La ruta de Washington Irving.-
Antonio Gallego Morell.
Cuando por vez primera Washington Irving llegó a Sevilla, acompañando al ministro de los Estados Unidos, Alexander Everett, desde la tertulia de Cecilia Böhl de Faber, marquesa de Arco Hermoso – de muy distinto talante a la de su madre, Frasquita Larrea, en Cádiz – el alegre solterón norteamericano interesado en documentos sobre Colón, la conquista de Granada, Mahoma o la Alhambra, ya inicia una serie de viajes y proyectos de acercarse a Granada que recuerda las «razzias» de la guerra entre musulmanes y cristianos: así la invitación que le hicieron a visitar su hacienda de Zafra, en Dos Hermanas, cerca de Alcalá de Guadaíra. Irving vivió casi un año en Sevilla, paseando por la Alameda de Hércules, por las orillas del Guadalquivir, el mismo Guadalquivir que, con los almorávides, logró hacer de Sevilla el paraíso de los poetas, que luego huirían hacia Carmona perseguidos por los almohades que habían logrado conquistar Tejada, Aznalcázar y el Aljarafe. Sevilla de Irving trabajando en el Archivo de Indias y en el de la Catedral: la Sevilla de la fábrica de cigarros, luego la de Carmen de Merimée. Cuando el príncipe Dolgoruki llegó a Sevilla, ya estaba Irving en condiciones de ser su anfitrión: sus trabajos sobre Colón le habían llevado a Palos, con un solo caballo él y su amigo John Nalder Hall habían hecho nuevas «razzias» hasta Alcalá de Guadaira - o de los Panaderos - al decir de Irving. Los paneles repartidos en serones de mula por toda la Sevilla de la época gloriosa de esa ciudad en el mundo de oro de la ópera. Camino de Granada, con el príncipe Dolgoruki se detiene una vez más en las riberas del Guadaira y en Gandul para recrearse con las ruinas del castillo moro. En la ruta les quedaba a mano Carmona y El Arahal. Como era primavera, no les azotó el rostro el viento solano. El Ayuntamiento de Carmona era el antiguo colegio Jesuita, el de San Teodomiro. Y allí, como en muchas otras ocasiones en que desde la Sevilla de Cecilia Böhl de Faber hizo excursiones a Itálica, descubrió bajo la Andalucía de los musulmanes, caminos y plantas, piedras y mármoles de la anterior Andalucía de los romanos y desde su Alcázar se divisaban o intuían Marchena, Morón, El Arahal, Paradas, Osuna, Fuentes, Sierras de Ronda, Jerez, Grazalema, Zahara, Ubrique...
En Carmona, Servio Galba rehizo sus tropas diezmadas por los lusitanos: los copistas escribían el topónimo con «k» y Ptolomeo decía Charmonia. Ya les llega a los musulmanes con el abolengo que tiene Carmo de pámpanos y racimos que aludían a Baco ¿acaso por eso la campiña fue talada por Solimán cuando éste fue rechazado de su campamento en las afueras de Córdoba? En muchas acciones de las guerras intestinas entre musulmanes y de cristianos contra musulmanes en aquellos siglos X o XI, figuraba la caballería de Carmona. Carmona suena una y otra vez en las luchas intestinas entre reyezuelos árabes, en retirada de almorávides y peligros almohades, y suena cuando los cristianos la sitian con San Fernando a la cabeza y otra vez es centro de luchas internas entre familias que bajaban de Castilla. Mientras el rey don Juan II pasaba de largo por Carmona para poner sitio a Granada, la reina, su esposa, entraba por una de las puertas de la ciudad, ¿la de Marchena, la de Córdoba, el arco de la Carne? Cuando iba hacia Granada, Irving encontraría las diligencias y los cosarios con bestias de carga con correo, mercancías y criaturas que cruzaban a la Campana, a Fuentes de Andalucía, a Marchena y Paradas, a Alcolea y Villanueva del Río, a Tocina, a Lora del Río, a Cantillana, a Córdoba y a Écija – la sartén de Andalucía – y a los baños de Carratraca que estaba tomando el poeta Espronceda cuando Espartero se montó en Madrid en el caballo del poder. Y otra vez la caballería de Carmona jugaría, a las órdenes del duque de Alburquerque un gran papel contra los franceses en 1810. En el itinerario de Sevilla a Granada, Carmona simboliza los caballos, los jinetes, las caballerías, el mundo de las diligencias y los cosarios que cruzan los caminos. Carmona era ya entonces reminiscencia de aquellos criaderos de caballos andaluces, que recordaría Richard Ford en su Viaje, establecidos cerca de Córdoba y de Alcolea hasta que los franceses se llevaron los mejores sementales, que acaso morirían en Rusia. Aquí, –y aquí es Córdoba – bajo los moros – escribe Ford – estaba el Al-haras (de donde Haras), la guardia montada del rey, compuesta de extranjeros o bien de cristianos, mamelucos o esclavones... Y a cinco leguas de Carmona estuvo – estaba cuando Irving vivía atento a las cartas que llegaban de Madrid y que se repartían desde allí – y está hoy en las mismas cinco leguas de la ciudad de Marchena, que no sonaba ni en la España musulmana ni en la romana, pese a que, acaso, fuere la Castra Gemina de que habla Plinio. Marchena, con la casa - palacio de los duques de Arcos: el ducado otorgado por los Reyes Católicos a don Rodrigo Ponce de león, IV conde de Arcos de la Frontera, duque de Cádiz, rico hombre y alguacil de Sevilla, con escudo partido primero en campo de plata, un león rampante de gules, y segundo en campo de oro, cuatro bastones de gules con bordura general de azur con ocho escudetes de oro fajados de azur. Todos estos detalles, a Irving, que venía de un país con una historia acabada de nacer, lo ponían en tensión. Colón, Mahoma, la Alhambra, y aceitunas de El Arahal para abrir boca: gordales, manzanillas, picudillas, tetudas, zorzaleñas, zapateras... Itinerario de Washington Irving: Osuna, a 14 leguas de Sevilla. Los turdetanos, luego el paso de legiones romanas enviadas contra Viriato, monedas romanas encontradas en orzas; el teatro con sus graderíos, la necrópolis en el camino de Granada, bronces, la Segunda Guerra Púnica: Urs o ibérica Osuna de al-Andalus; Osuna dada a la orden de Calatrava y los Girones, documentos del Conde de Ureña en el archivo de Simancas, la Universidad de 1548, solamente diez años después de la de Granada y los Osunas (Téllez - Girón) que podían cruzar más de media Península sin dejar de pisar las herraduras de sus caballos sus propias tierras y con escuadra también propia en el Mediterráneo. Años después, el más legendario y pródigo de los duques de Osuna hacia herrar de plata y clavos de diamantes a los caballos de su casa, prendándose en Rusia de un caballo del conde Orloff al que humilla cortándole la cola y crines y enganchándolo a una noria de su dacha. Esa era la Andalucía entonces volcada por Europa: la de los diplomáticos Osuna o Valera, manirrotos y mujeriegos, presumiendo de vinos de abolengos españoles. Y Osuna como Baeza: dos universidades venidas a menos, en la primera estudiaría Blanco White y en la segunda enseñaría Antonio Machado. Desde Nápoles, su virrey, el duque de Osuna, envió a Antequera un cuadro de El Españoleto que Madoz registra en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en la que también existían tres tablas pintadas por Alberto Durero; y debajo de la capilla, lo ibérico, lo romano, con predominio de población originaria de la propia ciudad de Roma y lo andalusí: el asalto a la villa por las fuerzas cristianas les costaron 30 caballos en lucha contra los moros que alineaban frente a ellos a 2500 «caballeros» y 15 infantes que venían talando Andalucía.
