15 mayo, 2006

LA TRAGEDIA DEL “GUADALETE” II.-



Las últimas horas. Al doblar Punta Almina, el comandante ordenó poner rumbo al 168 para pasar a unas tres millas de Cabo Negro y, aunque el buque tomaba muy mal la mar, decidió mantenerlo hasta la medianoche en que, a la vista de que viento refrescaba, ordenó el 115 para dirigirse a fondear en la Bahía de Alhucemas al resguardo del temporal que se avecinaba. A 0310, el Jefe de Máquinas subió al puente diciendo que no podía limpiar cenizas en la caldera de popa ya que al encontrarse la puerta del cenicero a barlovento entraba agua en cuanto trataban de abrirla. Se quejaba también de que el carbón era prácticamente tierra, lo que exigía limpiar constantemente los ceniceros, en vista de lo cual el comandante ordenó un rumbo cómodo que permitiera limpiar cenizas en ambas calderas. El buque arrumbó entonces al 073 y se facilitó al Jefe de Máquinas gente de cubierta que ayudara en la limpieza de ceniceros, sin menoscabo del personal fogonero, imprescindible en calderas en aquellos momentos. A 0650 los taquímetros de máquinas descendieron hasta las 90 revoluciones, incapaces de mantener las 120 que exigía la velocidad económica. El Jefe de Máquinas fue requerido en el puente e insistió en la malísima calidad del carbón, informando que difícilmente se podría conseguir un régimen por encima de las 100 revoluciones. A la vista de tan inquietante informe, y del descenso imparable del barómetro, el comandante se reunió en la derrota con su segundo estudiando la posibilidad de dar la vuelta ya que las distancias de 90 millas a Cala Tramontana, en Tres Forcas, y de 60 a la Bahía de Alhucemas parecían insuperables dada la situación.
La media hora siguiente transcurre en el intento infructuoso de establecer comunicaciones con tierra. En esos momentos el comandante ya había tomado la decisión de regresar y a 0720 intentó la ciaboga aprovechando un momento de calma. En un principio el barco pareció responder pero quedó atravesado a la mar incapaz de completar la maniobra. Para entonces las olas ya barrían la cubierta del buque y seguramente la angustia comenzaba a alojarse en los corazones de muchos de los hombres de su dotación. El comandante decidió entonces jugárselo todo a una carta, que ya no podía ser otra que la de dar la vuelta a cualquier precio y correr el temporal en demanda del Estrecho. Para ello pidió al Jefe de Máquinas levantar presión a toda costa, sin embargo, la respuesta de éste no mejoraba el panorama al informar que el carbón estaba muy mojado por el agua que por defecto de frisado entraba a buen caudal por las carboneras, habiéndolo convertido en una pasta incombustible. A pesar de todo, a 0910 el comandante consiguió, con enormes esfuerzos de máquina y timón, virar el barco que pasó a navegar al 280 tomando la mar de popa. La navegación mejoró sensiblemente, pero requería mucha atención, ya que la más mínima guiñada llevaba el barco a atravesarse a la mar y obligaba a constantes cambios de régimen de revoluciones, e incluso en muchas ocasiones a parar la máquina de sotavento. Para ello el AN. Miranda debía emplearse en el acústico de máquinas, ya que el telégrafo de babor se había venido abajo. Mientras tanto el segundo animaba incansable al exhausto personal de máquinas y al que en cubierta desafiaba infatigable a las olas arrojando aceite por la borda. A partir de 0945 la situación se complicó notablemente al comenzar a fallar el servomotor, lo que ocasionaba que la caña se agarrotara a intervalos cada vez menores. Como al mismo tiempo el compartimento del servo tenía grandes y peligrosos escapes de vapor, no se podía gobernar el barco desde allí, lo que obligaba a seguir haciéndolo desde el puente, a pesar de que el vaivén de las revoluciones era tremendo pues oscilaban a escasísimos intervalos entre las 0 y las 150. En ese momento las comunicaciones con tierra suponían una complicación añadida. Los enormes balances así como las bruscas variaciones de la dirección de la proa hacían inútil la recepción con el gonio, sin embargo, sí se podía trasmitir desde el buque y así se hizo, recibiéndose en Ceuta su señal al 090 de Punta Almina. El buque se encontraba entonces perfectamente alineado con viento y mar de popa. En aquellos momentos los responsables del Guadalete vieron un rayo de esperanza, si el barco aguantaba podrían llegar al centro del Estrecho y desde allí, bien con un poco de presión, bien con el remolque de algún buque, se podían alcanzar los resguardos de Ceuta o Gibraltar. Hacia las 1100, navegando al 290, el comandante se vio obligado a tomar una decisión importante al comunicarle el segundo que el agua entraba a raudales por el costado de estribor y que la caldera de popa se estaba inundando. En esas condiciones el comandante decidió poner rumbo al oeste, para proteger su flanco débil, pero el barco comenzó otra vez a hacerse ingobernable por lo que decidió volver al rumbo primitivo ya que el 270 no le ofrecía garantías de rebasar Punta Almina y podía arrojarle a la costa, llena de bajos, con escasa capacidad para gobernarlos. En esas condiciones las máquinas continuaban dando un servicio irregular y el timón agarrotándose periódicamente, hasta que, repentinamente, ambos fallos se presentaron al mismo tiempo y el buque, dando una enorme guiñada, quedó de nuevo atravesado a la mar. Las máquinas se detuvieron y los compartimentos del servomotor y del pañol de rastras comenzaron a inundarse peligrosamente, pues las tapas de las escotillas no eran estancas. Se procuró entonces achicar con una bomba eléctrica que daba muy poca capacidad, pero había agua también en las calderas, sobre todo en la de popa, y entraba a borbotones en las carboneras, bien por las puertas estancas de cubierta, bien por los atmosféricos que quedaban bajo el agua acumulada en cubierta.
Arengados por el segundo comandante la dotación se multiplicaba ajena al cansancio y sin mostrar la más mínima señal de miedo o indisciplina. Continuamente se les cambiaba de trabajo ordenándoseles acudir a los sitios de mayor urgencia sin que en ningún momento llegaran a perder la confianza en sus mandos. En circunstancias tan difíciles, se mantuvo la capa de 1115 a 1415 con el apoyo cada vez más esporádico de la máquina. Hacia las 1310, un serviola comunicó la presencia de un barco de guerra que el comandante reconoció como una corbeta que venía del Estrecho. Este barco misterioso, que nunca se identificó, comenzó a hacer señales con el proyector a las que contestó el Guadalete haciéndole notar repetidas veces que se encontraban en situación comprometida y que necesitaban remolque. Este buque se mantuvo en las proximidades por espacio de más de una hora sin dar señal de inteligencia al socorro solicitado ni hacer intento de prestar auxilio, sencillamente desapareció de la misma forma que había aparecido. La posibilidad apuntada en el Cuaderno de Bitácora del Guadalete de que pudiera haberse tratado de un buque británico se apoya más en la suposición del oficial de Guardia, por la derrota que parecía traer el buque, directamente de Gibraltar, que en otros hechos de mayor consistencia, ya que nunca se pudo distinguir su nombre ni su bandera. Hacia