14 junio, 2006

BAUTISMO DE FUEGO DEL ARMA SUBMARINA.-

EVACUACION DEL PEÑON DE VELEZ.-
El 18 de agosto de 1916, al mando del capitán de corbeta don Fernando de Carranza Reguera, daban comienzo en Estados Unidos las pruebas de mar del submarino tipo Holland que el gobierno español había encargado a los astillero Fore River & Co., de Quincy Massachussetts. Bautizado con el nombre de Isaac Peral, con él comenzaba la presencia de sumergibles en nuestra Armada, una Armada que por aquellas fechas empezaba a levantar cabeza, resurgiendo de sus cenizas, tras el aún reciente descalabro sufrido como consecuencia de las pérdidas coloniales de Ultramar.
Tras una interminable fase de pruebas de mar (fue el primer buque de la Armada que montó motores diesel, y su puesta a punto resultó muy compleja), que habrían de durar hasta las Navidades de 1916, y ante la inminente entrada de los Estados Unidos en la primera Guerra Mundial, el peligro de que el sumergible fuera incautado por el país constructor era evidente. Esta circunstancia, que hacía peligrar seriamente la presencia en nuestra Armada de nuestro primer y ansiado submarino operativo, llevó al mando a tomar una decisión nada habitual, y quizá única en la historia naval militar española: escaparse, dándose a la fuga, para dirigirse a las islas Canarias, la España más occidental. La empresa no era nada fácil, pues el barco no estaba alistado en su totalidad y la distancia que tenían por la proa no era nada despreciable: 4000 millas.
Así, el 26 de febrero de 1917, el sumergible comenzó la aventura de la travesía Atlántica. Tras un viaje lleno de inquietudes y sobresaltos, lograron llegar al puerto de Las Palmas, convoyados por el trasatlántico Claudio López, el 12 de marzo.
Mes y medio después, el 26 de abril, a las 1700 horas, el flamante Isaac Peral enfilaba la bocana del puerto de Cartagena, donde llegó en olor de multitudes, como no podía ser de otra manera. La recién nacida Flotilla de Submarinos acababa de incorporar su primera unidad. La Armada estaba de enhorabuena. A este Isaac Peral, que había de ser huérfano de hermano gemelo, pronto se le unirían ese mismo año de 1917 los “trillizos” italianos que habrían de constituir la serie “A”: el Narciso Monturiol (A-1), el Cosme García (A-2), y el A-3, que nunca ostentaría nombre. Pronto estos buques comenzaron a hacer diferentes prácticas de inmersión en aguas cercanas a Cartagena, y los elogios no tardaron en estar en boca de todos. Tanto es así que el gobierno apostó de pleno por la nueva arma, contratando, en abril de 1919, con la sociedad Española de Construcción Naval la construcción de media docena de unidades, que conformaría la serie “B”.
El primero de ellos, el B-1, se entregaría a la Armada en 10 de enero de 1922, y pronto habría de entrar de lleno, cogido de la mano del Isaac Peral, en los anales de nuestra historia naval reciente.
Hasta este año, 1922, la flotilla, a la que ya se había unido el buque de salvamento Canguro y algunos torpederos que actuaban como buques de apoyo, se había dedicado a hacer cruceros por diferentes puertos del Mediterráneo. Su presencia despertaba inusitado interés. La gente se agolpaba en las escolleras de los muelles para verlos evolucionar y cada vez su radio de acción empezaba a ampliarse. Pronto habrían de cruzar el estrecho de Gibraltar y el océano Atlántico, con toda su grandeza.
Desde las islas Canarias hasta la cornisa cantábrica, sus puertos fueron visitados por nuestros primeros submarinos. En uno de estos viajes, el 22 de agosto de 1919, S.M. el Rey don Alfonso XIII hacía inmersión por primera vez en uno de ellos: el honor le cupo al Narciso Monturiol (A-1), en aguas cercanas al palacio de La Magdalena, en Santander. Los elogios del monarca venían a corroborar los del resto de los españoles, que ya se habían deleitado con la presencia de los sumergibles. Las crónicas de la época hablan de que “S.M. el Rey ha quedado tan complacido, que ha ordenado al Ministro la publicación en el Diario Oficial de Marina de una circular que exprese su Real agrado y la satisfacción que había experimentado por el alto grado de eficiencia de nuestros nuevos buques, a cuyas dotaciones felicita pública y efusivamente para conocimiento de la Marina toda”. En medio de este ambiente de demostraciones y sus consecuentes efusivas felicitaciones, transcurren los cinco primeros años de vida de la nueva arma.
