Campesino, militarmente hablando, desapareció. Reaparece en Moscú, con una historia sobre su huida a Orán y su milagroso embarque en Le Havre hacia la URSS que parece demasiado perfecta para ser cierta.
Y a partir de ahí empieza la novela rusa del Campesino, que incluye el matrimonio con la hija de un general soviético, lo que le permitió parar bastantes golpes y atizárselos a la pobre rusa. No está claro si Valentín, tras fracasar en la Academia Frunzé, trabajar como peón en el metro de Moscú y dedicarse al bandolerismo en el Cáucaso, estaba o no bajo la protección de la NKVD o del GRU (servicio secreto del Ejército, distinto de los hijos de la Vétcheka), y no parece posible que sin algún tipo de protección de uno de estos dos grupos pudiera sobrevivir, porque en el PCE, sobre todo tras la huida a México de Jesús Hernández, no tenía padrinos.
Hay que recordar que lo que sabemos sobre este personaje entre el final de la guerra y el Proceso Kravchenko, que es el de su reaparición en el mundo de los vivos, nos lo ha contado Gorkin, que, incluso si no fuera de la escuela kominterniana, sólo tenía la fuente informativa del propio Campesino. Demasiada fuente y poca agua.
¿Quita esto importancia a las confesiones del Campesino? En absoluto. Me gustaría que éste fuera el primero de los libros de una colección que recuperase las memorias de los grandes disidentes españoles del comunismo, entre los cuales debe citarse a Nin, Gorkin, Maurín, Víctor Alba (el POUM, auténtica élite intelectual del comunismo español, casi al completo), y a Castro Delgado, Jesús Hernández o el propio Valentín González, que eran "hombres made in Moscú", por citar uno de los dos grandes libros de Castro Delgado. No olvidemos a Ramón J. Sender, dentro del área de origen comunista, y a Chaves Nogales, más liberal, y cuyos cuentos y crónicas son muy superiores a lo que escribieron sobre nuestra guerra Hemingway y otros mangantes.
Que no era fácil dar el paso de la Komintern a la disidencia, aunque fuera protegida por la CIA y sus arrabales sindicales alemanes, lo prueba el caso de John Dos Passos, que tardó veinte años en atreverse a romper con el rojerío y a denunciar el asesinato de su traductor y amigo José Robles. Si en los USA daba miedo, calcúlese en la Francia del Proceso Kravchenko, donde el PCF era un Estado dentro y fuera del Estado gaullista.
Valentín González, aunque siempre de la mano y la pluma de Gorkin, confiesa haber cometido muchísimos crímenes. Sin embargo, no detalla ninguno. En cambio, la última vez que jugó a guerrillero, o más bien a vulgar terrorista, cuando mató a dos guardias civiles en la frontera española, a principios de los 60, se publicó un libro de un tal Marcelino Heredia cuya fuente es, indudablemente, la policía española, que seguramente había contado con información francesa. Y ese libro derruye una parte de la novela del Gulag recreada por Gorkin a mayor gloria del Campesino. El contraste y la comparación de esas dos versiones de sus andanzas en Siberia sería un buen punto de partida para cualquier historiador que se tome en serio al personaje.
Yo creo que el Campesino fue un gran fabulador que acabó creyendo sus propias fábulas, pero a la vez ahí están los dos primeros años de la Guerra Civil, donde aparece junto a Líster y Modesto como los generales extraídos de lo más profundo del pueblo español. Líster, su gran enemigo, estaba extraído de la Academia Frunzé, la gran escuela militar soviética, y el Campesino de la Legión, su verdadera academia militar y a la que probablemente huyó tras volar con dinamita un puesto de la guardia civil.
La foto más famosa de Valentín González es la que nos lo muestra paseando por Alcalá de Henares junto a Azaña, Prieto y Negrín. Y ya entonces el Campesino era un militar de opereta, entre mussoliniano y zíngaro, que al lado de Azaña resulta centroamericano. Sin embargo, en el área dominada por el Campesino se produce nada menos que el secuestro y asesinato, despellejado vivo, de Andrés Nin, a cargo de la NKVD. O sea, que la novela vital y política de Valentín González también iba muy en serio.
Los críticos con la trayectoria del Campesino disidente –a partir de 1949, y acaso un año o dos antes– han dicho que las denuncias de los sistemas de tortura en la URSS que hace en su libro sobre sus años en las prisiones soviéticas habían sido en parte padecidos y en parte infligidos por él mismo a las víctimas de las checas de Madrid. El resultado es el mismo, porque en España se copió al detalle el acreditado mecanismo de tortura de la Lubianka. Y los aspectos más oníricos, diabólicos y surrealistas de los chequistas soviéticos y españoles que cuenta el Campesino están sobradamente acreditados en la Causa General y, recientemente, en el libro de César Vidal sobre las checas madrileñas, que incorpora ya toda la documentación soviética sobre las hazañas de Stalin en nuestro pobre país. En cuanto al inmenso cementerio de disidentes de la Vorkuta, más allá del Círculo Polar, tenemos también pruebas sobradas de que González no miente.
Sólo nos cabe la duda de si le resultaba tan fácil engatusar a las mujeres como nos cuenta este don Juan de pistola al cinto, pero el personaje es eso, tan personaje, que vaya usted a saber. Conque sea cierta la mitad de su novela vital, y al menos la mitad lo es, daría para una película, si existiera el cine español.
¿Era un disidente seductor, un agente soviético entre los disidentes, un castigado por el partido que se redimía sirviéndolo? No lo sabemos. Quizás todo a la vez y al mismo tiempo lo contrario. Que en la propia población del Gulag se convirtió en leyenda lo prueba la famosa cita de Solzhenitsyn sobre el preso político que estaba escribiendo la novela de la vida del Campesino. Seguramente acabó como la mía, incluso peor, pero no se aburriría escribiéndola.
En la inmensa tragedia del comunismo del siglo XX, la más atroz de la historia de la Humanidad, aparece la tragicomedia de este pícaro, mitad héroe y mitad verdugo, que sólo podía ser español, para ilustrar la pervivencia del género inaugurado por Lázaro de Tormes. Pero ese otro género que es el de la literatura de los disidentes españoles del comunismo está por redescubrir, reeditar y repensar. Ojalá este libro sea el primero de esa gran colección de testimonios perdida en los desvanes del tiempo, y cuyo rescate sólo puede servir a la causa de la Libertad.
Federico Jiménez Losantos.