las 1415 el comandante se ve de nuevo en la tesitura de tomar una decisión difícil. Poco después de incomunicar la caldera de popa donde el agua lamía ya los hornos y de cerrar sus puertas y válvulas estancas, el buque volvió a quedarse sin presión debido a la cantidad de cenizas que se acumulaban en los hornos por lo que el jefe propuso como única solución detener las máquinas durante una hora y acometer con todo el personal posible una limpieza a fondo de hornos y parrillas, para a continuación volver a encender con carbón escogido y tratar de levantar presión. El comandante decidió aceptar el riesgo y detuvo las máquinas, ordenando además prepararse para quemar bancos y mesas de madera de forma que una vez limpias las calderas se pudiera levantar presión cuanto antes, ayudando al encendido con gas oil aún a riesgo de provocar un incendio. Con las máquinas paradas el barco se atravesó de nuevo a la mar, pero los embates parecían menos violentos, lo que significaba otro rayo de esperanza; si se superaba la crisis el buque podría contar con una buena propulsión para salvar los escollos que pudieran presentarse en las proximidades de la costa. Mientras unos se afanaban en la limpieza de ceniceros de la caldera de proa y otros trataban de achicar el agua en la de popa, en el palo se izaban las bolas de buque sin gobierno. En ese momento desapareció el misterioso buque de guerra que se había mantenido en sus proximidades. Comandante y segundo se miran a los ojos, no hubo comentarios, ambos intuían que con ese barco escapaban sus últimas posibilidades, pero prefirieron mantener ocupada a la dotación en espera de acontecimientos. Mientras tanto los jóvenes marineros, sin una mala cara, de manera disciplinada y con el agua hasta el pecho, trataban de achicar calderas entre bromas y chistes. Pasados 40 minutos avisaron de máquinas que ya había presión, pero se estimaba que no duraría más de media hora porque el carbón estaba completamente empapado y hecho una pasta. Por otra parte, el nivel de agua en la caldera de popa, a pesar de los esfuerzos, continuaba aumentando peligrosamente. De nuevo el comandante se vio obligado a tomar una decisión difícil en cuanto al empleo de esa media hora. Finalmente y tras consultar con sus oficiales, decidió arrumbar para embocar el Estrecho para lo que ordenó poner 150 revoluciones en la máquina de babor y un rumbo 290, comenzando de nuevo a correr el temporal.
Durante la corrida, a 1512, se avistó un mercante al que se hicieron angustiosas señales de proyector haciéndole ver que necesitaban urgentemente remolque, a lo que contestó el mercante preguntando si tenían permiso del armador para semejante solicitud. Naturalmente desde el Guadalete se contestó que sí, solo para ver como el mercante les ponía la popa y desaparecía haciendo oídos sordos a sus desesperadas llamadas de socorro. A 1535 se pararon otra vez las máquinas, informando el jefe que en calderas el agua alcanzaba ya los hornos haciendo inútil cualquier esfuerzo de la agotada dotación, inmediatamente el barco volvió a atravesarse a la mar. Para entonces la cubierta acumulaba ya toneladas de agua, el servo y la dinamo principal habían dejado de funcionar quedando como único apoyo el grupo de emergencia Diesel que apenas daba potencia para mantener la radio y algo de luz, pero entonces comenzó a cortocircuitarse el cuadro principal por lo que el comandante ordenó cortar corriente a los compartimentos no esenciales y cerrar puertas estancas, incomunicándose de esta forma todos los servicios. El buque estaba irremisiblemente perdido y el comandante era consciente de ello, por lo que ordenó agrupar a todo el personal en cubierta al resguardo de la mar y con los chalecos salvavidas puestos, ordenando también subir chalecos para el personal de puente y radio que se mantenían en sus puestos. En este punto el comandante recriminó al timonel por no llevar puesto el chaleco. Cuando se le informó que no había chalecos para todos se quitó el suyo entregándoselo al timonel, ejemplo que fue seguido por el resto de oficiales que entregaron los suyos a otros marineros.
Con el buque atravesado a la mar y escorado unos 30 grados, se inician una serie de violentos balances que consiguieron destrincar el bote a motor y sacarlo de sus calzos cayendo inutilizado sobre cubierta, mientras un golpe de mar se llevaba también el chinchorro (que más tarde encontraría el Císcar). En ese momento el comandante ordenó al contramaestre que preparara las balsas para echarlas al agua y que rompiese a golpe de mandarria cuanta madera útil quedara aún a bordo que pudiera servir para ayudarles a mantenerse a flote sobre un mar que les echaba encima por momentos. El contramaestre cumplió sus órdenes con gran riesgo de su vida pues el lugar donde ubicaban las balsas estaba batido violentamente por la mar, consiguió además reunir junto a la chimenea todos los enjaretados de duchas y retretes, los tableros de los planeros del puente y todas las sillas de madera. A todo esto, el comandante se mantenía en contacto radio con el Guadalhorce, que, ya en la mar, les alentaba al tiempo que reclamaba su posición, lo que para entonces parecía ya completamente imposible de obtener, aunque la visión por unos instantes de un monte, que les pareció Punta Europa, les permitió situar al buque a unas 10 o 15 millas de ese promontorio. Además en ese mismo momento el suboficial radio consiguió poner en marcha el TRN - 50, dando al Guadalhorce la marcación gonio que venía pidiendo y, sin interrupción, comenzó a lanzar al éter la señal de socorro hasta que se le tuvo sacar del compartimento radio a la fuerza, cuando ya el buque comenzaba a hundirse. Mientras tanto la dotación, que se mantenía en el alerón de babor esperando órdenes, veía como la mar enfurecida se llevaba una de las balsas que fue imposible recuperar. Debían de tener miedo, pero las palabras de ánimo del comandante, oficiales y suboficiales bastaban por el momento para mantenerlos serenos. Hubo algunos casos de histeria, pero, mientras el comandante mantenía las últimas comunicaciones radio, el segundo animaba a los más débiles a resistir la tentación de arrojarse al agua, haciéndoles ver que mientras pudieran, era mucho mejor mantenerse sobre cubierta que peleando contra las frías y agitadas aguas. A partir de aquí se pierden las referencias horarias, aunque el hundimiento definitivo se apunta sobre poco antes de las seis, en ese momento la escora alcanzaba ya los 50 grados y el agua comenzaba a lamer el alerón de estribor…
Abandono de buque. Ocurrió justo cuando el comandante ordenaba al Jefe de Máquinas, un hombre de 55 años que no sabía nadar, que se pusiera el chaleco salvavidas y se fuera al alerón con un grupo de fogoneros y el suboficial torpedista con los que seguía tratando de salvar el buque. En ese momento varios golpes de mar escoraron aún más al Guadalete haciéndole alcanzar los 70 grados de inclinación. El alerón de estribor quedaba ya enteramente dentro del agua que comenzaba a penetrar en el puente, por lo que el comandante gritó al suboficial radio que se reuniera en el alerón de babor con el resto de la gente antes de ordenar abandono de buque.

