12 mayo, 2006

DE LA NFR - 90 A LA F-100.-



DESARROLLO DE NUESTRAS F – 100.-
La F-101 Álvaro de Bazán fue botada el día 27 de octubre de 2000, como primera de una serie de cuatro, ahora ampliada, en el astillero de la entonces Empresa Nacional Bazán – luego Izar, ahora Navantia - de Ferrol. Pero el punto de partida en la construcción de esta primera unidad de la clase F-100 había comenzado muchos años antes. El origen de estos buques está en los trabajos iniciados tras la suspensión del proyecto multinacional NFR-90 (NATO Frigate Replacement), que debería haber comenzado a equipar a buena parte de Marinas de la OTAN durante los años 90. El proyecto hizo aguas debido a insalvables dificultades surgidas entre los socios durante los trabajos de definición. España trató de reconducir las experiencias adquiridas durante el proceso, uniendo su esfuerzo a otras Marinas europeas. Así se conformaron finalmente dos grandes grupos, el primero formado por el Reino Unido, Francia e Italia con el proyecto Horizon, por una parte, basado en la tecnología de misiles europea FAMS (Family of Anti-Air Missile Systems) cuyo producto resultante son los misiles Aster 15 y Aster 30. Por otra parte, se formó la alianza entre España, Holanda y Alemania, con la fragata Trilateral y utilizando la familia de misiles NAAWS (NATO Anti-Air Warfare System), con los misiles Standard SM-2 -en sus distintas versiones o Blocks- y ESSM (Evolved Sea Sparrow Missile). Éste último tiene la ventaja adicional de instalarse en montajes de cuatro unidades (quadpacked) ocupando una sóla celda del lanzador de misiles, es decir, en 8 celdas se podrían instalar 32 misiles ESSM. En ambos casos se buscaba la construcción de un buque multifuncional, pero con especial énfasis en la guerra antiaérea, acomodándose a los cambios derivados de la nueva situación internacional, con la caída del antiguo antagonista, el bloque soviético y su arma submarina, principal amenaza para las Marinas occidentales durante la guerra fría. Con estos nuevos buques se pretendía aprovechar las enseñanzas derivadas de conflictos como el de las Malvinas, en el que los buques de defensa aérea británicos recibieron un duro correctivo, siendo incapaces no ya de proteger a los buques que convoyaban, sino de protegerse a sí mismos ante la amenaza de simples bombas guiadas lanzadas por valerosos pilotos desde los aparatos de la Fuerza Aérea argentina; o incidentes como el sufrido por la fragata norteamericana USS Stark (FFG-31) en el Golfo Pérsico en 1987, al ser alcanzada por dos misiles antibuque Exocet lanzados desde un avión iraní. El poseer buques capaces de protegerse efectivamente y proyectar su cortina defensiva sobre otros buques contra la amenaza de los misiles supersónicos roza olas (sea skimmers) o de vuelo final en picado (high divers) se consideró una necesidad de primer orden por parte de la OTAN, lo que dio lugar al desarrollo de una nueva generación de sensores y sistemas de armas, basados en el binomio radar multifunción de fase activa/pasiva y una nueva generación de misiles antiaéreos, como se ha descrito anteriormente, y que utilizan sistemas de lanzamiento vertical, que superan las tradicionales limitaciones de los tradicionales radares de rotación mecánica y de los lanzamisiles orientables. El proyecto franco - italo - británico Horizon, basado en sensores y armamento de origen europeo, pasó por un interminable y tortuoso camino de desencuentros entre los tres socios, que no se ponían de acuerdo en el número de unidades a construir, en las tecnologías a adoptar, y sobre todo, en el reparto de los paquetes de trabajo para sus empresas nacionales, reeditando en cierta forma el bluff del proyecto NFR-90. Finalmente, los británicos, una vez más, decidieron abandonar el consorcio en 1999 y construir sus propios buques. En principio 12 unidades del Type 45, un destructor antiaéreo de alrededor de 7.500 t de desplazamiento, del que ya se han autorizado los dos primeros lotes de 3 unidades, previéndose que la media docena restante sea ordenada en los próximos años, si las dificultades presupuestarias no lo impiden. Mientras tanto, Francia e Italia han proseguido con el desarrollo de la fragata Horizon/Orizzonte, quedando el programa reducido a la casi simbólica construcción de 2 unidades para cada Marina. Construcción que, como en el caso británico, comienza con un considerable retraso con respecto a los buques del consorcio español – holandés - alemán, y lo que es peor, con unas muy discretas características técnicas y operativas con respecto a éstas. Por su parte, la fragata Trilateral, basada en la tecnología de radar multifunción APAR, todavía en desarrollo en la época, sufrió una escisión, siendo en esta ocasión la Armada española la que decidió estudiar otras alternativas, vistos los riesgos en tiempos y costes que comportaba el desarrollo del radar europeo, siendo así que fructificó en 1996 la configuración final de la serie F-100 basada en el sistema de combate norteamericano AEGIS y su radar Spy-1D, manteniéndose el pacto con los socios holandés y alemán para el desarrollo de la plataforma y adquisición de equipamientos comunes exclusivamente. Así, nos encontramos en el momento actual con tres tipos de buques, los De Zeven Provinciën (Holanda, 3 + 1 buques); Sachsen (Alemania, 4 unidades); y Álvaro de Bazán (4 buques), que comparten, sobre plataformas muy similares, un armamento también tremendamente similar, de hecho el buque holandés y el español presentan un cuadro en este aspecto prácticamente idéntico. La principal diferencia estriba en la utilización, en el principal segmento y razón de ser de estos buques - el antiaéreo - de la tecnología de radar de desarrollo propio por parte de alemanes y holandeses, junto al lanzador de misiles vertical Mk 41 de origen estadounidense. Además, el buque español integra 48 pozos lanzamisiles, por 40 del buque holandés (con una posibilidad de crecimiento de 8 más), y 32 de las fragatas alemanas. Finalmente, otra característica no perceptible pero definitiva en cuanto a la capacidad de las F-100 sobre sus hermanas del norte de Europa es la utilización de la versión táctica o larga del lanzador Mk 41, lo que las convierte en el único buque del ámbito europeo con capacidad real para la adopción de misiles tácticos de ataque contra objetivos terrestres TLAM (Tactical Land-Attack Missiles), como los Tomahawk. La Armada española optó por una combinación probada y eficaz: el lanzador Mk 41 y el sistema de combate AEGIS, ambos de origen norteamericano. Esta combinación está instalada en todos los buques mayores de la flota norteamericana (cruceros clase Ticonderoga y destructores clase Arleigh Burke), así como en los de la Fuerza Marítima de Autodefensa del Japón (destructores de la clase Kongo). Pronto también la Marina de Corea del Sur tendrá sus buques con sistema de combate AEGIS, al igual que la Armada de Noruega, que se hará con cinco buques – serie F 310 - de fabricación española que inauguran una nueva familia de buques AEGIS con un radar multifunción más reducido, el Spy -1F. Izar, en su día, a través del consorcio AFCON (Advanced Frigate Consortium) tiene en proyecto un buque aún menor, del orden de las 2.500 toneladas, dotado con un radar en desarrollo, el Spy-1K, dirigido al mercado de exportación. En total más de 100 unidades en todo el mundo disponen del sistema de combate AEGIS, lo que garantiza la existencia de un stock de piezas y repuestos durante toda la vida operativa de los buques. El sistema de combate AEGIS es un veterano entre los radares multifunción, a pesar de ello se mantiene convenientemente actualizado a través de sucesivas mejoras en el desarrollo del sistema que garantizan su acomodo a los avances tecnológicos en este campo. La Armada española recibirá las fragatas F-100 con un sistema de combate AEGIS con el mismo Baseline (versión del sistema) que los buques de la US Navy en construcción.
En las fotografías, la F 100 – y su tripulación – orgullosos, todos menos el gobierno, del deber cumplido en el Golfo Pérsico y del homenaje ofrecido desde el “carrier” USA. Todo un detalle, todo un reconocimiento: honra, siempre; ahora también barcos y alta cualificación.
Bibliografía: Revista naval.