Y de Osuna hacia la Peña de los Enamorados de Antequera. Viajes a caballo, en diligencias; luego en tren antes de las carreteras y de las autovías que no nos dan lugar a ver los árboles, ni las ruinas, ni a probar el aceite de las «papas» a lo pobre y los pimientos, los huevos abuñuelados o los propios buñuelos tejeringos de la Roda, su pueblo casi de origen como las flores fritas de La Mancha. Osuna era un centro de los viajes a caballo, como Écija era y es el centro geográfico de Andalucía; pero algo aparcada permanece hoy y era pujante en la Andalucía del tren: Bobadilla. García Gómez comparaba la ruta de Washington Irving, múltiple arrancando de la Andalucía baja de Frasquita Larrea y subiendo a la Sevilla de Fernán Caballero, como el «camino francés» que desemboca en la Compostela del Apóstol como aquel otro andaluz en la Alhambra de Muhammad V. El del norte lo hicieron año a año los peregrinos; el del sur estaba trazado con múltiples atajos o desviaciones pero lo descubrió Irving, que no iba a la caza de las arquitecturas sino a las literaturas.
Es el camino que también hizo Don Gitano (Walter Starkie, al que yo conocí con su violín cuando le traje a tocar en la universidad de Granada, entre recuerdos y conversaciones en torno a Falla). Y en ese camino, invención del ferrocarril, estaba Bobadilla, a dos leguas o algo menos de la Peña. Écija no era centro de nada; Bobadilla era el auténtico corazón de la tierra de María Santísima, decía García Gómez que evocaba los pasillos de los vagones y el subir y bajar al abrir de sus portezuelas: pasaban gentes con paquetes grasientos y botellas de Bornes y de Lanjarón. Se trasiegan maletas, canastos, escopetas, sacos de arpillera. Los de Loja hablan de los de Teba; los de Utrera, con los de Puente Genil. Se cruzan impresiones sobre bodas, enfermedades, cacerías y cosechas. Todo el mundo gesticula, cecea y se da palmadas en los hombros de las blancas y arrugadas chaquetas de hilo, moteadas de carbonilla. En ningún sitio se ve más palpablemente que toda Andalucía, no obstante ser tan vasta, es como una familia grande. Es un texto único, singular, de antología. Hubiese entusiasmado, al leerlo, a Irving, si hubiese tenido ocasión más que cualquier documento que le hubiesen facilitado en el Archivo de Indias y que cualquier historieta que le iban a contar en la plaza de los Aljibes de la Alhambra. Acaso es el texto capital de nuestra literatura clásica, porque García Gómez pertenece también al florecimiento de ese nuevo Siglo de Oro de nuestras letras que tiene lugar en la primera mitad del siglo XX.
Camino hacia Granada, la Peña de los Enamorados presenta el perfil del busto recostado de una persona. La leyenda que lo explica es más de esas historias trenzadas con los amores del guerrero cristiano y la hija del gerifalte moro, una más de las leyendas que agradarían en la Alhambra la curiosidad de Irving; una más de esas leyendas que están vivas en el dispar paisaje español: idéntica historia se hilvana en Estepona en el lugar señalado como Salto de la Novia. Enrique Heine en Almanzor recoge la leyenda de Alí convertido – en la Granada de Isabel y Fernando – al cristianismo y Zuleima – Clara en el santoral cristiano y prometida del español don Enrique – y el idilio se reanuda, este no puede consumarse por la diferente religión, y ambos, el día de las bodas, creyendo que son perseguidos, se lanzan desde una roca. La obra de Almanzor fue representada seis años antes de realizar Washington Irving desde Sevilla su viaje a Granada. Un caballero cristiano de los que habían bajado de Castilla enamora a la hija del alcaide de Archidona; perseguidos los jóvenes enamorados por tropas musulmanas y comprendiendo que no debían traspasar la frontera cristiana, se refugiaron en la peña y se suicidaron desde la cumbre. ¿De quién puede ser el perfil de la montaña, del doncel o de la atrayente odalisca? Pero, además, en torno a Antequera no sólo emerge la Peña sino toda la Naturaleza anda revuelta: el torcal y los dólmenes de Menga, Vieira y Romeral. Una especie del Bomarzo italiano pero fruto sólo del juego de la naturaleza: el