LA TRAGEDIA DEL “GUADALETE” I.-

ANTECEDENTES.
Con un movimiento ágil el comandante estiró el brazo izquierdo para permitir a su reloj asomar por debajo de la bocamanga del uniforme. La luz roja del planero se reflejó en sus galones de teniente de navío instantes antes de alumbrar su reloj de pulsera que le indicó que faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Fue solo un gesto, pero al segundo comandante le bastó una mirada para interpretarlo, dirigiéndose con decisión hasta el micrófono del altavoz de órdenes generales para difundir por el barco la voz de babor y estribor de guardia. En sus alojamientos, el personal esperaba la orden y no tardaron en ocupar sus puestos para otra salida a la mar. Uno a uno habían ido llegando a bordo solo unas horas antes. Los rostros serios, apenas un movimiento de cabeza al centinela que hacía el punto en tierra apoyado sobre su mosquetón, y otro más disciplinado al suboficial de guardia que a bordo controlaba el embarque de la dotación, para pasar cuanto antes la novedad al segundo. No se trataba de una misión complicada, una vigilancia rutinaria sobre la costa norte de África que les habría de llevar desde el puerto de Ceuta, que se aprestaban a abandonar, hasta el de Melilla, unas 120 millas a levante. Las campanas de la catedral de Nuestra Señora de África se dejaron oír con claridad y su eco aún rebotaba entre las murallas de la ciudad cuando se recibía a bordo la última estacha. Poco a poco, el Guadalete fue despegándose del muelle para iniciar su última singladura. En el puente, el AN. Miranda se hacía cargo de la guardia mientras los hombres se desperdigaban por el barco tratando de adaptarse a las suyas. A su lado, el TN. González de Aldama, comandante del buque, forzaba la vista más allá del cabo de Punta Almina tratando de imaginar lo que les esperaba superado el placentero resguardo que les proporcionaba aquel trozo de tierra. Hacía apenas tres semanas que había tomado el mando del buque y aunque le tranquilizaba el impecable estado en que lo había recibido, lo mismo que el excelente sentido de la disciplina que tanto su segundo, el AN. Moreno, como el comandante saliente habían inculcado en la dotación, se sentía algo intranquilo por el descenso del barómetro que venía observando desde hacía algunas horas. Siempre a su lado, el segundo percibía y compartía la preocupación de su comandante. Embutido en su chaquetón de mar, sabía que aquella marejada y aquel viento fresco de levante no le eran nuevos al buque, sin embargo, comprendía la lógica preocupación que la responsabilidad hacía sentir a su recién estrenado comandante y procuraba con su presencia hacerle llegar fielmente el calor que le hiciera sentir más relajado. Superado el cabo de Punta Almina, el comandante sintió que la mar aumentaba sensiblemente, pero ordenó al AN. Miranda hacer un rumbo casi al sur para barajar la costa conforme a las órdenes recibidas, sintiendo inmediatamente que el barco navegaba muy mal por recibir la mar casi de través. Volviéndose pidió a su repostero que le subiera el chaquetón de mar que recibió a los pocos segundos. Poco después de ponérselo comenzó a sentirse cómodo al calor del abrigo, lo que le proporcionó cierta sensación de bienestar que duró lo que tardó la ola siguiente en devolverle a la realidad de la mar. Definitivamente aquella iba a ser una noche larga, pensó con una sonrisa recordando tantas y tantas noches de insomnio imponiendo su experiencia a la dureza de los elementos. Lo que no pudo imaginar entonces fue que aquella sería la última singladura del barco, ni tampoco quizás que en las próximas horas tendría que enfrentarse a la más amarga de las experiencias que la mar reserva a los hombres que la navegan.
LA POSGUERRA.
Apenas a una semana de celebrar los 15 años de la tan anhelada paz, el país comenzaba a sacudirse de las secuelas de una guerra demasiado dura y cruel. Después de un largo período de ostracismo, los Estados Unidos se acercaban a España sabedores de la importancia estratégica de nuestro país con vistas a un hipotético conflicto con la Unión Soviética cada vez más probable. El día 24 de marzo, mientras el Guadalete daba comienzo a su última singladura, llegaban a Sevilla los coroneles de aviación Iglesias y Jiménez para dar mayor brillantez a los actos conmemorativos del aniversario del vuelo trasatlántico que 25 años atrás había unido la capital Hispalense con la ciudad brasileña de Salvador de Bahía. La gesta era muy parecida a la realizada algunos años antes por el Plus Ultra, pero había una diferencia que la prensa resaltaba orgullosamente en grandes titulares y es que el Jesús del Gran Poder había sido construido íntegramente por la industria nacional. También ese mismo día se recibían en Talavera los seis primeros aviones a chorro, pilar de la futura escuela de reactores del Ejército del Aire. La apertura era un hecho y los días tristes poco más que un vago recuerdo. En la Armada también se vivían momentos de euforia pues, entre otros importantes avances, se acababan de recibir los primeros helicópteros con los que se buscaba volver a despegar en pos de la gloria que los marinos ya conocían desde los tiempos de la aeronáutica, tan injusta y tristemente condenada a desaparecer. Para completar el cuadro del paroxismo nacional, ese mismo día 24, zarpaba del puerto de Odessa el buque Semíramis – una historia que también merece ser contada - en el que 286 veteranos de la División Azul regresaban a sus casas tras largo y desgraciado cautiverio en las frías estepas rusas. Como quiera que por aquellas fechas en España no se conocían los televisores y dado que los rusos se habían negado sistemáticamente a facilitar información sobre las identidades de los prisioneros liberados, es fácil aventurar la fascinación que la radio debía causar en los españoles, ya que cada enlace con el Duque de Hernani, Presidente de la Cruz Roja Española y que navegaba a bordo de la motonave como delegado del gobierno, se convertía en un serial lacrimógeno seguido con inusitado interés y es que fue a través de las ondas como la mayor parte de las familias conocieron el regreso de unos seres queridos a los que en la mayoría de los casos habían dado por muertos.
Por eso, y aunque la Armada se volcó en el tratamiento de los supervivientes y en el de las familias de los muertos y desaparecidos del Guadalete, la noticia de su hundimiento no tuvo quizá la trascendencia merecida en la prensa. El luto era un lastre que ya nadie quería por lo que puede decirse que, finalizados los actos fúnebres, la vorágine de noticias se tragó literalmente la tragedia del Guadalete, sobre todo cuando, tratando sin éxito de hacerlo coincidir con el aniversario de la Victoria, el Semíramis llegaba el día dos de abril al puerto de Barcelona en medio del fervor enloquecido de los catalanes y de tantos españoles llegados a la ciudad Condal desde los más remotos lugares de nuestra geografía. Mientras tanto, ajenos a esta parafernalia, los 78 marinos del Guadalete se aprestaban a vivir las últimas horas del buque y, en muchos casos, también de sus vidas.
Viví – a mis diez años - la tragedia desde bastante cerca. Mi padre me había alertado y vimos con los prismáticos, pasar al buque delante de nosotros entre la bruma de los aguaceros de un día de levante muy fuerte, propio del equinoccio de primavera – la “levantera” de San José, quince días antes, quince después – que se repite, año a año en las mismas fechas. Recuerdo a mi padre mostrar su desacuerdo ante el hecho de que el buque zarpase y, también, que nos desplazamos aquella mañana - creo que de domingo - desde Ceuta hasta Punta Cires para seguir, desde más cerca, las vicisitudes del barco. Recuerdo al dragaminas, cavitando – hélice al aire – casi detenido, con un viento de todos los demonios, intentando, desesperadamente, evitar ponerse de través al viento, sin fuerza suficiente en las máquinas, para vencer aquellas condiciones de la mar. Y recuerdo haber quedado muy impresionado por la tragedia. Pocos días después, me llevaban a Barcelona a recibir al “Semíramis”, hasta la bandera de héroes, el momento público más emocionante que he vivido, y la tragedia pasó a segundo plano. Mi tío abuelo Pedro, antiguo Coronel del Regimiento 262 en Rusia, lloraba – todo un General de División, ex Comandante de la VI Bandera, llorando - al volver a ver a sus subordinados tantos años prisioneros del comunismo. ¡Que bonito ver vibrar a una España sensible!
EL GUADALETE.
Una de las conclusiones de la Guerra Civil en materia naval fue la necesidad de disponer de unidades especializadas en el rastreo y limpieza de minas, tarea asignada con escaso éxito durante la contienda a pesqueros y embarcaciones deportivas. Fueron precisamente las siete unidades de la clase Bidasoa, entre las que se contó el Guadalete, las primeras con que contó la Armada dedicadas a este específico menester. El diseño era el Minensuchboote alemán del que la Kriegsmarine encargó 236 unidades ya en plena Guerra Mundial. España construyó 14 de estos buques, en dos series y con alguna modificación. En principio el proyecto fue ofrecido a la industria privada, pero no se encontró ninguna firma que se comprometiese a los pliegos de calidades y sobre todo a los plazos de entrega, aunque estos también eran sistemáticamente incumplidos por la industria estatal. En cualquier caso el pedido terminó encargándose a la Factoría de BAZAN en Cartagena, aunque más adelante la de Ferrol se hizo cargo del Tambre y del Guadalete. que besaban finalmente las frías aguas atlánticas el 18 de octubre de 1944. Un poco antes, en junio de ese mismo año, se bautizaba a la serie con nombres de ríos de nuestra geografía, y ya desde el principio se hicieron patentes diversas deficiencias achacables a la mala construcción, lo que obligó a duplicar los presupuestos para obras de modificación, que si bien eliminaron o redujeron los defectos, produjeron también un incremento notorio de pesos en todas las unidades, fundamentalmente debido a la poca calidad de los materiales empleados. El producto final fue un dragaminas de 585 toneladas, construido en su totalidad en hierro remachado que presentaba una proa recta y algo lanzada, con ligero arrufo y formas marineras. El castillo se extendía hasta los dos tercios de su eslora, dejando la toldilla ocupada por una pieza de artillería, los paravanes y la maniobra de equipos de rastreo. La estructura del buque era del tipo transversal con 10 compartimentos estancos. La propulsión corría a cuenta de dos calderas Yarrow que quemaban carbón – seña inequívoca de diseño antiguo para un buque de guerra de su época - con tiro forzado para alcanzar una potencia máxima de 2400 caballos a 240 revoluciones. La artillería del diseño original fue sustituida por un cañón de 88 mm., un montaje sencillo de 37/80 y dos ametralladoras de 20 mm. Completaba el pertrechado del buque un equipo de botes formado por uno a motor de 8 metros de eslora, un chinchorro de 5 y una pareja de balsas salvavidas, insuficientes todos para los 90 hombres que habrían de constituir su dotación teórica.En cualquier caso cuando quedó alistada la primera serie, bautizada oficialmente como clase Bidasoa y conocida popularmente como los dragaminas del Báltico, estaba ya muy desfasada, al carecer de equipos modernos debido al colapso alemán, sobre todo para minas magnéticas, ya que sus cascos de acero constituían un excelente polo de atracción para esas mortíferas armas. Durante muchos años se trató de cambiar los insuficientes paravanes por rastras Oropesa, algo que no se alcanzó hasta los convenios hispano-americanos del 53. Proyectados para las tranquilas aguas del Báltico, los Bidasoa, no estaban en absoluto preparados para los agitados mares que bañan nuestras costas, presentando además cierta tendencia a hocicar de proa. Su escaso francobordo les hacía embarcar mucha agua a poco que se levantase la mar. Si a esto añadimos que habían sido diseñados para quemar el excelente carbón alemán de la cuenca del Rhur en lugar del nacional de mediana calidad, y que en aquella época la Armada se las veía y se las deseaba para encontrar personal de máquinas capacitado, ya que para entonces la maquinaria diesel había desplazado prácticamente a la propulsión a vapor en las flotas pesqueras y mercante, puede adivinarse que el final del Guadalete no puede achacarse en exclusiva a la mala suerte o a un temporal más o menos intenso.

LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA IV.-


COMIENZA LA BATALLA.- Cuando amaneció, los dos ejércitos estaban formados frente a frente a una cierta distancia. En la vanguardia del cristiano, capitaneando sus tropas de choque, don Diego López de Haro escuchaba esta advertencia de labios de su hijo: "Padre, que lo hagáis de modo que no me llamen hijo de traidor y que recuperéis la honra perdida en Alarcos". A lo que el viejo guerrero respondió: "Os llamaran hijo de puta, pero no hijo de traidor". (Lo decía don Diego porque su esposa era de costumbres libres y lo había abandonado.) Don Lope prometió a su padre: "Seréis guardado por mi como nunca lo fue padre de hijo, y en el nombre de Dios entremos en batalla cuando queráis". La caballería cristiana capitaneada por don Diego cargó por la pendiente de la Mesa del Rey abajo al encuentro enemigo. El terreno era difícil, cubierto de monte bajo, arbolado y tajado por un barranco. Al choque, las avanzadas musulmanas se deshicieron y dispersaron como si huyeran, sin dejar ni un muerto en el campo, y los cristianos prosiguieron su galopada en busca del blanco firme que se ofrecía en los altozanos contiguos, donde estaba apostada una muchedumbre. Allí se produjeron los primeros choques pero los atacantes atravesaron esta segunda línea sin mayor dificultad y todavía les quedó impulso para arremeter contra el grueso del ejército almohade. El terreno favorecía a los musulmanes, que estaban en alto. Los cristianos llegaban a ellos cansados por la cabalgata y desorganizados por los previos encuentros. Por otra parte, las tropas que los esperaban eran de mejor calidad que las de vanguardia. No sólo rechazaron el ataque fácilmente sino que contraatacaron pendiente abajo con gran grita y ruido de los tambores de la zaga y obligaron a los cristianos a ceder terreno. Las tropas de los concejos comenzaron a desmayar, la situación no podía sostenerse ni siquiera con los refuerzos que llegaban de la segunda línea de los cruzados. Fatalmente la vanguardia cristiana se había desorganizado y desmoronado ante el empuje almohade. Hasta este punto todo parecía desarrollarse con arreglo a la estrategia musulmana. Desde su puesto en la tercera línea, el rey Alfonso VIII contemplaba, entre la polvareda lejana, la retirada de las banderas de sus tropas. Creyó distinguir entre ellas el pendón de don Diego López de Haro y volviéndose al arzobispo de Toledo que a su vera estaba, comentó con disgusto: "Mirad como vuelve la seña de don Diego" Andrés Roca, ciudadano del concejo de Medina del Campo, escuchó lo que el rey decía y le replicó: "Cierto no es aquella la seña de don Diego, mas mirad adelante y veréis vuestra seña y don Diego con la suya. Los que huyen los villanos somos, que los hidalgos no, que aquella que huye la seña es de Madrid". Por menospreciarlos ante el rey con estas palabras, los aludidos asesinarían luego a Andrés Roca. Don Diego y los suyos se mantenían a pie firme sin ceder terreno, pero era evidente que las dos primeras líneas cristianas, asaltadas desde mejores posiciones por los veteranos almohades y penetradas y envueltas por caballería ligera del enemigo, se hallaban en desesperada situación, desorganizadas y al borde del colapso. Además, ofrecían un blanco casi inmóvil a los arqueros y hondero se Al-Nasir. Estaba claro que las fuerzas cristianas en liza no podrían, por si solas, salvar la situación. Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo resultado dependía la suerte de la jornada. Según la crónica, el rey dijo al arzobispo de Toledo: "Arzobispo, vos y yo aquí muramos". Y sin más plática cargaron al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban batallando en la ladera del palenque del Miramamolin. Al propio tiempo, sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y Navarra.
LA CARGA DE LOS TRES REYES. Tal como se había planteado el encuentro del lado cristiano, esta carga tenía que ser la última y decisiva. De que fuese capaz de perforar todo el dispositivo almohade dependía la suerte final de la batalla. Si era frenada y perdía su conexión hasta verse infiltrada y desorganizada por los elementos ligeros musulmanes, como había ocurrido con los destacamentos precedentes, era seguro que la nueva derrota dejaría en mantillas al desastre de Alarcos. Los historiadores cristianos rodean la acción de Alfonso VIII de una aureola de heroísmo, como si en el supremo instante su decisión y valentía personal hubiesen salvado una batalla que estaba perdida. En realidad, como estamos viendo, la batalla no estaba decidida sino que iba discurriendo, por uno y otro bando, con arreglo a planes preconcebidos y cuidadosamente ejecutados. Los cruzados jugaban su última carta que era la carga definitiva de cuyo éxito todo dependía. A esta oponían los musulmanes la resistencia pasiva pero formidable de una de las fortificaciones de campaña calculadas para sustituir con ventaja la falta de una caballería pesada. La carga de los tres reyes enfiló su objetivo y cruzó el campo de batalla sin perder cohesión: con su ímpetu inicial apenas mermado llegó al palenque del Miramamolín. De aquel momento supremo y verdaderamente decisivo del combate apenas tenemos noticias fiables. Fuentes tardías sostienen que fue Sancho el Fuerte de Navarra el primero en romper las cadenas y pasar la empalizada, lo que justifica la incorporación de cadenas al escudo de Navarra, pero el caso es que las cadenas y palos ardiendo aparecen en los escudos nobiliarios de muchas casas que podrían blasonar igualmente de la hazaña. Lo más probable es que la empalizada, directamente atacada en toda su extensión, fuese penetrada simultáneamente por vario lugares. Los imesebelen sucumbieron en sus puestos, fieles a su promesa. El degüello dentro de la fortificación del Miramamolín fue terrible. El hacinamiento de defensores y atacantes en este punto y la coincidencia de estar dilucidando la suerte suprema de la batalla, espolearía el desesperado valor de unos y otros. Pero no existía en aquella época ninguna forma humana de detener una carda de caballería pesada cuando se abatía sobre un objetivo fijo y lograba el cuerpo a cuerpo (todavía no se había divulgado en Europa el arco largo galés y las armas de fuego que darán al traste con la caballería en los dos siglos siguientes, como en su momento veremos). En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, principalmente por la vulnerabilidad de sus caballos, no podrían actuar debidamente, cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El ejército de Al-Nasir se desintegró. En la terrible confusión cada cual buscó su propia salvación en la huida.