Pero habría de llegar la primavera de 1922 y con ella el bautismo de fuego para los sumergibles. Era Semana Santa, y en las calles de Cartagena se recordaba como todos los años la pasión de Cristo. El ambiente festivo que vivía la ciudad por una vez no se contagiaba a las dependencias militares, sino todo lo contrario. Las noticias que llegaban procedentes de Marruecos no podían ser más alarmantes. Las kabilas morunas se habían sublevado contra la presencia militar española y las distintas guarniciones repelían como podían los ataques, pero en una de ellas, enclavada en la costa del Rif, la situación era realmente grabe: el peñón de Vélez de la Gomera. Las dimensiones del minúsculo peñón (bajo soberanía española desde el siglo XVI), 360 m de largo, por 109 de ancho, y con una elevación máxima de 77 m, lo convertían en una verdadera “ratonera” para sus habitantes. El censo de población civil rondaba las 100 personas, más la guarnición militar, que triplicaba el número. Todos ellos, asediados varios días bajo el fuego enemigo, estaban en una situación cada vez más insostenible. La lluvia de balas era incesante, y su evacuación no podía ni debía hacerse esperar. Cualquier intento de salvar a la angustiada población debía hacerse por mar, así que el ministro de Marina, don José Rivera y Álvarez de Canero, que acababa de estrenar el cargo hacía tan sólo unos días, fue el encargado por el gobierno de tomar las riendas del problema.
¿Qué barcos podían acercarse lo más discretamente posible? La respuesta era bien sencilla: a la flotilla de submarinos la había llegado la hora de la verdad, Atrás quedaban cinco años de salir en la prensa colmados de elogios y de recibir visitas de personalidades civiles y militares.
El jefe de la Estación de Submarinos, y capitán de fragata don Mateo García de los Reyes, recibe órdenes concretas de Madrid: dos submarinos debían ser alistados para salir urgentemente hacía el peñón e intentar evacuar a su población civil. Como buque desde el que se coordinaría la acción es designado el acorazado España. El jefe de la Flotilla llama a su despacho a los tenientes de navío don Casimiro Carre Chicarro, comandante del Isaac Peral y don Francisco Regalado Rodríguez, comandante del submarino B -1.
Allí les explica la situación y pronto se diseña una orden de operaciones. El tiempo apremia y corre contra los habitantes del peñón. Los dos submarinos fueron rápidamente alistados, y ese mismo día, al anochecer, abandonan Cartagena. El jefe de la Flotilla quiere dirigir personalmente la primera acción de guerra de sus submarinos. Quiere estar con su gente, para lo que pide autorización al ministro, que no duda en acceder a lo solicitado.
Arbola, pues, su insignia en el Isaac Peral y se hacen a la mar. Por su popa, en línea de fila, el B-1 le sigue aguas a poca distancia. Atrás quedan los ecos de los tambores de la semana santa, y por la proa una misión desconocida. Las dotaciones hacían conjeturas acerca del viaje. A bordo se sabia que la situación en el Marruecos español era un poco delicada, pero poco más. Nada más salir de la bocana, los motores fueron puestos al límite de sus posibilidades; la velocidad tenia que ser la máxima. El levante sopla con fuerza, y los barcos toman la mar de la peor forma: de través. Esto hace que la velocidad media este por debajo de la deseable, y en consecuencia los barcos sufren más de la cuenta. Con la mar castigándoles durante toda la travesía, los dos submarinos llegan a Melilla. Mientras el jefe de flotilla y los comandantes rinden visita al gobernador militar y ultiman el plan, las dotaciones reparan no pocas averías. El embrague de un motor del Peral tiene problemas, así como todos los elementos de cubierta de ambos buques: antenas de TSH partidas, a los botes salvavidas, que eran de lona, se les han reventado las costuras, las cabrias se han salido de su basada.... Al caer la tarde, los dos submarinos están de nuevo "listos para desempeñar comisión”. El capitán de fragata García de los Reyes enseña con orgullo sus barcos al gobernador militar, que queda entusiasmado. La misión encomendada, ahora si, se hace publica a las dotaciones, a los que el gobernador alienta y estimula con unas palabras: “lo que ustedes van a realizar, ya se ha intentado sin éxito, pero he quedado gratamente impresionado con esta mi primera visita y no tengo duda de que van a lograr los objetivos que el gobierno se ha propuesto”. El jefe de Flotilla y el gobernador se funde en un abrazo y, acto seguido, las dotaciones ocupan sus puestos de “babor y estribor de guardia”, abandonando Melilla al caer la tarde.