agua, el viento, la erosión de la piedra que han ido modelando –no figuras renacentistas y barrocas como las italianas que subyugaron a Múgica Lainez – sino perfiles de montaña, desfiladeros, pináculos, cuevas, imitaciones botánicas de hongos, arquitecturas que seguramente dieron pie mejor que otras inscripciones mitológicas a los poetas de la escuela antequerano-granadina de los siglos XVI y XVII, cuando Pedro de Espinosa convirtió en aluvión de versos las aguas del Genil que aquellos siglos iban buscando las del Guadalquivir de los poetas árabes y luego del Cancionero de Baena, y de las riadas cantadas en los indigestos poemas del siglo XVIII y vueltas a vibrar entre los poetas amigos del torero Ignacio Sánchez Mejías. Recuerdo de la peña en los poetas del XIX, cuando los contactos de Granada y Antequera – imprentas de los hijos y nietos de Nebrija en el siglo XVI y de los poetas coetáneos de doña Cristobalina de Alarcón – resucitan con el nuevo Heine español, hijo del abolengo de Bécquer: el poeta Baltasar Martínez Duran. Ya en esta naturaleza revuelta se intuye la grandeza del tajo –impresionante acantilado – de Ronda, brava y garbosa en la dinastía de los Ordoñez, atildada y muy intelectual en don Fernando de los Ríos y en los hombres de la Institución libre. Antequera, entre los romanos fue próspera y llegó a convertirse en auténtico «anticuario» de elementos no sólo procedentes del pasado romano de la villa sino de otras cercanas: Singihá, Nescania, Aratispi. Los romanos estuvieron orgullosos de la ciudad otorgándole la dignidad de que fuese Municipio que por los días del viaje de Irving contaba con 8.000 cabezas de las especies yeguar y caballar, esos caballos que ya ante nuestro año alpino de 1995 sólo mantiene un poeta, José Antonio Muñoz Rojas, en su casería de «El Conde» en Alameda, la Astigi vetas de que habla Plinio. En el soneto de Manuel Machado no es sólo Córdoba la que es romana y mora: Andalucía entera participa del injerto ¡y vaya injerto! Y mirando hacia atrás, para no perder el perfil de la Peña, se desemboca directamente en los retablos de las iglesias y de los conventos de Antequera con el dulce morisco del «quebienmesabe» pasando por el torno de las monjitas que mantienen la tradición de los conventos sevillanos que conocía Fernán Caballero y adelanta la tradición de los otros conventos granadinos, la tradición que saltó a tierras americanas de Nueva España o de Lima: otros inventos e historias que no acertaron a llevar al norte del Nuevo Continente los puritanos ingleses y que Irving «descubrió» en Andalucía como si su anfitriona no hubiese sido la marquesa de Arco Hermoso, sino la propia Sor Juana Inés de la Cruz, y varios siglos antes, cuando Quevedo y Góngora cruzan sus sonsonetes y sus conceptos a la América de los virreinatos. En Antequera le recitarían a Irving romances de su Toma por las tropas cristianas y de la presencia que la ciudad tuvo en los avatares de la guerra de Granada cuando el moro que parte de Antequera para pedir ayuda al rey de Granada: Antequera fue una presa decisiva en la ofensiva de las tropas cristianas sobre Málaga y Granada; el infante don Fernando de Antequera cruzó el arroyo de las Yeguas con esas frases que la historia consagra y fija: ¡Que nos salga el sol en Antequera, y que sea lo que Dios quiera! Ese es el Sol de Antequera inmortalizado como algo emblemático de la ciudad y el salir el sol por Antequera algo muy andaluz como el otro dicho de irse por los cerros de Úbeda: osadías impremeditadas a que tan dados son los andaluces. Antequera se convierte en centro de aprovisionamiento y de descanso de las tropas que saldrán de Córdoba para adentrarse en tierras y villas musulmanas; desde Antequera se conquista Alora, otra de las tomas de puntos emblemáticos: Las campañas para las tomas de Ronda, Vélez o Málaga se realizan desde la base de Antequera, pero no todo era que Antequera se hubiese convertido en los años de mil cuatrocientos y ochenta y tantos en despensa, punto de partida y retorno para el descanso de de las campañas cristianas: también jugaron un papel caballos y jinetes antequeranos.