EL ALCANCE. Lo que sucedió al enfrentamiento no fue menos terrible que el propio combate. El "alcance" que coronaba la batalla medieval dio comienzo. La caballería cristiana, dispersa en pequeños destacamentos, prosiguió su carrera alanceando y derribando a los fugitivos. La cifra de bajas almohades fue tan crecida porque en el alcance perecieron casi tantos hombres como en el combate propiamente dicho. Perseguidos y perseguidores atravesaron el abandonado campamento almohade y prosiguieron hacia el sur. Los fugitivos intentaban refugiarse en la fortaleza de Vilches, la más cercana al lugar de la batalla. Un cronista tardío escribe: "Hallaban a los moros en las encinas y en los alcornoques y allí les daban muchas lanzadas y así los derribaban". Los jefes cristianos habían prohibido, bajo pena de excomunión, dedicarse al saqueo del despojos y el campamento enemigos antes de que los almohades hubiesen sido completamente exterminados. Esta medida estaba plenamente justificada: sabían por experiencia que algunas batallas que parecían ganadas se comprometían o acababan en franca derrota por causa de la codicia de la soldadesca que, creyendo favorablemente decidido el combate, desatendía la lucha por saquear las tiendas de los vencidos. Sofocada toda resistencia almohade, los cruzados se precipitaron sobre el bien abastecido campamento enemigo, ya arrasado y en completa confusión, en busca de objetos valiosos, oro, plata, seda y vestidos, además de armas, caballos y vituallas. De todo hallaron en cantidad -- exagera probablemente el cronista -- que, aunque cada uno tomó lo que quiso, dejaron todavía mas de lo que cogieron. Mientras tanto, el arzobispo de Toledo y los otros obispos y clérigos que acompañaban a la expedición entonaron el Te Deum Laudamus en el mismo campo de batalla, en acción de gracias por la victoria. Antes de que anocheciera, los cristianos levantaron el campamento de la Mesa del Rey y lo trasladaron al emplazamiento donde había estado el campamento almohade. Luego sepultaron a sus muertos. Nadie contó los cadáveres de sarracenos que quedaron en el campo para pasto de alimañas. Los cronistas cristianos cifran los muertos en unos cien mil, lo que parece exagerado. Por el lado cristiano, hablan de veinticinco o treinta muertos, una cifra absolutamente inaceptable que sólo se explica por el deseo de revestir el encuentro con el carisma de lo milagroso. También aseguran que, a pesar de la espantosa carnicería producida, no se encontraron en el campo manchas de sangre. En cuanto al pastor que mostró a los cristianos un paso alternativo del desfiladero de la Losa, aseguran que era un ángel del cielo o San Isidro labrador en persona (otros dicen que era humano y se llamaba Martín Halaja).
A SANGRE Y FUEGO. El ejército cristiano descansó en su nuevo campamento durante dos noches y un día. Durante este tiempo los vencedores alimentaron sus hogueras con lanzas, arcos y flechas almohades recogidos en el campo o en los depósitos capturados. A pesar de ello, sólo se pudieron deshacer de una mínima parte del material disponible. El miércoles 18, los cruzados trasladaron el campamento más al sur probablemente porque, con los valores de julio, la putrefacción de los cadáveres se había acelerado y el hedor llegaba a las tiendas. Algunos destacamentos tomaron los cercanos castillos de Vilches, Baños y Tolosa y degollaron a sus defensores y a los fugitivos de la batalla refugiados en ellos. Las noticias de estas matanzas sembraron el terror en la región. Cuando el ejército cristiano llegó a Baeza, tres días después de la batalla, encontró la ciudad despoblada e excepción de algunos ancianos e impedidos que se habían acogido a la mezquita mayor. Los conquistadores incendiaron el templo con cuanto contenía. Al día siguiente los cruzados cercaron Ubeda, ciudad populosa y bien defendida pero abarrotada de refugiados. Los cristianos dejaron pasar un día sin atacar, escrupulosos observadores del domingo, y el lunes 23 asaltaron las murallas por varios puntos simultáneamente. El Rey de Aragón consiguió desmoronar una torre minando sus cimientos. Los cruzados irrumpieron por la brecha e invadieron la ciudad. Los musulmanes que pudieron se refugiaron tras una segunda línea defensiva que cercaba el barrio alto de la ciudad y ofrecieron a los cristianos comprar la paz y sus vidas mediante fuerte rescate. Los tres reyes accedieron a cambio del pago de un millón de maravedíes en oro, una enorme suma imposible de reunir por los sitiados. Pero estos desgraciados tenían un problema aún mayor: las dignidades eclesiásticas que formaban parte de la expedición y velaban por el cumplimiento de sus ideales de cruzada hicieron saber que los cánones eclesiásticos prohibían todo trato con infieles. Por lo tanto Ubeda fue destruida y su población degollada después de espigar los que valían para esclavos. Con la base del sistema defensivo almohade completamente desmantelada parecía que la conquista del resto de Andalucía era empresa fácil y hacedera. Pero una epidemia de disentería, causada por la falta de higiene y el calor, a la que cabría añadir el agotamiento de la tropa (no sólo de la batalla y los asedios sino también de sus excesos con las moras cautivas), postraron en sus tiendas a gran número de cruzados. Hubo que suspender la expedición. Cubiertos de gloria y cargados de botín, los expedicionarios desandaron lo andado y regresaron a Castilla. La conquista de la fértil Andalucía quedaba aplazada para mejor ocasión, se renunciaba a "la explotación del éxito". Alfonso VIII, embriagado por la gloria de su señalada victoria y cumplidamente vengado de Alarcos, entró triunfalmente en Toledo y derramó bienes y promesas sobre cuantos habían contribuido a la Cruzada. El rey de León, que no sólo no lo había apoyado sino que, aprovechando la escasa guarnición de la frontera castellana, le había tomado algunos lugares, temía que Alfonso VIII cayera sobre él con su victorioso ejército. Pero Alfonso generoso y magnánimo, no sólo le ofreció la paz sino que renunció a sus derechos sobre los lugares en disputa. A Sancho de Navarra, su enconado enemigo, que había asistido a las Navas, también le entregó los castillos y lugares fronterizos que codiciaba. La batalla de las Navas de Tolosa maraca un hito en la historia de España: alejó el peligro de una invasión musulmana de los reinos cristianos y contribuyó, aunque, para algunos, no de modo tan decisivo como se pretende, al desmembramiento y ruina del imperio almohade. Además hizo saltar el cerrojo de la puerta de Andalucía y consolidó la frontera castellana en Sierra Morena facilitando las grandes conquistas castellanas en el siglo XIII. Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo, se encerró en su palacio de Marraquech y se entregó a los placeres y al vino. Murió, quizá envenenado a los dos años escasos de su derrota. Alfonso VIII sólo lo sobrevivió unos meses. Pedro II de Aragón, el rey caballero, pereció al año siguiente en la batalla de Muret, combatiendo a los cruzados que Inocencio III había convocado contra los herejes albigenses (Pedro II estaba auxiliando a su cuñado Raimundo IV de Tolosa), Sancho el Fuerte de Navarra sobrevivió veintidós años a la batalla. Al final de su vida, atacado de alguna especie de neurastenia "a causa de su mucha grossura y de la poca salud que tenía", se recluyó en su palacio de Tudela, donde permaneció encerrado hasta su muerte en 1234.