Durante la noche se efectúa el tránsito en superficie, y al alba, el peñón se presenta ante ellos. La mar y el viento han caído bastante. Las condiciones meteorológicas empiezan a ponerse a favor. Junto a los submarinos se encuentra el "España", cuyo comandante envía al amanecer un bote al Peral. El comandante del acorazado desea una última toma de contacto con el jefe de flotilla, que acude a bordo. Los submarinos, mientras tanto, permanecen en superficie, expectantes. Pasan varias horas cuando, a media mañana, el palo popel del "España" iza al viento una señal táctica de banderas que tiene como destinatario a los submarinos: “Q. O. O.”, que significa “alistarse para inmersión”. Rápidamente los segundos comandantes hacen ejecutar la orden y en unos minutos los dos submarinos se encuentran listos para hacer inmersión, a la espera del regreso del jefe de flotilla, que lo hace minutos después a bordo de una gasolinera, uno de los botes autopropulsados del acorazado.
Una vez el jefe a bordo del Peral los dos submarinos hacen inmersión y se dirigen al peñón a cota periscópica. No ha pasado una hora cuando el Peral pasa frente a la caleta del cementerio. La distancia a tierra es muy pequeña, apenas 100 metros, y desde el periscopio se pueden observar algunas personas que señalan con sus dedos las estelas que los mástiles van dejando. Mientras el B-1 se mantiene en retaguardia, a la expectativa de acontecimientos, el Peral rodea la caleta e intenta meterse en la pequeña ensenada que hay entre el peñón y la costa.
La maniobra es delicada, y entraña el peligro de encallar, con lo que toda la operación prevista podía irse al traste.
Desde el periscopio se observa cómo se desprenden trozos de roca de los impactos de bala enemigos que siguen haciendo blanco en el peñón. El espacio donde el submarino debe revisarse es muy pequeño, pero el buque ciaboga muy bien y su comandante consigue aproarlo al lugar previsto. Se soplan lastres y, tras una blanca burbuja de espuma, el Peral emerge ante los ojos atónitos de la gente que contempla la escena. La escotilla superior de la torreta se abre, y el primero en asomar la cabeza es el jefe de flotilla. En ese momento, la gente irrumpe en vítores, a los que acompaña una atronadora ovación, que se llega a oír en la cámara de mando, como también se oyen los silbidos de algunos proyectiles, según dejaron escrito testigos presénciales. Entretanto el B-1 hace también superficie y se mantiene al socaire del peñón, a resguardo del fuego enemigo.
El jefe cruza unas palabras con el comandante militar del peñón, a quien propone la evacuación del personal civil cuando anochezca, amparado en las sombras. En ese momento una granada cae a pocos metros del costado del Peral, lo que arranca una nueva salva de aplausos de los espectadores al ver que el barco que ha de salvarse no ha sufrido daños. El comandante militar, cuya respuesta se oye clara mente a bordo, acepta sin dudar el ofrecimiento, pues además tampoco tiene otras alternativas para escoger; así que sobre la marcha acuerdan la hora: “a las 2230 de hoy, estaremos de nuevo en este punto”, apostilla el jefe de flotilla, que puntualiza: “el submarino meterá la proa en la caleta y un bote del España hará el barqueo de niños, mujeres y hombres no combatientes, por ese orden”. El comandante que manda las tropas asediadas se despide del jefe de flotilla, con un escueto “hasta luego”, palabras que éste le repite, mientras ordena al comandante del Peral que ponga rumbo noroeste en “avante a toda fuerza”. Los motores diesel rugen como leones, y comienza la evasión. El B-1, como ha venido haciendo desde la salida de Cartagena, sigue aguas al Peral. Cuando creen estar fuera del alcance de las armas del enemigo el B-1 da una pitada larga, que es interpretada por las tropas moras como un desafío, lo que les hace redoblar sus andanadas, sin resultado, por suerte para los submarinos.
El bautismo de fuego de la bisoña Flotilla acababa de ser realidad. Cuando se alejan un par de millas de la costa, el España, que se había mantenido expectantes, manda apartarse a los submarinos, y envía una serie de andanadas con su artillería de grueso calibre (según prensa de la época, entre 30 y 40 proyectiles), que son suficientes para hacer callar la artillería enemiga. Cuando cesa el fuego del acorazado, de nuevo envían una gasolinera que se acerca al Peral para recoger al jefe.