LOS VIAJEROS ROMÁNTICOS.-



LOS VIAJEROS ROMÁNTICOS.-
POR JERÓNIMO PÁEZ.
Vinieron a la búsqueda de sus propias fantasías. Imaginaban mundos que no existían, mientras escapaban del suyo propio, prosaico y poco atractivo. Crearon todo tipo de tópicos y, con frecuencia, sus propios prejuicios les hicieron ver una España que poco tenia que ver con la realidad. La mayoría de estos viajeros cuando recorrió el país y conoció su naturaleza y sus gentes quedaron fascinados. Algunos escribieron deliciosas narraciones, viajaron, se mezclaron con el pueblo llano, gustaron de sus formas de vida y sus tradiciones y llegaron a vivirlas con más intensidad que muchos de los escritores nativos. Describieron una España en la que incorporaron todo tipo de mitos y estereotipos, que han sobrevivido durante mucho tiempo. Pero también describieron con acierto nuestras tradiciones, nuestros modos de vida, las diferentes comarcas y regiones, lo popular y el color local. En ocasiones, sus análisis del sistema político o de las peculiaridades de la vida española sirvieron para conocer «los males de España» y raro el que no alabó la fuerza, el orgullo y la dignidad que rezumaba el pueblo llano, a pesar de los muchos años de decadencia y mal gobierno.Contribuyeron con sus libros y artículos a que Europa mirara al Sur. Aquellos viajeros que durante años, siglos incluso, habían recorrido Italia - El Gran Tour - e ignorado España, ahora volvieron la mirada hacia nuestro país, lo difundieron y revalorizaron nuestro patrimonio monumental y artístico. Hoy día, en el que desafortunadamente no parecen estar de moda, no estaría de más volver a releerlos detenidamente. Basta recordar que de la «La Biblia en España» de George Borrow, Don Jorgito el inglés, personaje casi irrepetible, se hicieron más de diez ediciones de mil ejemplares en los dos primeros años de su publicación en 1842 y fue traducida poco después a diversos idiomas, y su otra gran narración «The Zincali» sobre los gitanos en España, puede que fuera el primer sugestivo libro sobre esta comunidad. Si las descripciones de George Borrow tuviera un enorme éxito y difusión, qué decir de esa obra maestra que fue el «Manual de Viajeros sobre España» de Richard Ford, insustituible para conocer la vida y costumbres de la España del XIX. Richard Ford tendrá una enorme influencia, hará que España se ponga de moda en Inglaterra, y numerosos viajeros, artistas, escritores, vendrán a recorrer los caminos y lugares descritos por este autor.En Francia surgirá un movimiento parecido y serán también muy numerosos los viajeros que describan nuestro país, aunque no hay que olvidar que la visión de unos y otros vendrá matizada por sus distintas situaciones. La derrota de los ejércitos de Napoleón en la «Guerra Peninsular» influiría en las visiones respectivas. Los franceses, entre ellos, Teófilo Gautier potenciaron el orientalismo y nuestro pasado arabo-musulmán, que llegará a su cenit con la relación Alhambra- W. Irving, quien además de difundirla, contribuirá a la conservación de este impresionante monumento, a la sazón ignorado, cuando no depreciado, y que se convertirá en la quinta esencia de todas las nostalgias de un paraíso perdido. A pesar de sus simplificaciones, los viajeros románticos del Siglo XVIII y XIX fueron los primeros, sin duda, los mejores turistas que nunca nuestro país haya tenido. Mucho les debemos. Conocerlos y volver a leerlos es un verdadero placer. No estaría de más recuperar hoy día algo de aquella exquisita y bella forma de viajar, de gustar y degustar nuestro país.
La actual ruta de Washington Irving.-
EL LEGADO ANDALUSÍ.
El Legado Andalusí ha puesto también en marcha la Ruta de Washington Irving que discurre entre Sevilla y Granada y está inspirada en el viaje que realizara por estas tierras el escritor y diplomático norteamericano célebre autor de la obra “Cuentos de la Alhambra”, en 1829. Irving llegó a estas tierras fascinado por la variedad y el exotismo de la civilización hispano-musulmana. La Ruta de Washington Irving, ya señalizada y dotada de puntos de información al viajero, cubre un trayecto de 250 kilómetros que discurren a lo largo de la autovía A-92 y que conecta los dos polos del itinerario, pasando por las provincias de Sevilla, Málaga y Granada. Este camino histórico quedó establecido tras el tratado de 1244 suscrito para que los nazaríes, en tiempos de paz, pudieran aprovisionarse en tierras cristianas con víveres y diferentes productos de subsistencia. A partir de ahí, se convierte en una concurrida vía comercial que, en la Baja Edad Media, conecta el sur peninsular cristiano con el reino nazarí de Granada. La población cristiana abastecía al reino de Granada de productos agrícolas y ganaderos mientras que la capital nazarí aportaba especias, colorantes, paños y finas sedas, parte esencial de su producción. Esta ruta es, entonces, una tierra fronteriza que se convierte en escenario de múltiples enfrentamientos bélicos.. Ya en el siglo XIX serán muchos los viajeros románticos que llegan a Andalucía deseosos de contemplar de primera mano y dar a conocer a través de sus textos estos lugares poéticos por excelencia. Washington Irving recorrió las tierras de Andalucía en busca del exotismo oriental que irradiaban los lugares urbanos y los usos y costumbres populares que supo recoger con viveza en sus obras. Hoy, el interés para el viajero que recorre este itinerario radica en las ciudades y los pueblos llenos de historia, leyenda y de referencias literarias. Tampoco podemos dejar de lado la riqueza paisajística que sale al pasado a lo largo de la Ruta de Washington Irving y que sorprende por sus múltiples caras: desde escarpadas sierras hasta llanuras, una visión de las Andalucías Alta y Baja y la campiña y la vega. Este panorama se concreta en Parques Naturales como el de Sierra Nevada, o el de la sierra de Alhama también en Granada y parajes como las lagunas cercanas a Osuna y las de Fuente de Piedra.
LOCALIDADES DE LA RUTA: Sevilla, Alcalá de Guadaira, Carmona, Marchena, Écija, Osuna, Estepa, La Roda de Andalucía, Fuente de Piedra, Humilladero, Mollina, Antequera, Archidona, Loja, Huétor Tájar, Moraleda de Zafayona, Alhama de Granada, Montefrío, Íllora, Fuentevaqueros, Chauchina, Santa Fe y Granada.


Jerónimo Páez. Conocedor de las rutas de Al Andalus, abogado granadino, es una de las voces más autorizadas de la región para hablar de los viajeros románticos que visitaron Andalucía, tema al que ha dedicado años de estudio. De hecho, hace unos meses ofreció la conferencia inaugural de un ciclo de que dedicó la Universidad de Sevilla, dentro de sus cursos de otoño, a la figura de Washington Irving. Además, Jerónimo Páez puso en marcha la Fundación El Legado Andalusí.

HISTORIA Y CAPACIDAD DE RELACIONAR.-


La ruta de Washington Irving.-
Antonio Gallego Morell.