Pero el sol de Antequera obliga a mirar hacia el camino que lleva a Granada con una Archidona blanca –como lo era Osuna y la Andalucía de la cal – dibujada sobre la falda de su sierra. Aquí orígenes fenicios, iberos, romanos –como en tantas tierras andaluzas – y cuajando los viejos topónimos de nombres árabes. Hegemonía al principio de la Villa Alta y el duque de Osuna, como benefactor de la ciudad, conoció ese frío tan distinto a las calores de Écija, de Osuna, de Sevilla; acaso por eso Archidona se salvó en el pasado de epidemias que padecieron Málaga, Antequera o Loja. En el siglo XVII se construyó su plaza Ochavada con los ocho lados irregulares de fachadas blancas y balcones, balcones y rejas por toda Andalucía que tienen su patrón y modelo en Osuna, en Ronda, en Arcos y en muchas otras villas de la Andalucía de la cal que llevaron sus grabados los románticos como si se tratase de versiones en hierro de las yeserías de la Alhambra: balcones para pelar la pava o para que se cuele en el patio de la casa el bordón de la guitarra o el piropo musitado o gritado del amante. En Loja murió en batalla, diez años antes de la toma de Granada, el doncel de Sigüenza. La conquista de Loja por los ejércitos cristianos fue seña de que la fruta de la ciudad de la Alhambra maduraba y estaba a punto de caer. Dentro de la ciudad, los moros tenían 3.000 jinetes a caballo. En Loja chocaron el rey don Fernando y Boabdil, que salió de Granada y cayó en la ratonera de quedar encerrado dentro de la ciudad en la que, temerosos de la artillería cristiana, capituló, entregó Loja pero salió con sus fuerzas, escoltado por don Fernando otra vez hacia la Alhambra: curiosa guerra aquella de pactos y capitulaciones, dame y toma, amenazas y dádivas; una guerra con todos los altibajos de las situaciones amorosas. Y todos estos vaivenes los reflejan los romances fronterizos. Irving estaba capacitado para comprender toda esta urdimbre de historia y leyenda, cuento y lírica. Camino hacia Granada escuchó Irving, la noche que hizo escala en la ciudad, las primeras leyendas acerca de los moros entremezcladas con otras de contrabandistas y bandidos. Cuando al día siguiente entraron en la ciudad de Granada, le interesarían más esas historias que las eruditas explicaciones de cómo se construyó la Alhambra. Y aunque parezca mentira, estimó que estaba en mejores condiciones de recibir esas informaciones viviendo en unas habitaciones de la propia Alhambra que en la ciudad de abajo y allí le instaló el gobernador en habitaciones que le dispuso la tía Antonia cuya sobrina le serviría de criada. Las ventanas de esas habitaciones daban a la plaza de los Aljibes; buen mirador para acercarse a la Granada andalusí. Y buena fecha la de 1829: aquella Alhambra ya iba recubriéndose con toda la pátina del romanticismo, que un año más tarde triunfaría en las barricadas de París: Victor Hugo estrenaba el Hernani y Martínez de la Rosa nos ofrecía su Aben Humeya. Irving llegó por el camino de los ejércitos cristianos de mil cuatrocientos noventa y algo; pero era el mismo camino de la otra llegada de literatos y hombres de letras que acompañaron hasta la Alhambra al emperador Carlos v y a Isabel de Portugal, que venían tras haberse casado en Sevilla. El emperador que construyó el palacio en el que se alojaría el escritor norteamericano. Y desde sus habitaciones bajaría a trabajar en la biblioteca de la Universidad y en la privada del duque de Gor: amistades de Irving con su guía Mateo y con el conde de Luque y con el duque de Gor... y con la tía Antonia, su hospedera, y con aquel moro que vendía ruibarbo y quincalla en el Albaicín. Por las tardes, Irving nada en la gran alberca del patio de los Arrayanes y allí conoce a la que llegaría a ser emperatriz de Francia. Compostela, arriba, al final del camino francés; Granada, abajo, como meta de la ruta de Washington Irving.