Manolo tomó el camino de la escalera a través de la cual accedía al cuarto de baño, en la planta alta de la casa. A medida que subía se hacía mas patente el rumor del viento, que presionando sobre las cristaleras de barlovento, se introducía por las rendijas de las ventanas abalconadas, alféizares de lujo macizados en rojas y colgantes gitanillas que adornaban la fachada del cortijo, provocando en las de sotavento, silbidos al escapar el aire por rendijas de junquillos mal ajustados a pesar de los muchos burletes que la tarifeña señora de la casa - se supone que por ello experta en ventoleras - había colocado para evitarlo y sentía la molestia que le producía su obediencia de adolescente ante la iniciativa de la mujer a la que, siempre, había dominado. Pensaba, en tanto el agua corría por la alcachofa de la ducha esperando tomar la temperatura adecuada, como en tantas otras ocasiones en las que no se sentía satisfecho de su actitud, en la parda y execrable tarde de viento y llovizna de Tarazona, cornada en el muslo derecho, tremenda por sus dos trayectorias, por la rotura de vasos importantes, safena y femoral y por haberse producido en plaza de escasos servicios, en la soledad y sensación de abandono de si mismo, de su propia vida, mientras le conducían por el callejón de la plaza, camino de la reducida enfermería, de la camilla y del bisturí del doctor Valcarreres, experto cirujano titular de la de Zaragoza que, aficionado a los toros, asistía a la corrida y, percatándose de la gravedad de la cornada, corrió a ofrecerse como ayuda a sus menos avezados compañeros de profesión de la localidad. Pocos días después, recibía la visita de Mercedes, con sus padres, conscientes ambos de que la suerte de que un médico experimentado asistiese al festejo, había establecido, de manera optimista, el porvenir del torero, no tanto el de su pierna que quedó mas delgada que la izquierda debido a los destrozos, irreparables, que en los masa muscular había causado el pitón del berrendo y manso toro de Cobaleda, un patas blancas de casta Vega Villar. Había agradecido la visita de la chica, desde la suficiencia que le proporcionaba su arrogancia y, escondiendo su dolor físico, había sonreído, un tanto cínico y altanero, durante toda la visita. Eran otros tiempos, pensó en voz alta y se introdujo en la ducha, independiente de la bañera de la espaciosa pieza, mascullando sobre lo diferente de las dos situaciones. Se oyó decir: esto no me gusta y se abandonó a los placeres del agua caliente que mojaba ya todo su cuerpo y, lentamente, ayudaba a despejar su embotada mente y, para no pensar en esto, lo que no le agradaba, se hizo la ilusión de que estaba soñando y no estaba viviendo una realidad, con la facilidad de la persona acostumbrada a hurtar el bulto, tan toreramente, a la evidencia. El ulular del vendaval, rugidos en su alma en la que llovían tristezas de sal y plata, le acompañó durante todo el tiempo que permaneció en el baño. Parecía que, por momentos, se hacía más y más fuerte y que las paredes se negaban a sostener la casa. A Manolo el viento no le molestaba como a otros, incluso se acercaba, en ocasiones, a la costa en momentos de temporal, para ver algún pesquero cabeceando, desesperadamente en su lento andar en medio de espumas de largas olas, escorando hasta permitir que se viese su pantoque, pero en esta ocasión la galerna aumentaba su enojo consigo mismo y los pantocazos, era él quien los sufría porque la marejada castigaba con dureza los mares por los que discurría la singladura de su existencia.
Hace 15 años
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