Cuando por vez primera Washington Irving llegó a Sevilla, acompañando al ministro de los Estados Unidos, Alexander Everett, desde la tertulia de Cecilia Böhl de Faber, marquesa de Arco Hermoso – de muy distinto talante a la de su madre, Frasquita Larrea, en Cádiz – el alegre solterón norteamericano interesado en documentos sobre Colón, la conquista de Granada, Mahoma o la Alhambra, ya inicia una serie de viajes y proyectos de acercarse a Granada que recuerda las «razzias» de la guerra entre musulmanes y cristianos: así la invitación que le hicieron a visitar su hacienda de Zafra, en Dos Hermanas, cerca de Alcalá de Guadaíra. Irving vivió casi un año en Sevilla, paseando por la Alameda de Hércules, por las orillas del Guadalquivir, el mismo Guadalquivir que, con los almorávides, logró hacer de Sevilla el paraíso de los poetas, que luego huirían hacia Carmona perseguidos por los almohades que habían logrado conquistar Tejada, Aznalcázar y el Aljarafe. Sevilla de Irving trabajando en el Archivo de Indias y en el de la Catedral: la Sevilla de la fábrica de cigarros, luego la de Carmen de Merimée. Cuando el príncipe Dolgoruki llegó a Sevilla, ya estaba Irving en condiciones de ser su anfitrión: sus trabajos sobre Colón le habían llevado a Palos, con un solo caballo él y su amigo John Nalder Hall habían hecho nuevas «razzias» hasta Alcalá de Guadaira - o de los Panaderos - al decir de Irving. Los paneles repartidos en serones de mula por toda la Sevilla de la época gloriosa de esa ciudad en el mundo de oro de la ópera. Camino de Granada, con el príncipe Dolgoruki se detiene una vez más en las riberas del Guadaira y en Gandul para recrearse con las ruinas del castillo moro. En la ruta les quedaba a mano Carmona y El Arahal. Como era primavera, no les azotó el rostro el viento solano. El Ayuntamiento de Carmona era el antiguo colegio Jesuita, el de San Teodomiro. Y allí, como en muchas otras ocasiones en que desde la Sevilla de Cecilia Böhl de Faber hizo excursiones a Itálica, descubrió bajo la Andalucía de los musulmanes, caminos y plantas, piedras y mármoles de la anterior Andalucía de los romanos y desde su Alcázar se divisaban o intuían Marchena, Morón, El Arahal, Paradas, Osuna, Fuentes, Sierras de Ronda, Jerez, Grazalema, Zahara, Ubrique...
En Carmona, Servio Galba rehizo sus tropas diezmadas por los lusitanos: los copistas escribían el topónimo con «k» y Ptolomeo decía Charmonia. Ya les llega a los musulmanes con el abolengo que tiene Carmo de pámpanos y racimos que aludían a Baco ¿acaso por eso la campiña fue talada por Solimán cuando éste fue rechazado de su campamento en las afueras de Córdoba? En muchas acciones de las guerras intestinas entre musulmanes y de cristianos contra musulmanes en aquellos siglos X o XI, figuraba la caballería de Carmona. Carmona suena una y otra vez en las luchas intestinas entre reyezuelos árabes, en retirada de almorávides y peligros almohades, y suena cuando los cristianos la sitian con San Fernando a la cabeza y otra vez es centro de luchas internas entre familias que bajaban de Castilla. Mientras el rey don Juan II pasaba de largo por Carmona para poner sitio a Granada, la reina, su esposa, entraba por una de las puertas de la ciudad, ¿la de Marchena, la de Córdoba, el arco de la Carne? Cuando iba hacia Granada, Irving encontraría las diligencias y los cosarios con bestias de carga con correo, mercancías y criaturas que cruzaban a la Campana, a Fuentes de Andalucía, a Marchena y Paradas, a Alcolea y Villanueva del Río, a Tocina, a Lora del Río, a Cantillana, a Córdoba y a Écija – la sartén de Andalucía – y a los baños de Carratraca que estaba tomando el poeta Espronceda cuando Espartero se montó en Madrid en el caballo del poder. Y otra vez la caballería de Carmona jugaría, a las órdenes del duque de Alburquerque un gran papel contra los franceses en 1810. En el itinerario de Sevilla a Granada, Carmona simboliza los caballos, los jinetes, las caballerías, el mundo de las diligencias y los cosarios que cruzan los caminos. Carmona era ya entonces reminiscencia de aquellos criaderos de caballos andaluces, que recordaría Richard Ford en su Viaje, establecidos cerca de Córdoba y de Alcolea hasta que los franceses se llevaron los mejores sementales, que acaso morirían en Rusia. Aquí, –y aquí es Córdoba – bajo los moros – escribe Ford – estaba el Al-haras (de donde Haras), la guardia montada del rey, compuesta de extranjeros o bien de cristianos, mamelucos o esclavones... Y a cinco leguas de Carmona estuvo – estaba cuando Irving vivía atento a las cartas que llegaban de Madrid y que se repartían desde allí – y está hoy en las mismas cinco leguas de la ciudad de Marchena, que no sonaba ni en la España musulmana ni en la romana, pese a que, acaso, fuere la Castra Gemina de que habla Plinio. Marchena, con la casa - palacio de los duques de Arcos: el ducado otorgado por los Reyes Católicos a don Rodrigo Ponce de león, IV conde de Arcos de la Frontera, duque de Cádiz, rico hombre y alguacil de Sevilla, con escudo partido primero en campo de plata, un león rampante de gules, y segundo en campo de oro, cuatro bastones de gules con bordura general de azur con ocho escudetes de oro fajados de azur. Todos estos detalles, a Irving, que venía de un país con una historia acabada de nacer, lo ponían en tensión. Colón, Mahoma, la Alhambra, y aceitunas de El Arahal para abrir boca: gordales, manzanillas, picudillas, tetudas, zorzaleñas, zapateras... Itinerario de Washington Irving: Osuna, a 14 leguas de Sevilla. Los turdetanos, luego el paso de legiones romanas enviadas contra Viriato, monedas romanas encontradas en orzas; el teatro con sus graderíos, la necrópolis en el camino de Granada, bronces, la Segunda Guerra Púnica: Urs o ibérica Osuna de al-Andalus; Osuna dada a la orden de Calatrava y los Girones, documentos del Conde de Ureña en el archivo de Simancas, la Universidad de 1548, solamente diez años después de la de Granada y los Osunas (Téllez - Girón) que podían cruzar más de media Península sin dejar de pisar las herraduras de sus caballos sus propias tierras y con escuadra también propia en el Mediterráneo. Años después, el más legendario y pródigo de los duques de Osuna hacia herrar de plata y clavos de diamantes a los caballos de su casa, prendándose en Rusia de un caballo del conde Orloff al que humilla cortándole la cola y crines y enganchándolo a una noria de su dacha. Esa era la Andalucía entonces volcada por Europa: la de los diplomáticos Osuna o Valera, manirrotos y mujeriegos, presumiendo de vinos de abolengos españoles. Y Osuna como Baeza: dos universidades venidas a menos, en la primera estudiaría Blanco White y en la segunda enseñaría Antonio Machado. Desde Nápoles, su virrey, el duque de Osuna, envió a Antequera un cuadro de El Españoleto que Madoz registra en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en la que también existían tres tablas pintadas por Alberto Durero; y debajo de la capilla, lo ibérico, lo romano, con predominio de población originaria de la propia ciudad de Roma y lo andalusí: el asalto a la villa por las fuerzas cristianas les costaron 30 caballos en lucha contra los moros que alineaban frente a ellos a 2500 «caballeros» y 15 infantes que venían talando Andalucía.
Y de Osuna hacia la Peña de los Enamorados de Antequera. Viajes a caballo, en diligencias; luego en tren antes de las carreteras y de las autovías que no nos dan lugar a ver los árboles, ni las ruinas, ni a probar el aceite de las «papas» a lo pobre y los pimientos, los huevos abuñuelados o los propios buñuelos tejeringos de la Roda, su pueblo casi de origen como las flores fritas de La Mancha. Osuna era un centro de los viajes a caballo, como Écija era y es el centro geográfico de Andalucía; pero algo aparcada permanece hoy y era pujante en la Andalucía del tren: Bobadilla. García Gómez comparaba la ruta de Washington Irving, múltiple arrancando de la Andalucía baja de Frasquita Larrea y subiendo a la Sevilla de Fernán Caballero, como el «camino francés» que desemboca en la Compostela del Apóstol como aquel otro andaluz en la Alhambra de Muhammad V. El del norte lo hicieron año a año los peregrinos; el del sur estaba trazado con múltiples atajos o desviaciones pero lo descubrió Irving, que no iba a la caza de las arquitecturas sino a las literaturas.
Es el camino que también hizo Don Gitano (Walter Starkie, al que yo conocí con su violín cuando le traje a tocar en la universidad de Granada, entre recuerdos y conversaciones en torno a Falla). Y en ese camino, invención del ferrocarril, estaba Bobadilla, a dos leguas o algo menos de la Peña. Écija no era centro de nada; Bobadilla era el auténtico corazón de la tierra de María Santísima, decía García Gómez que evocaba los pasillos de los vagones y el subir y bajar al abrir de sus portezuelas: pasaban gentes con paquetes grasientos y botellas de Bornes y de Lanjarón. Se trasiegan maletas, canastos, escopetas, sacos de arpillera. Los de Loja hablan de los de Teba; los de Utrera, con los de Puente Genil. Se cruzan impresiones sobre bodas, enfermedades, cacerías y cosechas. Todo el mundo gesticula, cecea y se da palmadas en los hombros de las blancas y arrugadas chaquetas de hilo, moteadas de carbonilla. En ningún sitio se ve más palpablemente que toda Andalucía, no obstante ser tan vasta, es como una familia grande. Es un texto único, singular, de antología. Hubiese entusiasmado, al leerlo, a Irving, si hubiese tenido ocasión más que cualquier documento que le hubiesen facilitado en el Archivo de Indias y que cualquier historieta que le iban a contar en la plaza de los Aljibes de la Alhambra. Acaso es el texto capital de nuestra literatura clásica, porque García Gómez pertenece también al florecimiento de ese nuevo Siglo de Oro de nuestras letras que tiene lugar en la primera mitad del siglo XX.
Camino hacia Granada, la Peña de los Enamorados presenta el perfil del busto recostado de una persona. La leyenda que lo explica es más de esas historias trenzadas con los amores del guerrero cristiano y la hija del gerifalte moro, una más de las leyendas que agradarían en la Alhambra la curiosidad de Irving; una más de esas leyendas que están vivas en el dispar paisaje español: idéntica historia se hilvana en Estepona en el lugar señalado como Salto de la Novia. Enrique Heine en Almanzor recoge la leyenda de Alí convertido – en la Granada de Isabel y Fernando – al cristianismo y Zuleima – Clara en el santoral cristiano y prometida del español don Enrique – y el idilio se reanuda, este no puede consumarse por la diferente religión, y ambos, el día de las bodas, creyendo que son perseguidos, se lanzan desde una roca. La obra de Almanzor fue representada seis años antes de realizar Washington Irving desde Sevilla su viaje a Granada. Un caballero cristiano de los que habían bajado de Castilla enamora a la hija del alcaide de Archidona; perseguidos los jóvenes enamorados por tropas musulmanas y comprendiendo que no debían traspasar la frontera cristiana, se refugiaron en la peña y se suicidaron desde la cumbre. ¿De quién puede ser el perfil de la montaña, del doncel o de la atrayente odalisca? Pero, además, en torno a Antequera no sólo emerge la Peña sino toda la Naturaleza anda revuelta: el torcal y los dólmenes de Menga, Vieira y Romeral. Una especie del Bomarzo italiano pero fruto sólo del juego de la naturaleza: el agua, el viento, la erosión de la piedra que han ido modelando –no figuras renacentistas y barrocas como las italianas que subyugaron a Múgica Lainez – sino perfiles de montaña, desfiladeros, pináculos, cuevas, imitaciones botánicas de hongos, arquitecturas que seguramente dieron pie mejor que otras inscripciones mitológicas a los poetas de la escuela antequerano-granadina de los siglos XVI y XVII, cuando Pedro de Espinosa convirtió en aluvión de versos las aguas del Genil que aquellos siglos iban buscando las del Guadalquivir de los poetas árabes y luego del Cancionero de Baena, y de las riadas cantadas en los indigestos poemas del siglo XVIII y vueltas a vibrar entre los poetas amigos del torero Ignacio Sánchez Mejías. Recuerdo de la peña en los poetas del XIX, cuando los contactos de Granada y Antequera – imprentas de los hijos y nietos de Nebrija en el siglo XVI y de los poetas coetáneos de doña Cristobalina de Alarcón – resucitan con el nuevo Heine español, hijo del abolengo de Bécquer: el poeta Baltasar Martínez Duran. Ya en esta naturaleza revuelta se intuye la grandeza del tajo –impresionante acantilado – de Ronda, brava y garbosa en la dinastía de los Ordoñez, atildada y muy intelectual en don Fernando de los Ríos y en los hombres de la Institución libre. Antequera, entre los romanos fue próspera y llegó a convertirse en auténtico «anticuario» de elementos no sólo procedentes del pasado romano de la villa sino de otras cercanas: Singihá, Nescania, Aratispi. Los romanos estuvieron orgullosos de la ciudad otorgándole la dignidad de que fuese Municipio que por los días del viaje de Irving contaba con 8.000 cabezas de las especies yeguar y caballar, esos caballos que ya ante nuestro año alpino de 1995 sólo mantiene un poeta, José Antonio Muñoz Rojas, en su casería de «El Conde» en Alameda, la Astigi vetas de que habla Plinio. En el soneto de Manuel Machado no es sólo Córdoba la que es romana y mora: Andalucía entera participa del injerto ¡y vaya injerto! Y mirando hacia atrás, para no perder el perfil de la Peña, se desemboca directamente en los retablos de las iglesias y de los conventos de Antequera con el dulce morisco del «quebienmesabe» pasando por el torno de las monjitas que mantienen la tradición de los conventos sevillanos que conocía Fernán Caballero y adelanta la tradición de los otros conventos granadinos, la tradición que saltó a tierras americanas de Nueva España o de Lima: otros inventos e historias que no acertaron a llevar al norte del Nuevo Continente los puritanos ingleses y que Irving «descubrió» en Andalucía como si su anfitriona no hubiese sido la marquesa de Arco Hermoso, sino la propia Sor Juana Inés de la Cruz, y varios siglos antes, cuando Quevedo y Góngora cruzan sus sonsonetes y sus conceptos a la América de los virreinatos. En Antequera le recitarían a Irving romances de su Toma por las tropas cristianas y de la presencia que la ciudad tuvo en los avatares de la guerra de Granada cuando el moro que parte de Antequera para pedir ayuda al rey de Granada: Antequera fue una presa decisiva en la ofensiva de las tropas cristianas sobre Málaga y Granada; el infante don Fernando de Antequera cruzó el arroyo de las Yeguas con esas frases que la historia consagra y fija: ¡Que nos salga el sol en Antequera, y que sea lo que Dios quiera! Ese es el Sol de Antequera inmortalizado como algo emblemático de la ciudad y el salir el sol por Antequera algo muy andaluz como el otro dicho de irse por los cerros de Úbeda: osadías impremeditadas a que tan dados son los andaluces. Antequera se convierte en centro de aprovisionamiento y de descanso de las tropas que saldrán de Córdoba para adentrarse en tierras y villas musulmanas; desde Antequera se conquista Alora, otra de las tomas de puntos emblemáticos: Las campañas para las tomas de Ronda, Vélez o Málaga se realizan desde la base de Antequera, pero no todo era que Antequera se hubiese convertido en los años de mil cuatrocientos y ochenta y tantos en despensa, punto de partida y retorno para el descanso de de las campañas cristianas: también jugaron un papel caballos y jinetes antequeranos.
Pero el sol de Antequera obliga a mirar hacia el camino que lleva a Granada con una Archidona blanca –como lo era Osuna y la Andalucía de la cal – dibujada sobre la falda de su sierra. Aquí orígenes fenicios, iberos, romanos –como en tantas tierras andaluzas – y cuajando los viejos topónimos de nombres árabes. Hegemonía al principio de la Villa Alta y el duque de Osuna, como benefactor de la ciudad, conoció ese frío tan distinto a las calores de Écija, de Osuna, de Sevilla; acaso por eso Archidona se salvó en el pasado de epidemias que padecieron Málaga, Antequera o Loja. En el siglo XVII se construyó su plaza Ochavada con los ocho lados irregulares de fachadas blancas y balcones, balcones y rejas por toda Andalucía que tienen su patrón y modelo en Osuna, en Ronda, en Arcos y en muchas otras villas de la Andalucía de la cal que llevaron sus grabados los románticos como si se tratase de versiones en hierro de las yeserías de la Alhambra: balcones para pelar la pava o para que se cuele en el patio de la casa el bordón de la guitarra o el piropo musitado o gritado del amante. En Loja murió en batalla, diez años antes de la toma de Granada, el doncel de Sigüenza. La conquista de Loja por los ejércitos cristianos fue seña de que la fruta de la ciudad de la Alhambra maduraba y estaba a punto de caer. Dentro de la ciudad, los moros tenían 3.000 jinetes a caballo. En Loja chocaron el rey don Fernando y Boabdil, que salió de Granada y cayó en la ratonera de quedar encerrado dentro de la ciudad en la que, temerosos de la artillería cristiana, capituló, entregó Loja pero salió con sus fuerzas, escoltado por don Fernando otra vez hacia la Alhambra: curiosa guerra aquella de pactos y capitulaciones, dame y toma, amenazas y dádivas; una guerra con todos los altibajos de las situaciones amorosas. Y todos estos vaivenes los reflejan los romances fronterizos. Irving estaba capacitado para comprender toda esta urdimbre de historia y leyenda, cuento y lírica. Camino hacia Granada escuchó Irving, la noche que hizo escala en la ciudad, las primeras leyendas acerca de los moros entremezcladas con otras de contrabandistas y bandidos. Cuando al día siguiente entraron en la ciudad de Granada, le interesarían más esas historias que las eruditas explicaciones de cómo se construyó la Alhambra. Y aunque parezca mentira, estimó que estaba en mejores condiciones de recibir esas informaciones viviendo en unas habitaciones de la propia Alhambra que en la ciudad de abajo y allí le instaló el gobernador en habitaciones que le dispuso la tía Antonia cuya sobrina le serviría de criada. Las ventanas de esas habitaciones daban a la plaza de los Aljibes; buen mirador para acercarse a la Granada andalusí. Y buena fecha la de 1829: aquella Alhambra ya iba recubriéndose con toda la pátina del romanticismo, que un año más tarde triunfaría en las barricadas de París: Victor Hugo estrenaba el Hernani y Martínez de la Rosa nos ofrecía su Aben Humeya. Irving llegó por el camino de los ejércitos cristianos de mil cuatrocientos noventa y algo; pero era el mismo camino de la otra llegada de literatos y hombres de letras que acompañaron hasta la Alhambra al emperador Carlos v y a Isabel de Portugal, que venían tras haberse casado en Sevilla. El emperador que construyó el palacio en el que se alojaría el escritor norteamericano. Y desde sus habitaciones bajaría a trabajar en la biblioteca de la Universidad y en la privada del duque de Gor: amistades de Irving con su guía Mateo y con el conde de Luque y con el duque de Gor... y con la tía Antonia, su hospedera, y con aquel moro que vendía ruibarbo y quincalla en el Albaicín. Por las tardes, Irving nada en la gran alberca del patio de los Arrayanes y allí conoce a la que llegaría a ser emperatriz de Francia. Compostela, arriba, al final del camino francés; Granada, abajo, como meta de la ruta de Washington Irving.