El mando del "España" está ávido de noticias. El jefe permanecerá a bordo el resto del día, ya no regresará a los submarinos hasta las 2130 de la noche. A esa hora, faltan sólo 60 minutos para estar en el punto convenido con el comandante militar del peñón, que está a dos millas. Los submarinos se encuentran en superficie, con los motores diesel parados y en oscurecimiento total. La mar está en calma y nada rompe el silencio de la noche, sólo el suave roce de las olas que besan los lastres, cuando se empiezan a oír los motores de dos gasolineras del "España" que se dirigen a los submarinos, que apenas se siluetean en la oscuridad de la noche, que es cerrada.
El comandante que manda las tropas asediadas se despide del jefe de flotilla, con un escueto “hasta luego”, palabras que éste le repite, mientras ordena al comandante del Peral que ponga rumbo noroeste en “avante a toda fuerza”. Los motores diesel rugen como leones, y comienza la evasión. El B-1, como ha venido haciendo desde la salida de Cartagena, sigue aguas al Peral. Cuando creen estar fuera del alcance de las armas del enemigo el B-1 da una pitada larga, que es interpretada por las tropas moras como un desafío, lo que les hace redoblar sus andanadas, sin resultado, por suerte para los submarinos. La evacuación sigue al ritmo lento que se ha venido desarrollando toda la noche. Es la única pega que se puede poner a la operación, que por lo demás roza la perfección. A las 0300 horas la maniobra no se puede ni debe demorar más tiempo, pues las corrientes empiezan a abatir el barco, que se ha logrado mantener todo el tiempo en el sitio con ligeras y frecuentes paladas avante y atrás. A esa hora ya hay 58 personas a bordo, pero quedan unas pocas aún. El jefe ordena al comandante que salga de la caleta y entre de nuevo para tratar de mejorar la posición, pero en la maniobra el barco queda iluminado al quedar fuera de la sombra que proyecta la roca, lo que, como era de prever hace que aumenten los disparos desde tierra. De nuevo el barco se aproxima a la caleta, según había ordenado el jefe, y se embarcan otras ocho personas más, que son las últimas.
Acto seguido, comienza la maniobra de evasión, y a las 0330 el Peral se abarloa al España y comienza el desembarco de la gente, que sube a bordo por la escala de botes. Cuando el alba viene a romper las sombras de la noche, todo el personal se encuentra ya sano y salvo a bordo del acorazado. Los niños han dejado de llorar, porque el sueño les ha vencido, ha sido una noche muy larga y movida. Una buena sopa de ajo calienta los estómagos de los adultos y, a continuación, en un local habilitado con coys, que todos encuentran de lo más cómodo, se tumban a dormir. Su odisea ha terminado feliz mente. Por la mañana, en las torretas de los submarinos pueden apreciarse algunos impactos de fusil, que afortunadamente no llegaron a herir a nadie. El comandante del "España" informa del resultado de la acción al almirante jefe del estado Mayor Central, don Gabriel Antón, que ordena al jefe del Estado Mayor de la Escuadra, don Mariano González Manchón, que haga un resumen de los hechos para la orden general de la Escuadra, para que todo el personal tenga conocimiento de ello.
Por esta acción, y tras los informes de la Armada, S. M. El Rey don Alfonso XIII concede al capitán de fragata don Mateo García de los Reyes la medalla Naval, máxima distinción que se otorgaba en aquella época. Dicha medalla fue costeada entre todos los miembros de las dotaciones del Peral y del B-1, y ofrecida a su jefe como muestra de cariño, ya que estaba muy bien considerado entre sus subalternos, por su carácter siempre amable y cordial. Tanto la real orden que concede la condecoración como el resumen de la acción que había ordenado redactar el almirante Antón se publicaron en el Diario Oficial del Ministerio de Marina nº 132, del año 1922. Con posterioridad, un mes después, los dos submarinos protagonistas de la historia volvieron al peñón acompañados por otros submarinos, el A-3, para suministrar víveres a la guarnición militar, en un ambiente mucho menos tenso y más relajado, porque los moros apenas inquietaban ya, entre otras razones porque los cañones del 30,5 del España se habían encargado de silenciar para siempre no pocas posiciones. Al poco, la Medalla Naval que había recibido el jefe de flotilla, se hizo extensiva a los tenientes de Navío Carre y Regalado, comandantes respectivamente del Peral y del B-1. El resto de las dotaciones de los dos submarinos también recibieron otra condecoración, aunque de menor entidad. El bautismo de fuego de los submarinos Españoles ya era una realidad, y el gobierno supo agradecerlo con las condecoraciones concedidas. Tampoco los submarinistas querían ningún otro reconocimiento. Simplemente habían cumplido con su obligación.

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