HOMENAJE A WASHINGTON IRVING.-


LA LEYENDA DEL ASTRÓLOGO ÁRABE.-
En tiempos antiguos, hace ya muchos siglos, había un rey moro llamado Aben-Habuz, que gobernaba el reino de Granada. Era un guerrillero ya retirado, es decir, que habiendo llevado en sus días juveniles una vida continuadamente entregada al pillaje y a la pelea, por haberse hecho débil y achacoso, anhelaba ya tan sólo la quietud y deseaba a toda costa vivir en paz con sus enemigos, durmiendo sobre los laureles y gozando tranquilamente la posesión de los Estados que había usurpado a sus vecinos. Sucedió, sin embargo, que este razonable, pacífico y viejo monarca tuvo, a pesar suyo, que luchar con algunos jóvenes príncipes, ansiosos de pelear y alcanzar renombre, y enteramente dispuestos a pedirle estrecha cuenta de sus usurpaciones. Ciertos territorios lejanos del reino, a los cuales trató cruelmente en los días de su mayor pujanza, se sintieron fuertes y con ánimos para sublevarse cuando le vieron achacoso, amenazando atacarle dentro de su misma capital. Viéndose, pues, rodeado de descontentos, y con el grave inconveniente de la posición topográfica de Granada, circundada de agrestes y escabrosas montañas que ocultan la aproximación de los enemigos, el infortunado Aben-Habuz vivió constantemente alarmado y vigilante, sin saber por qué lado se romperían las hostilidades. De nada sirvió el que levantase atalayas en las montañas y acantonara guardias en todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y levantar humaredas de día si veían aproximarse algún enemigo; pues sus astutos contrarios, burlando todas estas precauciones, solían asomarse por algún oculto desfiladero, y asolaban el país en las mismas barbas del monarca, retirándose después cargados de prisioneros y de botín a las montañas. ¿Hubo nunca conquistador ya retirado y pacífico que se viese como él reducido a tan dura condición? Cuando Aben-Habuz se hallaba contristado por estos tormentos y molestias llegó a su corte un antiguo médico árabe, cuya nevada barba le llegaba a la cintura; pero el cual, a pesar de sus señales evidentes de larga longevidad, había ido peregrinando a pie desde Egipto hasta Granada, sin otra ayuda que su báculo cubierto de jeroglíficos. Venía precedido de la aureola de la fama: se llamaba Ibrahim Eben Abu Ajib y se le creía contemporáneo de Mahoma, pues era hijo de Abu Ajib, el último compañero del Profeta. Cuando niño, siguió al ejército conquistador de Amrou al Egipto, y en aquel país habitó durante muchos años, estudiando las ciencias ocultas, y en particular la magia, con los sacerdotes egipcios. Se decía también que había encontrado el secreto de prolongar la vida, y que por este medio había llegado a la larga edad de más de dos siglos; pero como no descubrió este secreto hasta muy entrado en años, sólo consiguió perpetuar sus canas y sus arrugas. Este extraordinario anciano fue bien recibido del monarca, el cual, como la mayor parte de los reyes octogenarios, comenzó a hacer a los médicos sus favoritos. Quiso instalarlo en su palacio, pero el astrólogo prefirió una cueva que había en la falda de la colina que dominaba a Granada, y que es la misma sobre la cual se halla la Alhambra. Hizo ensanchar la caverna de tal modo que formaba un espacioso y vasto salón, con un agujero circular en el techo, que parecía un pozo, por el cual miraba el firmamento y observaba las estrellas, aun en medio del día. También cubrió las paredes del salón con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos y figuras de estrellas con sus constelaciones, y proveyó su vivienda de instrumentos fabricados bajo su dirección por los más hábiles artistas de Granada, pero cuyas ocultas propiedades eran de él solamente conocidas. En muy poco tiempo llegó a ser el sabio Ibrahim el consejero favorito del rey, el cual le consultaba cuando se veía en alguna tribulación. Estando una vez Aben-Habuz lamentando la injusticia de sus convecinos y quejándose de la perpetua vigilancia que se veía obligado a observar para guardarse de sus invasiones, el astrólogo, luego que aquél concluyó de hablar, permaneció un rato en silencio, y le dijo después:
- Sabe, ¡oh rey!, que cuando yo estaba en Egipto vi. una gran maravilla inventada por una sacerdotisa pagana de la antigüedad. En una montaña que domina la ciudad de Borsa, y mirando al gran valle del Nilo, había una figura que representaba un carnero y encima de él un gallo, ambos fundidos en bronce y dispuestos de manera que giraban sobre un eje. Cuando el país estaba amenazado por alguna invasión, el carnero señalaba en dirección del enemigo y el gallo cantaba, y de este modo presentían el peligro los habitantes de la ciudad y conocían la dirección de donde venía, pudiendo prepararse con tiempo para defenderse.
- ¡Gran Dios! -exclamó el atribulado Aben-Habuz -. ¡Qué tesoro sería para mí un carnero semejante, que me hiciese la misma señal en medio de esas montañas que me rodean, y un gallo como aquél que cantase cuando se acercara el peligro! ¡Allah Akbar! ¡Y qué tranquilo dormiría en mi palacio con tales centinelas en lo alto de mi torre! El astrólogo esperó por un momento a que concluyese sus exclamaciones el rey, y continuó:
-Después que el virtuoso Amrou (¡cuyos restos descansen en paz!) concluyó la conquista de Egipto, permanecí algún tiempo entre los ancianos sacerdotes de aquel país, estudiando los ritos y ceremonias de aquellos idólatras, procurando instruirme en las ciencias ocultas, por cuyo conocimiento alcanzaron aquéllos tanto renombre. Estando sentado cierto día a orillas del Nilo conversando con un venerable sacerdote, me señaló las enormes pirámides que se levantan como montañas en medio del desierto: «Todo lo que te podemos enseñar -me dijo- no es nada comparado con la ciencia que se encierra en esas portentosas edificaciones. En el centro de la pirámide que está en medio hay una cámara mortuoria en la que se conserva la momia del Gran Sacerdote que contribuyó a levantar esta estupenda construcción, y con él está enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del arte mágico. Este libro le fue dado a Adán después de su caída, y se ha ido heredando de generación en generación hasta el sabio rey Salomón, quien, con su ayuda, construyó el templo de Jerusalén. Cómo vino a poder del que construyó las pirámides, solamente lo sabe Aquél para quien no existen secretos.» Cuando oí estas palabras de labios del sacerdote egipcio mi corazón ardió en deseos de poseer tal libro. Como disponía de un gran número de soldados de nuestro ejército conquistador y de bastantes egipcios, comencé a agujerear la sólida masa de la pirámide, hasta que, después de mucho trabajar, encontré uno de sus pasadizos interiores, siguiendo el cual, e internándome en un confuso laberinto, llegué al corazón de la pirámide, a la misma cámara sepulcral donde yacía desde muchos siglos la momia del Gran Sacerdote. Rompí la caja exterior que lo guardaba, deslié sus muchas fajas y vendajes, y por fin encontré en su seno el precioso libro. Lo cogí con mano trémula y salí presuroso de la pirámide, dejando la momia en su oscuro y tenebroso sepulcro, aguardando allí el día de la resurrección y juicio final.
- ¡Hijo de Abu Ajib! -exclamó Aben-Habuz -, tú eres un gran viajero y has visto cosas maravillosas, pero ¿de qué me sirve, ¡triste de mí!, el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?
- Vas a saberlo, ¡oh rey! Con el estudio que hice de este libro me instruí en todas las artes mágicas, y cuento con la ayuda de un genio para llevar a cabo mis planes. El misterio del talismán de Borsa me es tan conocido, que puedo hacer uno como aquél, y aun con más grandes virtudes.
- ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! -prorrumpió Aben-Habuz -. Más falta me hace ese talismán que todas las atalayas de las montañas y los centinelas de las fronteras. Dame tal salvaguardia y dispón de todas las riquezas de mi tesorería.
El astrólogo se puso inmediatamente a trabajar para satisfacer cumplidamente los deseos del monarca. Levantó una gran torre en lo más alto del palacio real (que estaba entonces situado en la colina del Albaicín), construida con piedras del Egipto, y extraídas -según se cuenta- de una de las pirámides. En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que miraban a todos los puntos del cuadrante, y delante de cada una de éstas colocó unas mesas sobre las cuales se hallaban formados, lo mismo que en un tablero de ajedrez, pequeños ejércitos de caballería e infantería tallados en madera, con la figura del soberano que gobernaba en aquella dirección. En cada una de estas mesas había una pequeña lanza del tamaño de un punzón, y en ellas, grabados, ciertos caracteres caldeos. Este salón estaba siempre cerrado con una puerta de bronce, cuya cerradura era de acero, y la llave la guardaba constantemente el rey. En la parte más alta de la torre colocó una figura de bronce representando a un moro a caballo que giraba sobre un eje, con su escudo en el brazo y su lanza elevada perpendicularmente. La cara de este jinete miraba hacia la ciudad, como si la tuviese custodiando; pero, si se aproximaba algún enemigo, la figura señalaba en aquella dirección y blandía la lanza en ademán de acometer. Cuando el talismán estuvo concluido del todo, Aben-Habuz se impacientaba por experimentar sus virtudes, y deseaba tanto una invasión como antes suspiraba por la tranquilidad. Sus deseos se vieron satisfechos bien pronto, pues cierta mañana temprano el centinela que guardaba la torre trajo al noticia de que el jinete de bronce señalaba hacia la Sierra de Elvira y que su lanza apuntaba directamente hacia el Paso de Lope.
- ¡Que las tropas y tambores toquen a las armas y que toda Granada se ponga a la defensiva! - dijo Aben-Habuz.
- ¡Oh rey! - le contestó el astrólogo-. No alarmes a tu ciudad ni pongas a tus guerreros sobre las armas, pues no necesito de ninguna fuerza para librarte de tus enemigos. Manda que se retiren tus servidores y subamos solos al salón secreto de la torre.
El anciano Aben-Habuz subió la escalera apoyándose en el brazo del centenario Ibrahim Eben Abu Ajib, y abriendo la puerta de bronce penetraron dentro. La ventana que miraba hacia el Paso de Lope estaba abierta.
-Hacia aquella dirección -dijo el astrólogo- está el peligro; acércate, ¡oh rey! y observa el misterio de la mesa.
El rey Aben-Habuz se acercó a lo que parecía un tablero de ajedrez con figuras de madera, y con gran sorpresa suya vio que todas ellas estaban en movimiento: los caballos se espantaban y encabritaban, los guerreros blandían sus armas, y se oía el débil sonido de tambores y trompetas, el choque de armas y el relincho de corceles, pero todo tan apenas perceptible como el zumbido de las abejas o el ruido de los mosquitos al oído del que duerme en el verano tendido a la sombra de un árbol en las horas de calor.
- He aquí, ¡oh rey! -dijo el astrólogo -, la prueba de que tus enemigos están todavía en el campo. Deben estar atravesando aquellas montañas por el Paso de Lope. Si quieres llevar el pánico y la confusión entre ellos y obligarlos a que se retiren sin efusión de sangre, golpea estas figuras con el asta de esta lanza mágica; pero si quieres que haya sangre y carnicería, hiéreles con la punta.
El rostro del pacífico Aben-Habuz se cubrió con un tinte lívido, y, tomando la pequeña lanza con mano temblorosa, se acercó vacilando a la mesa, mostrando con su barba trémula su estado de exaltación:
- ¡Hijo de Abu Ajib! – exclamó -, creo que va a haber alguna sangre.
Así diciendo, hirió con la lanza mágica algunas de las diminutas figuras y tocó a otras con el asta, con lo cual unas cayeron como muertas sobre la mesa, y las demás, volviéndose las unas contra las otras, trabaron una confusa pelea, cuyo resultado fue igual por ambas partes. Costó no poco trabajo al astrólogo el contener la mano de aquel monarca pacífico y oponerse a que exterminase completamente a sus enemigos; por último, pudo conseguir el que se retirase de la torre y que enviase avanzadas por el Paso de Lope. Volvieron aquéllas con la noticia de que un ejército cristiano se había internado por el corazón de la sierra casi hasta Granada, y que había habido entre ellos una desavenencia, haciendo repentinamente armas unos contra los otros, hasta que, después de una gran carnicería, se retiraron a sus fronteras. Aben-Habuz enloqueció de alegría al ver la eficacia de su talismán.
- Al fin – dijo - podré gozar de una vida tranquila, y tendré a todos mis enemigos bajo mi poder. ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! ¿Qué podré otorgarte en premio de una cosa tan maravillosa?
- Las necesidades de un anciano y un filósofo, ¡oh rey! son escasas y bien sencillas; solamente deseo que me proporciones los medios, y con esto sólo me contento, para que pueda poner habitable mi cueva.
- ¡Cuán noble es la templanza del verdadero sabio! -exclamó Aben-Habuz, regocijándose interiormente por tan exigua recompensa.
Llamó, pues, a su tesorero, y le dio orden de entregar a Ibrahim las cantidades necesarias para arreglar y amueblar su cueva. El astrólogo dispuso que abriesen otras varias habitaciones en la roca viva, de modo que formasen piezas contiguas con el salón astrológico, y las decoró y amuebló después con lujosas otomanas y divanes, haciendo cubrir las paredes con ricos tapices de seda de Damasco.
- Yo soy viejo – decía -, y no puedo por más tiempo descansar en un lecho de piedra, y estas húmedas paredes necesitan el que se tapicen.
También se hizo construir baños, con toda clase de perfumes y aceites aromáticos.
- El baño – añadía - es necesario para contrarrestar la rigidez de la edad y devolver al organismo la frescura y flexibilidad que perdió con el estudio.
Mandó colgar por todas las habitaciones infinidad de lámparas de plata y cristal, en las que ardía cierto aceite odorífero preparado con una receta que también encontró en los sepulcros de Egipto. Este aceite era perpetuo y esparcía un resplandor tan dulce como la templada luz del día. «Los rayos del sol -pensaba el astrólogo- son demasiado abrasadores y fuertes para los ojos de un anciano, y la luz de una lámpara es más a propósito para los estudios de un filósofo.» El tesorero del rey Aben-Habuz se lamentaba de las grandes cantidades que se le pedían diariamente para amueblar aquella vivienda y, por último, elevó al rey sus quejas; pero como la palabra real estaba empeñada, se encogió el monarca de hombros, y le dijo:
- No hay más que tener paciencia; este viejo tiene el capricho de habitar en un retiro filosófico como el interior de las Pirámides y las vastas ruinas de Egipto; pero todo tiene su fin en el mundo, y también lo tendrá la decoración de su vivienda.
El rey tenía razón: la vivienda quedó por fin concluida, formando un suntuoso palacio subterráneo.
- Ya estoy contento - dijo Ibrahim Eben Abu Ajib al tesorero -; ahora voy a encerrarme en mi celda para consagrar todo el tiempo al estudio. No deseo ya nada más que una pequeña bagatela para distraerme en los intermedios del trabajo mental.
- ¡Oh sabio Ibrahim! Pide lo que quieras, pues tengo orden de proveerte de todo lo que necesites en tu soledad.
- Me agradaría tener - dijo el filósofo - algunas bailarinas.
- ¡Bailarinas!... - exclamó sorprendido el tesorero.
- Sí, bailarinas - replicó gravemente el sabio -; con unas pocas hay bastante, porque soy viejo, filósofo de costumbres sencillas y hombre contentadizo; pero que sean jóvenes y hermosas, para que pueda recrearme en ellas, pues mirando la juventud y la hermosura se reanima la vejez. Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abu Ajib pasaba la vida hecho un sabio en su vivienda, el pacífico Aben-Habuz libraba prodigiosas campañas simuladas desde su torre. Era muy cómodo para el pacífico anciano el guerrear sin salir de su palacio, entreteniéndose en destruir ejércitos como si fueran enjambres de mosquitos.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su placer y aun escarneció e insultó con mucha frecuencia a sus enemigos para obligarles a que le atacasen; pero aquéllos se hicieron poco a poco prudentes por los continuos descalabros que sufrían, hasta que al fin ninguno se aventuraba a invadir sus territorios. Por espacio de muchos meses permaneció la figura ecuestre de bronce indicando paz y con su lanza elevada a los aires, tanto que el buen anciano monarca comenzó a echar de menos su favorita distracción, agriándose su carácter con la monótona tranquilidad. Al fin, cierto día el guerrero mágico giró de repente, y, bajando su lanza, señaló hacia las montañas de Guadix. Aben-Habuz subió precipitadamente a su torre, pero la mesa mágica, que estaba en aquella dirección, permanecía quieta y no se movía ni un solo guerrero. Sorprendido por este detalle, envió un destacamento de caballería a recorrer las montañas y registrarlas minuciosamente, de cuya comisión volvieron los exploradores a los tres días.
- Hemos registrado todos los pasos de las montañas -le dijeron -, pero no hemos encontrado ni lanzas ni corazas. Todo lo que hemos encontrado durante nuestra exploración ha sido una joven cristiana de singular hermosura, que dormía a la caída de la tarde junto a una fuente, y a la que hemos traído cautiva.
- ¡Una joven de singular hermosura! - exclamó Aben-Habuz con los ojos chispeantes de júbilo -. ¡Qué la conduzcan a mi presencia!
La hermosa joven le fue presentada; iba vestida con el lujo y adorno que se usaba entre los hispano góticos en el tiempo de las conquistas de los árabes; las negras trenzas de sus cabellos estaban entretejidas con sartas de riquísimas perlas, luciendo en su frente joyas que rivalizaban con la hermosura de sus ojos, pendiendo de su cuello una cadena de oro que terminaba en una lira de plata. El brillo de sus negros y refulgentes ojos fueron chispas de fuego para el viejo Aben-Habuz, cuyo corazón era aún susceptible de enardecerse. La gentileza de aquel talle le hizo perder el seso, y, frenético y fuera de sí, le preguntó:
- ¡Oh hermosísima mujer! ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
- Soy hija de un príncipe cristiano, dueño y señor ayer de su reino y hoy reducido al cautiverio después de haber sido sus ejércitos aniquilados como por arte mágica.
- Cuidado, ¡oh rey! - dijo interrumpiéndola Ibrahim Eben Abu Ajib -, que esta joven parece ser una de esas hechiceras del Norte, de que todos tenemos noticias, que suelen tomar formas seductoras para engañar a los incautos. Me parece que adivino sus maleficios en los ojos y en sus ademanes; éste es, sin duda, el enemigo que indicaba el talismán.
- ¡Hijo de Abu Ajib - replicó el rey -, tú serás muy sabio y muy previsor en todo lo que me ocurra; no lo niego; pero no eres muy experto en asuntos de mujeres! En esa ciencia me las apuesto con todo el mundo, aun con el sapientísimo rey Salomón con todas sus mujeres y concubinas. Respecto a esta joven, no veo en ella nada maléfico: es hermosa en verdad y mis ojos encuentran suma complacencia recreándose en sus encantos.
- Escucha, ¡oh rey! -le dijo el astrólogo-: te he proporcionado muchas victorias por medio de mi mágico talismán, pero nunca he participado del botín; dame, pues, en buena hora esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira de plata. Si es (como sospecho) una hechicera, yo le proporcionaré un antídoto contra sus maleficios.
- ¡Cómo!... ¿Más mujeres? -le contestó Aben-Habuz -. ¿No tienes ya bastantes bailarinas para que te diviertan?
- Sí; tengo bastantes bailarinas, es cierto; pero no tengo ninguna cantora. Me agradaría tener mis ratos de música, que me solazasen e hiciesen descansar mi imaginación cuando está fatigada por el estudio.
- ¡Vete al diablo con tus peticiones! - exclamó el rey, agotada ya su paciencia-. Esta joven la tengo destinada para mí. Siento tanto deleite con ella como David, padre del sabio Salomón, con la compañía de Abisag la sulamita.
Los reiterados ruegos e insistencias del astrólogo agriaron más la terminante negativa del monarca, separándose ambos muy despechados. El sabio se retiró a su cueva para devorar el desaire, no sin que antes de irse le aconsejara repetidas veces al rey que no se fiase de su peligrosa cautiva; pero ¿dónde se ha visto viejo enamorado que oiga consejos? Aben-Habuz dio rienda suelta a su pasión, y todos sus cuidados consistían en hacerse amable a los ojos de la gótica beldad; y, aunque no tenía juventud que le hiciese simpático, era poderoso, y los amantes viejos son generalmente generosos. Revolvió el Zacatín de Granada comprando los más preciados productos orientales: sedas, alhajas, piedras preciosas, exquisitos perfumes, cuanto el Asia y el África producen de espléndido y rico, otro tanto le regaló a la hermosa cautiva. También inventó mil clases de espectáculos y festines para divertirla conciertos, bailes, torneos, corridas de toros; Granada en aquella época ofrecía una perpetua diversión. La princesa cristiana miraba todo este esplendor sin asombrarse, como si estuviese acostumbrada a la pompa y magnificencia, y recibía todos los obsequios como un homenaje debido a su rango, o más bien a su hermosura, pues estaba más pagada de su belleza que de su elevada posición. Había más: parecía complacerse secretamente en incitar al monarca a que hiciese dispendios que mermasen su tesoro, estimando su extravagante generosidad como la cosa más baladí del mundo. A pesar de la constancia y esplendidez del viejo amante, nunca pudo éste vanagloriarse de haber interesado su corazón; y si bien ella jamás le puso mal semblante, tampoco le sonreía, y cuando él le declaraba su amorosa pasión, ella le correspondía tocando su lira de plata. Había, sin duda alguna, cierta magia en los acordes de aquella lira, pues instantáneamente producían un efecto letal en el anciano; un sopor irresistible se empezaba a apoderar de él, y concluía por quedar sumido en él profundamente; mas cuando despertaba, se encontraba extraordinariamente ágil y curado para tiempo de sus amores. Esto le contrariaba sobremanera, aunque sus letargos iban acompañados de plácidos ensueños, pues sus sentidos se iban embotando; y, por otro lado, mientras el regio amante pasaba todos los días en este estado de estupor e imbecilidad, en Granada se censuraban sus chocheces, creciendo cada día más las quejas y rumores del pueblo por las prodigalidades y despilfarros que le costaban las fatales canciones de aquella favorita. Entretanto, los peligros arreciaban, y contra ellos el famoso talismán llegó a ser ineficaz. Estalló una insurrección en la misma capital; el palacio de Aben-Habuz fue asediado por la muchedumbre armada, resuelta a atentar contra su vida y contra la de la funesta cristiana favorecida. El apagado espíritu guerrero renació súbitamente en el pecho del monarca, y poniéndose a la cabeza de sus guardias, hizo una salida y dispersó briosamente a los insurrectos, con lo que ahogó la sublevación en su origen. Cuando se restableció la calma, buscó al astrólogo, que aún continuaba retraído en su cueva, devorando el amargo recuerdo de su negativa. Aben-Habuz se le acercó en tono conciliador y le dijo:
- ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! Bien me anunciaste los peligros de la bella cautiva; dime, tú que evitas el peligro con tanta facilidad, qué debo hacer para librarme de él en adelante.
- Abandona inmediatamente a la joven infiel, que es la causa de todo.
- ¡Antes dejaría mi reino! - dijo con firmeza Aben-Habuz.
- Estás en peligro de perder lo uno y lo otro - le replicó el astrólogo.
- No seas duro y desconfiado, ¡oh profundísimo filósofo! Considera la doble aflicción de un monarca y un amante, y excogita algún medio para librarme de los desastres que me amenazan. Nada me importa ya la grandeza ni el poder; solamente anhelo el descanso, y quisiera encontrar algún tranquilo retiro donde huyera del mundo, de los cuidados, de las pompas y desengaños, y donde dedicara mis últimos días a la tranquilidad y al amor.
El astrólogo lo miró por unos momentos, frunciendo sus pobladas cejas.
- ¿Y qué me darías si te proporcionara el retiro que deseas?
- Tú mismo elegirás la recompensa, y, si está en mi mano, la tienes concedida por quien soy.
- ¿Has oído, ¡oh rey!, hablar alguna vez del jardín del Irán, admiración de la Arabia Feliz?
- He oído hablar de ese jardín, que se cita en el Corán en el capítulo titulado La aurora del día. He oído también contar cosas maravillosas de ese jardín a los peregrinos que vienen de la Meca; pero las creo fabulosas como muchas de las que cuentan los viajeros que han visitado remotos países.
- No desacredites, ¡oh rey!, las narraciones de los viajeros - dijo gravemente el astrólogo -, porque encierran preciosos conocimientos traídos desde los confines de la tierra. Todo cuanto se dice del palacio y del jardín del Irán es cierto; yo mismo lo he visto con mis propios ojos. Escucha lo que a mí me sucedió, que en ello encontrarás cosa parecida a la que tú deseas.
- En mi juventud, cuando yo no era más que un pobre árabe errante del desierto, cuidaba de los camellos de mi padre. Atravesando cierto día el desierto de Adén, uno de ellos se me separó de la caravana y se perdió. Yo lo busqué durante algunos días, pero todo fue inútil, hasta que, ya rendido, me tendí una tarde bajo una palmera, junto a un pozo ya casi del todo seco. Cuando desperté me encontré a las puertas de una ciudad; entré en ella y vi que había suntuosas calles, plazas y mercados; pero todo en silencio y sin habitantes. Anduve errante hasta que descubrí un suntuoso palacio, y en él un jardín adornado de fuentes y estanques, alamedas y flores, y árboles cargados de delicadas frutas; pero no se veía allí alma viviente. Sobrecogido por tanta soledad, me apresuré a salir, y, cuando iba por la puerta de la ciudad, volví la vista hacia el mismo sitio, pero ya no vi nada más que el silencioso desierto que se extendía ante mi vista. Por aquellos alrededores me encontré con un anciano derviche, muy versado en las tradiciones y secretos de aquel país, y le conté extensamente cuanto me había sucedido. «Ése, es -me dijo- el famoso jardín del Irán, una de las portentosas maravillas del desierto. Sólo aparece raras veces a algún que otro viajero como tú, fascinándole con el panorama de sus torres, palacios y cercas de jardines poblados de árboles cargados de exquisitas frutas que se desvanecen después, no quedando otra cosa que el solitario desierto. El origen de este jardín fue que en tiempos pasados, cuando este país estuvo habitado por los Additas, el rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, fundó aquí una rica ciudad. Cuando estuvo concluida y vio su magnificencia, se enorgulleció su corazón, y determinó edificar un palacio con jardines que rivalizasen con los del paraíso celestial que describe el Corán; pero la maldición de Allah cayó sobre él por su presunción. Él y sus vasallos fueron aniquilados, y su espléndida ciudad con el palacio y los jardines quedaron encantados para siempre y ocultos a la vista de los humanos, excepción hecha de alguna que otra vez en que suelen verse, para que quede perpetuo recuerdo a los hombres de su pecado». Esta historia, ¡oh rey!, y las maravillas que vi, quedaron tan impresas en mi imaginación, que, cuando estuve en Egipto algunos años después y poseía el libro del sabio Salomón, determiné volver a visitar el jardín del Irán. Lo hallé, en efecto, con ayuda de mi ciencia, y tomé posesión del palacio de Sheddad, permaneciendo algunos días en aquella especie de paraíso. El genio que guardaba aquellos sitios, obediente a mi mágico poder, me reveló el encantamiento con cuya ayuda se construyó aquel jardín, qué poder se había conjurado contra su existencia y por qué había quedado invisible. Un palacio y un jardín como éste, ¡oh rey!, puedo construirte aquí mismo, en la montaña que domina la ciudad. ¿No conozco todos los secretos de la magia? ¿No poseo el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?
- ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! - exclamó Aben-Habuz, frenético de ansiedad -. ¡Tú eres un gran viajero que ha visto y estudiado cosas maravillosas! Hazme un palacio como ése y pídeme lo que quieras, aunque sea la mitad de mi reino.
- ¡Bah!... - replicó el astrólogo -; ya sabes que soy un viejo filósofo que me contento con poca cosa. La única recompensa que te pido es: que me regales la primera bestia, con su correspondiente carga, que entre por el mágico pórtico del palacio.
El monarca aceptó con júbilo tan modesta condición, y el astrólogo comenzó su obra. En la cumbre de la colina, y por cima precisamente de su cueva subterránea, hizo construir un gran atrio o barbacana, en el centro de una inexpugnable torre. Había primero un vestíbulo o porche exterior, y dentro el atrio, guardado con macizas puertas. Sobre la clave del portal esculpió el astrólogo con su propia mano una gran llave; y en la otra clave del arco exterior del vestíbulo, que es más alto que el del portal, grabó una gigantesca mano. Estos signos eran poderosos talismanes, ante los cuales pronunció ciertas palabras en una lengua desconocida. Cuando esta obra estuvo concluida del todo se encerró por dos días en su salón astrológico, ocupándose en secretos encantamientos, y al tercero subió a la colina, pasando el día en ella. A horas bastante avanzadas de la noche se retiró de allí y se presentó a Aben-Habuz, diciéndole:
- Al fin, ¡oh rey!, he llevado a cabo mi obra. En lo alto de la colina hay el palacio más delicioso que jamás pudo concebir la mente humana ni desear el corazón del hombre. Está formado de suntuosos salones y galerías, de deliciosos jardines, frescas fuentes y perfumados baños; en una palabra, toda la montaña se ha convertido en un paraíso. Está protegido, como el jardín del Irán, por poderosos encantamientos que lo ocultan a la vista y pesquisas de los mortales, excepto a la de aquellos que poseen el secreto de su talismán.
-¡Basta! -exclamó Aben-Habuz alborozado -. Mañana al amanecer subiremos a tomar posesión.
El dichoso monarca durmió muy poco aquella noche. Apenas los primeros rayos del sol empezaron a iluminar los nevados picos de Sierra Nevada cuando montó a caballo, acompañado de algunos fieles servidores, y subió el estrecho y pendiente camino que conducía a lo alto de la colina. A su lado, y en un blanco palafrén, cabalgaba la princesa hispano goda, resplandeciendo su vestido de pedrería y pendiente de su cuello la lira de plata. El astrólogo caminaba a pie al otro lado del rey, apoyándose en su báculo sembrado de jeroglíficos, pues nunca montaba ninguna cabalgadura. Aben-Habuz quiso contemplar las torres del palacio brillando por encima del mismo, y los abovedados terrados de los jardines extendiéndose por las alturas, pero no veía nada.
- Éste es el misterio y la salvaguardia del palacio -dijo el astrólogo-; nada se divisa hasta que se pasa el umbral del vestíbulo encantado y se entra dentro de él.
Cuando llegaron a la barbacana se detuvo el astrólogo y señaló al rey la mágica mano y la llave grabada sobre el portal y sobre el arco.
- Estos son - le dijo - los amuletos que guardan la entrada de este paraíso. Hasta que aquella mano se baje y coja la llave no habrá poder mortal ni mágico artificio que pueda causar daño al señor de estas montañas.
Aben-Habuz hallábase embobado y absorto de admiración ante aquellos mágicos talismanes, cuando el palafrén de la princesa avanzó algunos pasos y penetró en el vestíbulo hasta el mismo centro de la barbacana.
- He aquí - gritó el astrólogo - la recompensa que me prometiste: la primera bestia con su carga que entrase por la puerta mágica.
Aben-Habuz se sonrió, creyendo que hablaba en broma el viejo astrólogo; pero, cuando comprendió que lo decía formalmente, tembló de indignación su blanca barba.
- ¡Hijo de Abu Ajib! - le replicó airado- ¿qué engaño es éste? Bien sabes el significado de mi promesa: la primera bestia con su carga que entre en este portal. Toma la mula más resistente de mis caballerizas, cárgala con los objetos preciosos de mi tesoro, y es tuya; pero no intentes llevarte a esa cautiva, delicias de mi corazón.
- ¿Para qué quiero las riquezas? - le contestó el astrólogo con menosprecio -; ¿no tengo el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón, y por medio de él puedo disponer de los secretos tesoros de la tierra? La princesa me pertenece por derecho; la palabra real está empeñada, y yo reclamo la joven como cosa mía.
La princesa observaba desdeñosamente desde el palafrén, sonriéndose al ver la disputa de aquellos dos vejetes sobre la posesión de su juventud y hermosura. La cólera del monarca pudo más que su discreción, y le dijo:
-¡Miserable hijo del desierto! Tú serás sabio en todas las artes, pero es menester que me reconozcas por tu señor, y no pretendas jugar con tu rey.
- ¡Mi señor!... ¡Mi señor!... - añadió sarcásticamente el astrólogo -. ¡El monarca de un montecillo de tierra pretende dictar leyes al que posee los secretos de Salomón! Pásalo bien, Aben-Habuz; gobierna tus estadillos y disfruta en ese paraíso de locos, que yo, entretanto, me reiré a costa tuya en mi filosófico retiro.
Esto diciendo, cogió la brida del palafrén y, golpeando la tierra con su báculo, se hundió con la hermosa princesa en el centro de la barbacana. Cerrose a seguida la tierra, no quedando huella de la abertura por donde habían desaparecido. Aben-Habuz quedó mudo de asombro durante un gran rato; pero, desaturdiéndose después, ordenó que cavasen mil trabajadores con picos y azadones en el sitio por donde había desaparecido el astrólogo; pero por más que pretendían cavar todo era inútil, el seno de la montaña se resistía a sus esfuerzos, y cuando profundizaban un poco, la tierra se cerraba de nuevo. En vano también buscó la entrada de la cueva que conducía al palacio subterráneo del astrólogo, al pie de la colina, pues nada se encontró. Donde antes había una caverna no se veía ya sino la sólida superficie de una dura roca; al desaparecer Ibrahim Eben Abu Ajib concluyó la virtud de su talismán: el jinete de bronce quedó fijo con la cara vuelta a la colina y señalando con su lanza el sitio por donde el astrólogo desapareció, como si se ocultase allí algún mortal enemigo de Aben-Hamuz. De vez en cuando se oía débilmente el sonido de un instrumento y los acentos de una voz femenina en el interior de la montaña. Cierto día trajo noticia al rey un campesino de que en la noche anterior había encontrado un agujero en la roca, por el cual se metió hasta llegar a un salón subterráneo, donde vio al astrólogo recostado en un espléndido diván, dormitando a los acordes de la lira argentina de la princesa, que parecía ejercer mágico influjo sobre sus sentidos. Aben-Habuz buscó el agujero de la roca, pero ya se había cerrado. Intentó por segunda vez desenterrar a su rival, pero todo fue inútil, pues el encantamiento de la mano y la llave era poderosísimo para que los hombres pudiesen contrarrestarlo. En cuanto a la cumbre de la montaña, permaneció en adelante yermo y escabroso el sitio que debió ocupar el palacio y el jardín, y el prometido paraíso quedó oculto a la mirada de los mortales por arte mágica, o fue una fábula del astrólogo. La gente opta crédulamente por esto último, y unos lo llaman «La locura del rey», y otros «El paraíso de los locos». Para colmo de las desdichas de Aben-Habuz, los enemigos circunvecinos a quienes había provocado y escarnecido a su gusto mientras poseyó el secreto del mágico talismán, al saber que ya no estaba protegido por ninguna influencia mágica, invadieron su territorio por todas partes, y el resto de su vida lo pasó el mal aventurado monarca atormentado por alborotos y disturbios. En fin: Aben-Habuz murió, y lo enterraron ha ya luengos siglos. La Alhambra se construyó después sobre esta célebre colina, realizándose en gran parte los portentos fabulosos del jardín del Irán. La encantada barbacana existe todavía, protegida, sin duda, por la mágica mano y por la llave, formando actualmente la Puerta de la Justicia, que constituye la entrada principal de la fortaleza. Bajo esta puerta -según se dice- permanece todavía el viejo astrólogo en su salón subterráneo, dormitando en su diván, arrullado por los acordes de la lira de plata de la encantadora princesa. Los centinelas inválidos que hacen la guardia en la puerta suelen oír en las noches de verano el eco de una música, e, influidos por su soporífico poder, se quedan dormidos tranquilamente en sus puestos; y es más: se hace en aquel sitio tan fuertemente irresistible el sueño, que aun aquellos que vigilan de día se quedan dulcemente dormidos en los bancos, siendo, en suma, aquel sitio la fortaleza militar de toda la cristiandad en que más se duerme. Todo lo cual -según cuentan las antiguas leyendas- seguirá ocurriendo de siglo en siglo, y la princesa continuará cautiva en poder del astrólogo, y éste, asimismo, permanecerá en su sueño mágico hasta el día del juicio final, a menos que la histórica mano empuñe la llave y deshaga el encantamiento de esta colina.

LA CASA DEL GALLO DEL VIENTO.-


Tendría yo unos diez años, cuando un día se presentó mi padre con un libro “Los Cuentos de la Alhambra”. Me anunciaba un próximo viaje a Granada y el libro era “para que me fuese preparando”. Mi tío abuelo materno, Pedro, era por entonces Capitán de la IX Región Militar – también amigo de solteros de mi padre - y el viaje respondía a una invitación suya. La Alhambra estaba en obras y cerrada al público. El parentesco nos permitía a mi padre y a mí, pasear en la más absoluta soledad, por el Palacio y los jardines del Generalife – donde continuaba corriendo el agua, a pesar de las obras - durante la hora de la comida de los obreros: una experiencia única e inolvidable. Ahora, cedo la palabra a mi muy admirado Irving.
En la cúspide de la elevada colina del Albaicín, que es la parte más alta de la ciudad de Granada, existen los restos de lo que era antes un palacio real, fundado poco después de la conquista de España por los árabes, y convertido hoy en humilde fábrica. Esta regia morada ha caído en tal olvido, que me costó gran trabajo descubrirla, a pesar de la ayuda del sagaz y sabelotodo de Mateo Jiménez. Este edificio conserva todavía el nombre especial con que se viene conociendo durante muchos siglos, de La Casa del Gallo de Viento. Se llamó así por una figura de bronce que representaba un guerrero a caballo armado de lanza y adarga, sobre una de sus torres, y girando en forma de veleta hacia donde soplaba el viento, con una leyenda en árabe, que vertida en romance castellano decía de esta manera:

Dice el sabio Aben-Abuz
Que así se defiende el andaluz.


Este Aben-Habuz - según las crónicas moriscas - fue un capitán del invasor ejército de Tarik, a quien dejó aquél de alcaide de Granada. Se cree que colocó aquella figura guerrera para recordar constantemente a los habitantes musulmanes que estaban rodeados de enemigos, y que su salvación dependía solamente de vivir siempre prevenidos para su defensa y prontos a salir al campo de batalla.
Las tradiciones cuentan, sin embargo, una historia bastante diferente acerca de este Aben-Habuz y de su palacio, y afirman que la figura de bronce era antiguamente un talismán de gran virtud, aunque en época posterior perdió sus mágicas propiedades, degenerando en una simple veleta. La siguiente leyenda - la del astrólogo árabe - explica el origen de La Casa del Gallo de Viento.

11 mayo, 2006

LA FAMILIA MEYRICK.-


El clima y los iconoclastas.-
Una familia protestante pasa una temporada en Málaga. «El carácter de los naturales de aquí es de lo más agradable. Nunca debería confundirse la seriedad castellana con lo divertido de un andaluz. Estos son como niños: alegres, amistosos y corteses. Cantan y bailan si tienen dos perras en sus bolsillos ¿Para qué trabajar? Como me decía un laborioso escocés: “Disfrutan diez veces más que nosotros”...». «Estamos un 12 de diciembre con las ventanas abiertas y un termómetro que no baja de los 65 ó 66 grados Fahrenheit. Me cuesta creer que exista este clima ...». «Salimos a cubierta y nos encontramos con el que barco estaba anclado en la bahía de Málaga. La ciudad presenta un excelente aspecto desde el mar. Yace protegida a ambos lados por elevadas colinas y montañas. La Catedral se levanta grandiosa aunque inacabada. Sonaban alborozadas las campanas de las iglesias, pero el ambiente no era el que estamos acostumbrados a presenciar un día de domingo en Inglaterra: no sólo las tiendas estaban abiertas, sino también los zapateros y los sastres trabajaban. Nuestra residencia es la Fonda, situada en la Alameda o paseo. Todas las ciudades españolas tienen su alameda. Esta es soberbia». Un «refinado entretenimiento» para una tarde de domingo: corrida de vacas con mujeres picadores: «No me refiero a una corrida de toros sino de vacas. Es una diversión en la que los picadores son mujeres. La mujer aparece montada en un burro con una pica, y a horcajadas como un hombre. Luego se suelta la vaca en el ruedo. La consecuencia es que el asno, perseguido por la vaca, le presenta a ésta su parte trasera. Los cuernos han sido manipulados, para que no puedan herir y asno y jinete son empujados hasta la saciedad. Para hacer más interesante la celebración, los jinetes son jóvenes negras (¿?). Aunque no es muy corriente, lo cierto es que constituye un entretenimiento refinado para ocupar la tarde del domingo».
En la tierra de María Santísima. «Hallo algo envidiable y placentero en el carácter de la gente de Málaga. Al contrario que en nuestro país, nadie parece necesitar nada (....) Hasta ahora, no he dicho nada de lo que más me disgusta: la adoración de la Virgen. En mi opinión lo destroza todo. «Las iglesias están llenas de sus imágenes, que son como grotescas muñecas, absurdamente vestidas. Están cubiertas de flores y se les da más relieve que al crucifijo. Me refirió un clérigo de Gibraltar que, en los últimos años, desgraciadamente, esta práctica de las imágenes se ha extendió mucho allí». «Me parece ahora que de toda España, Málaga es el lugar menos religioso y Sevilla el que más. A pesar de que esta última suele ser muy frecuentada por un gran concurso de visitantes, siempre ofrece un aspecto tranquilo, pacífico y además religioso»

WILLIAM JACOB EN GUERRA.-


Un inglés en la Andalucía del general Castaños.

Llegada a Cádiz en 1809: Primer encuentro con el olor a ajo y aceite: «Tras haber pasado por los registros y haber logrado resignarme en parte con los nauseabundos olores del aceite y el ajo, quedé gratamente sorprendido por la extraordinaria escena a mi alrededor; casi pude imaginarme que había caído de repente desde las nubes en medio de una amplia mascarada. La variedad de vestidos y personajes, la muchedumbre, la altura y la limpia apariencia externa de las casas con los visillos corridos de un lado hacia otro, y los estrechísimos extremos de sus calles la hacía parecer aún más bella, con sus balcones de sobresalientes rejas pintadas o doradas. Todo me produjo unas emociones que nunca antes experimenté». «Las mejores casas tienen suelo de ladrillo y escalera de piedra o mármol. Como las ventanas generalmente miran hacia el patio, son privadas y están retiradas; y bajo la casa hay un aljibe que en las estaciones de lluvias se llena con agua. Cada hogar es como un castillo, separado y capaz de mantener una defensa militar». «Las calles de esta ciudad están bien pavimentadas, lo que en cierta medida posiblemente responda al hecho de que apenas hay carruajes que puedan destruir el pavimento. Los coches no se utilizan y la mayoría de las calles son demasiado estrechas para admitirlos».
Seis meses en 57 cartas. Willian Jacob, político y comerciante, vino a Andalucía en plena Guerra de la Independencia. Peor aún, vino cuando las cosas marchaban francamente mal en esa guerra en la que su país, Inglaterra sería nuestro principal aliado. Jacob visita una Andalucía que está siendo conquistada por los ejércitos de Napoleón y que odia fervientemente a los franceses a la vez que confía en el poderío británico para deshacerse de ellos. Jacob escribe a su familia largas misivas en las que les relata con todos los pormenores lo que ve, lo que siente y lo que piensa sobre los españoles. Estas cartas son, a su vuelta a Inglaterra, revisadas y pulidas para su publicación. Pese a ello conservan, en la traducción y edición de Rocío Plaza Orellana, la frescura de lo inmediato, la versatilidad de la mudanza de los sentimientos y el paulatino acercamiento del autor a los andaluces, a los que poco a poco va entendiendo en sus virtudes y sus defectos. De hecho, cuando publica sus cartas, ya de vuelta en Londres, William Jacob las acompaña de un prólogo absolutamente comprometido y solidario con los españoles y sus intereses en el conflicto armado. Y ello pese a que cuando este viajero abandonó Andalucía todo hacía pensar en el fracaso español ante el ejército de Napoleón. De todas formas, Jacob, aún cuando habla de la guerra y recoge las preocupaciones políticas de su época, dedica, si cabe, más lugar en sus cartas a las gentes de Andalucía. Tal como dice en su introducción Plaza Orellana, Jacob aporta una visión diferente: «Los labriegos, muleros, soldados españoles y británicos, oficiales de ambos cuerpos, mujeres y niños de todos los rincones de Andalucía aparecen retratados en primer plano».
Del General Castaños, un gadita de Algeciras, un “especial” por tanto, se cuenta que, tras ganar en Bailén, su adversario el también General Dupont, se acercó a él para ofrecerle su espada – según le dijo - “vencedora en cien batallas”. Castaños, según dicen y cuentan, le contestó: “Pues lo que son las cosas, mi General, yo, sin embargo, es la primera que gano”.

GEORGE BORROW.-


«Don Jorgito, el inglés».-

Córdoba, impresionado por la mezquita – catedral. «He dicho que Córdoba no cuenta con edificios notables salvo su catedral. Sin embargo este lugar de adoración es tal vez el más extraordinario de todo el mundo (...) Tal como está ahora el templo parece pertenecer en parte a mahometanos y en parte a nazarenos. Y aunque esta mezcolanza de sólida arquitectura gótica y el luminoso y delicado estilo árabe produce un efecto algo caprichoso no deja de ser un edificio suntuoso y muy apto para suscitar sentimientos de temor y veneración en el ánimo de quienes penetran en su recinto».
Triana, barrio de gitanos. «A la derecha del río hay un extenso arrabal llamado Triana que comunica con Sevilla mediante un puente de botes porque no existe un puente permanente sobre el Guadalquivir debido a las violentas inundaciones a las que se ve sometido. Este barrio lo habita la hez del populacho, predominando sobre todo el elemento gitano». Poca lectura y malas perspectivas para la difusión bíblica. «Entablé conversación con varios individuos a los que encontré muy ignorantes. Ninguno sabía leer ni escribir y sus ideas respecto a la religión eran totalmente insatisfactorias, rayanas en una absoluta indiferencia. Luego entré en una librería e hice algunas preguntas respecto a la demanda de libros, la cual según me informaron era escasa. Saqué una edición londinense del Nuevo Testamento en español y pregunté al librero si creía que un libro de tal índole se vendería en Cádiz, Dijo que tanto la impresión como el papel eran extraordinarios, pero que era una obra poco solicitada y casi desconocida».
Carmona, ciudad mora. «La primera noche dormimos en Carmona, otra ciudad mora a siete leguas de Sevilla. Por la mañana temprano reemprendimos la marcha. Tal vez en toda España no exista monumento árabe tan bello como el lado oriental de esa ciudad de Carmona que ocupa la cima de un elevado promontorio y domina una extensa vega que se extiende durante varias leguas, yerma y sin cultivar, que sólo produce carrasco y maleza».
Despeñaperros, cueva de bandidos. «Dejando a nuestra derecha las montañas de Jaén pasamos por Andujar y Bailén y al tercer día llegamos a Sierra Morena, habitada por los descendientes de los colonos alemanes. A dos leguas de ese lugar entramos en el desfiladero de Despeñaperros, que incluso en tiempos de paz tiene mala fama debido a los asaltos que constantemente ocurren en sus entrañas y en la época a la que me refiero se decía que estaba infestado de bandidos. Temíamos ser atacados y que tal vez nos despojaran y maltrataran, pero la Providencia nos favoreció»
George Borrow nació en East Dereham (Inglaterra) el 5 de julio de 1803. Hijo de un militar, pasó su infancia en diversas poblaciones de Escocia e Inglaterra debido a las continuas mudanzas propias de la profesión del padre. En 1810 conoció a Ambrosio Smith, el gitano que marcaría en Borrow una huella imperecedera. Como unos nuevos Jonatán y David, George y Ambrosio se juraron amistad perpetua. En 1818 los encontramos de nuevo juntos y, esta vez, Borrow decide marcharse con él a un campamento de gitanos, donde aprendería sus costumbres y la lengua romaní. Extraordinariamente dotado para los idiomas aprendió galés, danés, hebreo, árabe y armenio. Algunos de los libros favoritos de Borrow ya muestran su inclinación aventurera y nada estática: Gil Blas, el Peregrino de Bunyan y Robinson Crusoe. Muerto su padre, Borrow marcha con 21 años a Londres con la esperanza de publicar los trabajos de traducción literaria que ha hecho. Sin embargo, la realidad le fue hostil, aparte de ser una etapa de su vida de profunda crisis espiritual. Volvió a encontrarse con Ambrosio Smith y se fue a vivir en hermandad con los gitanos, poniendo herraduras a los caballos. En una montura recorre buena parte de Inglaterra en busca de aventuras. El gran cambio en la vida de Borrow sobrevino en 1833, cuando inducido por un pastor que conocía sus dotes para los idiomas, solicita empleo en la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. La primera solicitud de ingreso no satisfizo del todo a sus futuros jefes debido a una frase ambigua para describir su vocación. En la segunda solicitud Borrow pareció ser más explícito, convenciendo al comité encargado de hacer la decisión. Su primer destino como representante de la Sociedad Bíblica fue Rusia. Allí colaboró en la trascripción y colación del manuscrito del Nuevo Testamento traducido al manchú y en su impresión. También tradujo al ruso unas homilías de la Iglesia anglicana y dos colecciones de poesía inglesa. En octubre de 1835 vuelve a Inglaterra y la Sociedad Bíblica le envía a Lisboa con el propósito de difundir la Biblia en Portugal. Este destino va a marcar la vida de Borrow en una manera que nadie sospechaba.

ALEJANDRO DUMAS NOS VISITA.-


Una visión «fashionable».-
Alejandro Dumas y cuatro «mosqueteros» más, atraviesan la Península; su destino es Cádiz. Un viaje que da para jugosas experiencias: «Cádiz es la hija dorada del sol, su ojo de fuego la cubre con sus rayos más ardientes; de manera que la ciudad entera parece estar dentro de la luz. Solo tres tonalidades capturan la vista en este momento: el azul del cielo, el blanco de las casas y el verde de las celosías. ¡Pero qué azul, qué blanco, qué verde! (...) Pero lo que vine a buscar a Cádiz, como a Nápoles, es ese cielo azul, ese mar azul, ese aire límpido y ese hálito de amor que corre en el aire. A uno le gusta Cádiz sin saber qué es lo que le gusta de Cádiz».
«Jaén es una enorme montaña, parda como la piel de un león. El sol le ha dado al devorarla ese tinte ahumado sobre el cual desatan sus caprichosos zigzag las antiguas murallas moriscas». «La Cristina es el paseo “fashionable” de Sevilla, sus Tullerías, o mejor, sus Campos Elíseos (...) Cabos de soga enrollados en postes y que arden eternamente indican hasta qué punto el cigarro y el cigarrillo son un objeto de primera necesidad». «Ah, los pies de las andaluzas. Todavía no le he hablado de ellos, es que, en realidad, no existe. A cambio, las andaluzas hablan mucho de los pies franceses e ingleses. No hay broma que no se haya hecho sobre los zapatos de nuestras mujeres. Con ellos se confeccionan barcos en los que las familias enteras de andaluces descienden el Guadalquivir de Sevilla hasta Cádiz (...) ¡y con que aplomo las sevillanas caminan sobre esos picecitos! Agregaré: ¡y sobre qué empedrado!»Las tribulaciones de un gourmet: «¡Las hermosas olivas que se cosechan en Sevilla, ¡pero qué malvada forma de prepararlas tienen! (...) He creído morder, al probar la primera, un pedazo de cuero (...) Yo no conocía más que dos cosas por las cuales nunca pude superar mi repugnancia: las habas de huerta y los macarrones. El capítulo de mis antipatías se enriqueció hoy con un nuevo artículo y ese artículo son las olivas de Sevilla». «En Andalucía, las mesas son taburetes un poco menos altos que los taburetes normales. El andaluz en el año de gracia de 1846 y en el año de la Hégira de 1262, sigue siendo tan árabe como un árabe. El andaluz no come, pues, sobre una mesa sino sobre un taburete. Cuando se quiere comer sobre ese taburete, hay que sentarse en el suelo. Si a toda costa se quiere comer a la francesa, hay que sentarse sobre el taburete y comer sobre una silla o sobre las rodillas»
«Si alguna vez viaja por España, madame, donde el aceite es imposible y el vinagre inexistente, le recomiendo las ensaladas sin aceite y sin vinagre. Las ensaladas sin aceite y sin vinagre se preparan con huevos y con limón. Ahora bien, en España hay por todas partes buenos huevos y excelentes limones. He sido yo quien inventó esta ensalada y espero darle mi nombre».