NOTA. El Castillo de Navas de Tolosa, también conocido como de los Collados o de las Águilas, fue creado por los musulmanes en torno al siglo X para el control de los pasos naturales de Sierra Morena. Conquistado definitivamente por los cristianos durante la Campaña de las Navas de Tolosa (1212), fue desmantelado parcialmente en 1473, tras desaparecer la frontera con el reino nazarí de Granada. De este conjunto fortificado cabe destacar una torre hexagonal de tapial que conserva aproximadamente catorce metros de su altura. En Porcuna hubo un recinto murado y una fortaleza musulmana que la Orden de Calatrava acrecentó tras la conquista cristiana. Estas defensas han desaparecido en gran parte pero la Torre de Boabdil, presunta prisión del último rey de Granada capturado en la batalla de Lucena, es tan imponente que por sí sola merece la visita.

14 mayo, 2006

LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA III.-


EL PASTOR DE LAS NAVAS.- Los cristianos necesitaban un milagro y el milagro ocurrió. Al menos eso sostiene la tradición. Ante Alfonso VIII se presentó un pastor que decía conocer un paso seguro que los almohades no vigilaban. Nada se perdía con probar. Don Diego López de Haro y un destacamento de exploradores acompañaron al rústico que los llevó primero hacia el oeste y luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto del Fraile. Así fueron a salir, esquivando los relieves más comprometidos de aquellas montañas, a la explanada de la Mesa del Rey, donde se establecieron. Don Diego López de Haro comunicó al rey que el paso del pastor era perfecto, justamente lo que necesitaban. En cuanto amaneció el día siguiente, el grueso del ejército levantó el campamento y fue a acampar en la Mesa del Rey. Por fin se encontraban los dos inmensos ejércitos frente a frente sin obstáculo natural que los separase. Perdida su ventaja inicial, Al-Nasir decidió plantear la batalla lo antes posible para evitar que los cansados cristianos y sus caballos se repusieran de las fatigas de la caminata. Formó pues a su ejército en orden de combate, se situó favorablemente sobre el terreno y envió columnas de caballería y arqueros para que hostigaran a los cristianos en sus posiciones. Pero los reyes cristianos no mordieron el anzuelo y la actividad bélica de la jornada se redujo a pequeñas escaramuzas sin importancia. Al día siguiente, domingo, 15 de Julio los almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron de esta guisa hasta mediodía, pero los cristianos eludieron nuevamente el encuentro y se contentaron con escaramuzas. Los adalides de uno y otro bando analizaban la fuerza y disposición del adversario y tomaban las medidas oportunas para asegurarse la mejor fortuna en la batalla campal que se avecinaba.
LOS EJÉRCITOS ENFRENTADOS. Pocos conseguirían conciliar el sueño en los campamentos de las Navas la noche del día 15 de Julio de 1212. Unos y otros contemplarían el parpadeo de las luces del campamento enemigo mientras esperaban impacientes la amanecida del día decisivo. Todavía era de noche cuando en el campamento cristiano circuló la orden de prepararse para el combate. Pasaron los clérigos administrando la absolución a los cruzados que aprestaban arreos y armas. Cuando clareo el día ya se habían desplegado las fuerzas. En el campo cristiano tres cuerpos de ejército dispuestos en línea ocupaban la llanura. El central estaba formado por las tropas de Castilla; a su izquierda, las de Aragón con Pedro II al frente y a la derecha los navarros de Sancho el Fuerte. Las dos alas habían sido forzadas con tropas de varios concejos castellanos. Cada uno de estos cuerpos estaba a su vez dividido en tres líneas ordenadas en profundidad. La vanguardia del cuerpo central, que sería el eje de la lucha, iba mandada por el veterano don Diego López de Haro. En la segunda línea se ordenaban los caballeros templarios, al mando del Maestre de la Orden, Gómez Ramírez; los caballeros hospitalarios, los de Uclés y los de Calatrava. En la retaguardia iba Alfonso VIII acompañado por el arzobispo de Toledo y otra media docena de obispos castellanos y aragoneses y probablemente también por el arzobispo de Narbona. Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran guerreros profesionales y se hacían acompañar de peones y servidores igualmente experimentados, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades castellanas, les faltaba experiencia guerrera y entrenamiento. Por eso se había dispuesto que combatieran mezcladas con las tropas profesionales. De este modo la calidad sería más homogénea y la infantería y la caballería se prestarían mutuo apoyo. El ejército almohade presentaba también tres cuerpos: en el primero un núcleo de tropas ligeras; en el segundo, el heterogéneo conjunto del ejército integrado por voluntarios de todo el dilatado imperio, incluyendo a los contingentes de al-Andalus; en la retaguardia, los almohades propiamente dichos ocupando la ladera del cerro de los Olivares en cuya cima Al-Nasir había plantado su emblemática tienda roja, en el centro de una fortificación de campaña construida por una amplia empalizada de troncos unidos y reforzados por cadenas. Este ingenio desempeñaba el papel de las alambradas en la guerra moderna. Defendía la empalizada una nutrida guardia de voluntarios armados de picas, arcos y hondas. Es de notar que muchos de éstos estaban atados por los muslos y enterrados hasta las rodillas. Al-Nasir, sentado sobre su escudo a la puerta de la tienda, leía el Corán e impetraba la protección de Alá en el apurado trance de aquella batalla decisiva.
UNA INFINITA MUCHEDUMBRE. ¿Cuantos combatientes se enfrentaron en las Navas de Tolosa? Los cronistas árabes hablan de seiscientos mil combatientes musulmanes y de una innumerable muchedumbre de cristianos. Los cristianos se refieren a casi doscientos mil jinetes musulmanes y la consabida infinita muchedumbre de peones. Modernos estudiosos de la batalla cifran los efectivos almohades entre 100000 y 150000 combatientes (probablemente el primer número se más exacto que el segundo) y los cristianos entre 60000 y 80000. Incluso admitiendo las cifras más modestas, hemos de reconocer que el choque debió ser de los más espectaculares y sangrientos de la historia medieval. En general puede decirse que los cristianos estaban mejor armados que los musulmanes, especialmente en lo tocante a armamento defensivo: escudos, cotas de malla y yelmos de metal o cuero. El ofensivo abarcaba una amplia panoplia: lanza, espada, cuchillo, maza o hacha, alabarda, arco y honda. Por la parte almohade el armamento defensivo se limitaba prácticamente al escudo. Sus peones iban provistos de lanzas y espadas, azagayas, arcos y hondas. El predominio de las armas arrojadizas en el campo musulmán se refleja en las enormes reservas de flechas y venablos que cayeron en manos de los cristianos. El arzobispo de Narbona calculó que dos mil acémilas no serían suficientes para transportar las cajas de flechas encontradas. La táctica empleada por los ejércitos almohade y cristiano se basaba en concepciones del arte militar diametralmente opuestas y ambas igualmente eficaces. Por la parte cristiana, Alfonso VIII había tenido mucho tiempo para meditar sobre las enseñanzas de Alarcos. Además conocería las contramedidas que los cruzados habían desarrollado en Siria y Palestina para hacer frente a similares tácticas musulmanas. Frente al formidable bloque de la caballería cristiana que cargaba frontalmente en compacta formación, los musulmanes oponían tropas ligeras capaces de dispersarse ágilmente en todas direcciones, hurtando el blanco a la acometida enemiga, para luego agruparse y desplazándose rápidamente, envolver el enemigo y devolver el golpe en sus puntos vulnerables, la retaguardia y los flancos. Algo parecido ocurrió en Alarcos: los almohades desorganizaron las tropas de los concejos que formaban las alas del ejército castellano y rodearon al núcleo de la caballería atacándolo por los lados. Por eso, en las Navas, Alfonso VIII dispuso que los concejos combatieran mezclados con guerreros profesionales, freires o caballeros. Además reforzó convenientemente los bordes exteriores de las alas. El plan de combate de los reyes cristianos debía algo a la experiencia ajena, a los cruzados de Siria. Después del encuentro de Doriela, que enfrentó por vez primera en batalla campal a cruzados y turcos en 1097, los cristianos desarrollaron nuevas tácticas para evitar que las ligeras y ágiles tropas musulmanas los cercaran. Bohemundo, el gran táctico cristiano, ideó proteger los flancos del ejército con obstáculos naturales, conservar la formación cerrada para evitar el desmoronamiento de las líneas y sobre todo, mantener un cuerpo de reserva con el que atacar al enemigo cuando intentara cercar al cuerpo principal. En Palestina, la reserva era mandada por Bohemundo personalmente. En las Navas de Tolosa vemos a Alfonso VIII al frente del cuerpo de retaguardia. De la oportuna intervención de esta reserva, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, dependía el resultado de la batalla.
EL EJERCITO DE AL-NASIR. El dispositivo almohade no era menos formidable que el cristiano. Tropas de las más variadas procedencias, representantes de cada kabila y tribu del imperio, habían convivido durante un año y medio y se habían preparado para este encuentro. El plan de batalla almohade era simple, tópico y efectivo. Primero sus tropas ligeras desorganizarían y cansarían al enemigo. En la vanguardia pondría sus peores tropas, la muchedumbre de fanáticos voluntarios árabes, bereberes, almohades y andalusíes atraídos por la Guerra Santa, los que aspiraban a ganar el Paraíso. Mientras los cristianos se cebaban en esta carne se cañón y la perseguían hasta posiciones desventajosas, los hábiles arqueros de Al-Nasir sembrarían la muerte en las líneas castellanas. Cuando el enemigo estuviera cansado y en terreno desventajoso, entrarían en combate los almohades para dar el golpe de gracia. Si alguna carga de los cruzados llegaba hasta el cuerpo de zaga o retaguardia almohade, las formidables defensas de su palenque y la guardia bastarían para detenerla. Los componentes de la guardia del palenque no eran, como sostiene la tradición historiográfica cristiana, desgraciados esclavos negros encadenados unos con otros para evitar su huida y obligados a combatir hasta la muerte. Más probablemente se trataba de fanáticos voluntarios, los llamados imesebelen (desposados) los que, ligados por un juramento, ofrecían sus vidas en defensa del Islam y se hacían atar por las rodillas para asegurarse de que se sacrificarían llegado el caso. La de los imesebelen es una institución que ha perdurado hasta nuestros días. Escribe Huici: "Los franceses han sido muchas veces testigos de su valor en las campañas argelinas. En 1854 dos columnas francesas penetraron en la Gran Kabilia y encontraron soldados desnudos hasta la cintura, vestidos tan sólo con un calzón corto y atados unos a otros por las rodillas para no huir: eran los imesebelen a quienes había que rematar a bayonetazos sin conseguir que se rindiesen". Una fuente árabe sostiene que en las Navas combatieron diez mil arqueros Agzaz. Esta tribu de arqueros turcos había llegado al imperio almohade, vía Egipto, unos veinticinco años atrás. El padre de Al-Nasir, el vencedor de Alarcos, uno de los más expertos generales de su tiempo, los incorporó a su ejército y los pagaba espléndidamente. El secreto de los arqueros turcos radicaba en sus arcos especialmente potentes y en la táctica que empleaban. Podían disparar con el caballo a todo galope y en cualquier dirección. Fueron, en Siria y Palestina, la pesadilla de los cruzados hasta que estos desarrollaron tácticas capaces de contrarrestar sus ataques. Es evidente que los servicios de información de ambos ejércitos funcionaban a la perfección y que cada bando conocía de antemano los efectivos del contrario y el uso que probablemente haría de ellos. Los dos estados mayores tomaron las contramedidas oportunas, aunque el cristiano se probó más acertado al adoptar las tácticas avaladas por los cruzados en Oriente.

LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA II.-


LLEGAN LOS CRUZADOS.- En la primavera de 1212, los caminos de la Cristiandad se llenaron de cruzados cuya meta era Toledo. Los pobres iban a pie, mendigando por los caminos; los nobles, a caballo, seguidos de sus mesnadas. Entre ellos no sólo concurrían guerreros. También afluían muchedumbres fanatizadas de mujeres, jovenzuelos y personas inútiles para la guerra que acompañarían al ejército expedicionario compartiendo sus privaciones y sometidos a su suerte favorable o adversa. El primero en llegar fue el caballeroso Pedro II de Aragón, el amigo de Alfonso VIII, que aportaba tres mil caballeros con su correspondiente acompañamiento de peones. ¿Y los reyes de Navarra y de León? De estos no se esperaba que movieran un dedo para auxiliar a Alfonso VIII. Es más, el de Navarra sólo estaba esperando a que acabasen las treguas concertadas con Castilla para atacarla; el de León, por su parte, hizo saber que sólo se uniría a la Cruzada si le eran devueltos ciertos lugares y castillos fronterizos que reclamaba como suyos. A principios de junio llegaron cruzados de ultrapuertos, es decir los de fuera de la Península, capitaneados por el arzobispo de Narbona. Eran en su mayoría franceses aunque también los había italianos, lombardos y alemanes.
El ejército almohade se puso por fin en movimiento. Subiendo por los antiguos arrecifes romanos y califales que remontan el Guadalquivir llegó a tierras de Jaén y ascendió en busca de los desfiladeros de Sierra Morena. Al-Nasir estaba bien informado sobre la actualidad y calidad de las tropas que se iban reuniendo en Toledo y procedía con cautela. En lugar de atravesar los pasos de Sierra Morena para enfrentarse a su enemigo en Castilla, como hizo su padre cuando lo de Alarcos, decidió mantenerse a la defensiva y dejar que fueran los cristianos los que hiciesen el viaje por la meseta castellana y los desfiladeros del Muradal. Así tendría de su parte dos elementos: el cansancio y desgaste de los cristianos al final de tan dura marcha y un favorable campo de batalla, puesto que los almohades ocuparían posiciones ventajosas y forzarían a los cristianos a aceptar el combate.
Mientras tanto, en Toledo, los turbulentos huéspedes llegados de Francia no dejaban de causar problemas. El previsor arzobispo había dispuesto que los cruzados acampasen en terreno amable, entre huertas, a orillas del Tajo, apartados del núcleo de la ciudad; pero los extranjeros, sea porque no estaban tan habituados como los peninsulares a la convivencia y respeto con gente de otras religiones o culturas, o simplemente por impaciencia de la sangre y botín que esperaban conseguir en la Cruzada, asaltaron la judería toledana y la saquearon e incluso asesinaron a una parte de sus moradores, lo que llenó de pesar a Alfonso VIII. El 20 de junio, el ejército cristiano partió de Toledo camino del sur. En el cuerpo de vanguardia iban ultramontanos guiados por don Diego López de Haro. A los cuatro días de marcha avistaron la aldea y castillo de Malagón, que era de los moros. Inmediatamente se lanzaron al asalto, arrasaron el lugar e irrumpieron en el castillo que los defensores habían ofrecido entregar a cambio de que se respetaran sus vidas, trato común razonable muy al uso de las contiendas peninsulares. Pero los ultrapuertos, herederos de la tradición intolerante de las Cruzadas, pasaron a cuchillo a casi todos los defensores y refugiados que albergaba la fortaleza. Cumplida la jornada, acamparon allí mismo en espera del grueso del ejército con los reyes de Aragón y Castilla, que llegó al día siguiente, 25 de junio. Ya para entonces se manifestaban los problemas de abastecimiento que eran la plaga de toda expedición importante en aquella época. En aquella tierra que atravesaban los cristianos, casi despoblada y ayuna de recursos, estas privaciones se acentuaban. Con tales problemas llegaron a las márgenes del Guadiana y buscaron los vados para atravesarlo. En estos lugares de aguas poco profundas los almohades habían esparcido artefactos metálicos de cuatro puntas, los llamados abrojos, que se clavaban en los pies de los peones y caballos inutilizándolos para el combate. Con todo, los cristianos sortearon la vía fluvial que los separaba de Calatrava.
CALATRAVA, LA MANZANA DE LA DISCORDIA. Calatrava era, y aún es en sus ruinas, una importante fortaleza que vigilaba el estratégico paso entre Andalucía y Castilla. En 1158, los templarios que la guardaban se reconocieron incapaces de contener el empuje musulmán y la abandonaron. Entonces un grupo de caballeros y de monjes cistercienses se establecieron en ella y la defendieron de los almohades. Esta fue el origen de la Orden de Calatrava, orden monástico-militar que el Papa aprobó en 1164. Sin embargo, a la muerte de Alfonso VII, el convento-fortaleza fue conquistado por los almohades. El ejército cruzado acampó cerca de Calatrava y durante tres días sus jefes estudiaron un plan de ataque. Todos estaban de acuerdo en que no era prudente dejar a sus espaldas una plaza tan importante y buen abastecida que, además, estaba defendida por el andalusí Abu Qadis, experto guerrero de la frontera. Por lo tanto debían tomar el castillo. El día 30 de junio lo atacaron violentamente y lograron conquistar su parte más accesible. Los defensores parlamentaron y Alfonso VIII les concedió franquicia para retirarse salvando sus vidas y algunos bienes. Este acuerdo indignó a los cruzados extranjeros que ya contaban con repetir la degollina de Malagón. Por otra parte, venían muy quejosos de las calores excesivas del mes de junio, de las arideces de la meseta y de las privaciones que desde hacía unos días venía sufriendo el ejército cristiano, a todo lo cual estaban más acostumbrados los peninsulares. Por estas causas, el 30 de junio, la mayoría de los extranjeros se retiraron de la Cruzada y regresaron a sus países de origen. Los más exaltados pretendían tomar Toledo, la capital desguarnecida de Castilla, para vengarse de Alfonso VIII, pero finalmente se conformaron con ir saqueando las juderías de las poblaciones por donde pasaban. Otros se dirigieron a Santiago de Compostela para ganar la peregrinación y no hacer el viaje en balde; todos, en fin, se perdieron por los caminos del Pirineo tal como habían aparecido. Un historiador calcula que la deserción de los ultramontanos redujo al ejército cristiano en un tercio de sus efectivos. La perdida mas grave no fue, sin embargo, el número, sino la calidad, pues muchos de ellos eran veteranos de guerra y soldados profesionales. En Calatrava, ya recuperada para su Orden, descansaron los ejércitos de Castilla y Aragón y se repusieron de hambres pasadas, pues habían encontrado la fortaleza bien avituallada. Allí se les unieron doscientos caballeros navarros al mando de Sancho el Fuerte, que había decidido deponer temporalmente su rencor y enemistad con el castellano para participar en la Cruzada. A dos jornadas de camino estaba Alarcos, a pocos kilómetros de la actual Ciudad Real. Muchos recuerdos tristes debieron de acudir a la memoria de Alfonso VIII a la vista de aquellos campos yermos. En ellos los almohades habían machacado literalmente a su flamante ejército diecisiete años atrás. Durante todo este tiempo el fantasma de Alarcos había perseguido al rey castellano, había mediatizado sus actos y había alimentado su sed de venganza. Otro responsable de Alarcos compartía los sentimientos de Alfonso VIII y volvía a contemplar con él, después de tantos años, el escenario de su desdicha: don Diego López de Haro, el belicoso señor de Vizcaya al que muchos hacían responsable de aquella infamante derrota. Después del abandono de los ultramontanos ninguno de los dos personajes estaría completamente seguro de no estar encaminándose a otro Alarcos de dimensiones aún mayores. Los días 7, 8, 9 de julio los cruzados acamparon a la vista de Salvatierra, otro antiguo castillo cristiano en poder de los musulmanes. Allí pasaron revista a sus efectivos y se prepararon para la batalla. Mientras tanto llegaban informes del ejército almohade. Al-Nasir esperaba a los cristianos a pocos kilómetros de allí, al otro lado de las gargantas del Muradal, donde había montado sus campamentos en estratégicas posiciones. El grueso del ejército almohade se había asentado frente al desfiladero de la Losa, garganta rocosa tan áspera y difícil que "mil hombres podrían defenderla de cuantos pueblan la tierra". El ejército cristiano había de recorrer forzosamente este camino. El día 11, los cristianos acamparon en las Fresnedas. Don Diego López de Haro envío a su hijo don Lope con un destacamento a las alturas del puerto del Muradal, hoy Despeñaperros, para que reconociese el terreno y ocupase la pequeña meseta que allí existe. Los expedicionarios ganaron rápidamente las alturas y avistaron el castillo de Ferral, adelantado de Sierra Morena, donde se había instalado la avanzada almohade que vigilaba el desfiladero de la Losa. En cuanto descubrieron a los cristianos, los almohades salieron a hostigarlos. Al día siguiente, 12 de julio llegó el ejército cristiano al pie de Sierra Morena y nuevas tropas reforzaron a la vanguardia instalada en la meseta del Muradal. Al amanecer del día 13, el resto del ejército se les unió y acampó en la llanada. Los vigilantes almohades abandonaron prudentemente el castillo del Ferral y se replegaron hacia el sur. Los dos ejércitos estaban separados solamente por el desfiladero de la Losa fuertemente custodiado por los almohades. La situación de los cristianos era delicada. Sus enemigos podrían hacer, son dificultad, una carnicería de cualquier ejército que se aventurase por aquellas angosturas. Por otra parte, el paraje donde habían acampado los cruzados era áspero e inhóspito. Quizá lo más sensato fuera abandonarlo lo antes posible y bajar de nuevo al llano porque, además, los víveres escaseaban nuevamente. Avanzar hacia el ejército almohade a través de la mortal ratonera de la Losa era suicida. Hubo consejo de reyes y señores. Los más prudentes proponían desandar lo andado, descender al pie de la sierra y buscar otro paso que atravesara las montañas. Pero Alfonso VIII temía que esta retirada acabara por agotar y desmoralizar a sus huestes. Por otra parte, lo más probable era que los almohades guardaran igualmente todos los pasos de la comarca. No había alternativa. Tratarían de forzar el desfiladero de la Losa yendo en línea hacia el enemigo. La perspectiva de repetir lo de Alarcos debió de amargar aquel día a muchos veteranos.

LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA I.-


PRELIMINARES.- La batalla de Las Navas de Tolosa, representó para el Islam, lo mismo que la de Midway para los japoneses, en la II Guerra Mundial o la del Ebro para la II República española. Es cierto que los cristianos, no supieron, entonces, llevar a cabo “la explotación del éxito” como los Estados Unidos o Franco, pero después de ella “ya nada fue como antes”. A cinco kilómetros de Santa Elena, el pueblo más septentrional de la provincia de Jaén, junto al paso de Despeñaperros, existe un paraje donde los restos de armas antiguas son tan abundantes que durante siglos han surtido a los labriegos de la comarca del hierro necesario para la fabricación de sus herramientas. Es el campo de batalla de las Navas de Tolosa. El combate ocurrió en el año 1212, pero en realidad, toda la historia comenzó mucho antes. Cuando el califato de Córdoba se descompuso en un mosaico de pequeños estados (los llamados reinos taifas), los reinos cristianos del Norte aprovecharon la oportunidad para ampliar sus fronteras hasta el río Tajo y tomara Toledo. Los débiles reyezuelos de taifas tuvieron que comprar la paz y la protección de los monarcas cristianos pagando crecidos tributos anuales. Por aquel tiempo los almorávides, una confederación de tribus bereberes, habían forjado un poderoso imperio que se extendía por lo que hoy es Marruecos, Mauritania, parte de Argelia y cuenca del río Senegal. La creciente presión cristiana no dejaba más alternativa a los cada vez más débiles reyezuelos andalusíes que solicitar ayuda a los almorávides. Pero no se atrevían a dar este paso porque temían que sus rudos correligionarios del desierto se prendaran de las fértiles huertas y populosas ciudades de al-Andalus y se las arrebataran. Finalmente el rey Motamid de Sevilla se atrevió a dar el paso decisivo y firmó un pacto con el sultán almorávide. Prefería, alegó, ejercer de camellero en Africa a ser porquero en Castilla. Los almorávides enviaron un ejército que derrotó a los castellanos en Zalaca o Sagrajas (1086). Después ocurrió lo que se temía: barrieron a los reyezuelos de taifas, unificaron al-Andalus y lo incorporaron a su imperio. Como suele ocurrir, los fieros vencedores acabaron siendo conquistados por la superior cultura de los vencidos y los nuevos conquistadores se aficionaron al refinamiento de la sociedad hispanomusulmana, suavizaron sus costumbres y se civilizaron. Es decir, desde la óptica fundamentalista, se corrompieron. Hacia 1140 la fortaleza moral y el militarismo de los almorávides se habían mitigado tanto que su imperio se fraccionó y en al-Andalus volvió a aparecer una generación de pequeños reinos taifas tan débiles como los anteriores. La balanza del poder militar se inclinaba de nuevo hacia los reinos cristianos.
LA AMENAZA ALMOHADE. La decadencia almorávide favoreció el surgimiento de un grupo bereber en los macizos del Atlas, que se rebeló contra los almorávides y formó una confederación de kabilas regentada por dos asambleas de jeques. Tras los violentos combates, los almohades conquistaron el norte de Africa y pusieron sus ojos en al-Andalus. Sus califas adoptaron el título de Miramamolín (Amir ul-Muslimin) o Príncipe de los Creyentes. Al rey Alfonso VII de Castilla no se le ocultaba el paralelismo de la nueva situación con la del período anterior. Por lo tanto se propuso evitar el fortalecimiento de los reinos de taifas o el intervencionismo, ya iniciado, de los almohades. Alfonso VII logró asegurarse los pasos que comunican Andalucía con la Meseta y en una audaz expedición conquistó el puerto de Almería (1147), pero a la postre la empresa resultaba excesiva para las fuerzas de Castilla e incluso para las del propio rey, que al regreso de una de sus expediciones se sintió enfermo y expiró un caluroso día de agosto bajo una encina del puerto de Fresneda, en Sierra Morena. Muerto el rey, toda su obra en Andalucía se desmoronó al instante y sus temores no tardaron en confirmarse. Los almohades atravesaron Sierra Morena y atacaron Castilla: el nuevo rey Alfonso VIII, intentó contenerlos en Alarcos (1195), pero sufrió una tremenda derrota. Después de Alarcos Castilla no tenía nada que oponer a la furia africana. Los almohades asaltaron la plaza fuerte de Calatrava, cuya guarnición pasaron a cuchillo, y alcanzaron en sus correrías hasta las puertas de Toledo y Madrid. La línea del Tajo apenas podía contenerlos. Sin embargo el prolongado esfuerzo de uno y otro bando y los aconteceres de la política interior del imperio almohade aconsejaron pactar. En 1197 Castilla y el Miramamolín concertaron una tregua de diez años. Alfonso VIII tenía, además, problemas con los reinos cristianos de León y Navarra: pactó con el rey de León para tener el flanco cubierto y luego cayó con todo su poder sobra los dominios de Sancho el Fuerte, rey de Navarra, su recalcitrante enemigo, al que obligó a firmar la paz. Después de las rencillas y guerras en el período anterior, el primer lustro del siglo XIII trajo laboriosa calma para todas las partes. Desde el desastre de Alarcos, Alfonso VIII solo vivía para preparar la revancha. En 1209, sintiéndose ya suficientemente fuerte, atravesó la frontera para atacar Jaén y Baeza mientras los freires de Calatrava iban contra Andujar. Después de este preludio bélico, los dos bandos preparaban la guerra. Alfonso VIII sólo contaba con la amistad de Aragón y tenía motivos para temer que León y Navarra atacarían su reino por el norte si concentraba su ejército en el sur. Solamente el Papa podía garantizar la neutralidad de sus enemigos si declaraba Cruzada su guerra contra los almohades, lo que automáticamente obligaría a los otros reinos cristianos a respetar sus fronteras so pena de incurrir en excomunión. El Papa Inocencio III accedió. En los púlpitos se toda Europa se predicó la nueva Cruzada para mayo de 1212. Los que concurrieran e ella obtendrían plena remisión de los pecados. Además el Papa excomulgaría a cualquiera que pactara con los mahometanos y ordenó a los reyes cristianos que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa común.
Por la parte almohade los preparativos no eran menos activos. Al-Nasir, el Miramamolín de los almohades, hijo del vencedor de Alarcos y de la esclava cristiana Zahar (flor), salió de Marraquech al frente de un gran ejército en febrero de 1211. Al-Nasir tenía treinta años. Era, según una crónica árabe, alto, de tez pálida, barba rubia y ojos azules, valeroso, cauto y avaro. No hablaba mucho porque era tartamudo. Se decía que había jurado sobre el Corán conducir a sus tropas hasta Roma y abrevar sus caballos en el Tiber. El ejército almohade se dirigió primero a Rabat y de allí a Alcazarquivir. Mientras tanto sus correos recorrían el imperio instando a los gobernadores a preparar lo necesario para la próxima y decisiva Guerra Santa. El ejército almohade iba creciendo con las tropas que llegaban de su vasto imperio. Su magnitud planteaba problemas de administración y abastecimiento pero Al-Nasir procuraba enmendar lo yerros y estimulaba a sus colaboradores haciendo decapitar a los funcionarios incompetentes. Una potente escuadra aguardaba el ejército en Alcázar Seguer. En mayo, las tropas cruzaron el Estrecho y desembarcaron en Tarifa adonde solícitos funcionarios de al-Andalus acudieron para homenajear al Miramamolín.
Pasó un año antes de que los ejércitos se enfrentaran en una acción definitiva. En este tiempo Alfonso VIII hizo una cabalgada por Levante y llegó hasta el mar. Al-Nasir por su parte puso sitio a la plaza fuerte fronteriza de Salvatierra. La fortaleza resistió dos meses de riguroso asedio antes de entregarse. En este tiempo, dice un cronista, las golondrinas que habían anidado en la tienda de Al-Nasir, empollaron y sacaron sus crías a volar. Conquistada la plaza, el Miramamolín regresó a Sevilla e intensificó los preparativos guerreros. Poco después de caída Salvatierra falleció el infante Fernando de Castilla, todavía adolescente. La muerte de su hijo bienamado, que ansiosamente esperaba hacer sus primeras armas contra los almohades, apenó profundamente a Alfonso VIII. El rey buscó alivio a su dolor entregándose a una intensa actividad militar mientras duró el buen tiempo, y en invierno se enfrascó en los aspectos diplomáticos de la Cruzada.

EPOCA GLORIOSA DEL ISLAM EN OCCIDENTE.-

ALMOHADES Y ALMORAVIDES.-
El Islam de Occidente vivió un tiempo histórico relativamente homogéneo entre el triunfo de los almorávides – que llegaron como una respuesta a la supuesta degeneración moral y religiosa de los musulmanes - y la extinción de los almohades, desde el ultimo tercio del siglo XI hasta el último del XIII, no obstante las diferencias profundas que separaron a ambos movimientos religioso-políticos. A pesar de sus victorias frente a
Alfonso VI de León y Castilla, Yusuf ibn Tasfin no pudo recuperar Toledo, aunque sí unificar paulatinamente al-Andalus bajo su dominio, deponiendo a los diversos reyes taifas. El apogeo almorávides se alcanzo en época de Ali ibn Yusuf (1107-1124), aunque no consiguió evitar la conquista de Zaragoza por Alfonso I de Aragón, ni la consolidación cristiana en Toledo, asediada por ultima vez en 1139, ni una primera revuelta en Córdoba, en 1120, que anunciaba el descontento de muchos andalusíes ante los nuevos dueños del país. Con todo, la amenaza mayor provenía del Magreb, donde el mahdí Ibn Tumart difundía desde 1124 un nuevo movimiento religioso, el de los almohades o al-Muwahhidun (Confesores del Uno), cuyas consecuencias políticas no tardarían en dejarse sentir. El Imperio almorávide se fundamentó a la vez en factores militares y religiosos. Su ejército incorporó novedades de armamento y táctica en las batallas, y añadió al núcleo sahariano originario, tropas de Marruecos y mercenarios turcos, y algunos cristianos, pero las guarniciones nunca se mezclaron con la población local y, sobre todo en al-Andalus, los almorávide mantuvieron su superioridad, aunque utilizaban andalusíes en la administración, incluso en el Magreb.
El prestigio religioso procedía de su afán de retorno a la pureza primitiva del Islam: los emires se rodean de un consejo de faquíes que llevan a cabo un esfuerzo de reforma moral y de mejora en la práctica jurídica; tras la conquista de al-Andalus, justificada con dictámenes o fatwa de sabios como Gazali, Yusuf ibn Tasfin tomó un titulo nuevo, no califal, el de Amir al-Muslimin, que expresaba el deseo de reforzar los lazos de la umma y el deseo de inspirarse en las prácticas gubernamentales malikíes del califato de Bagdad, tal como aparecían sintetizadas en la obra de Mawardi. No obstante, las buenas intenciones de los almorávide tropezaron también con el escollo fiscal. Una vez concluidas las conquistas, el producto del zakat, del quinto del botín y del jaray y la yizya no bastaron. A Ali ibn Yusuf se debe la creación, que perduraría, de una sisa o derecho de mercado (qabalat) muy rentable debido a la potenciación del comercio en al-Andalus y el Magreb gracias a la unión política y al dominio de las rutas saharianas. El tráfico de cereales, aceite, cuero, oro del Sudan, cobre, hierro y madera atrajo la atención de las repúblicas mercantiles italianas - Pisa, Génova, Venecia - desde mediados del siglo XII, y de Cataluña algo después, y comenzaron a tejerse unos lazos mercantiles característicos del Mediterráneo occidental durante varios siglos.
El movimiento almohade tuvo una fuerza doctrinal mucho mayor. Ibn Tumart había conocido a Gazali, "ideólogo del estado selyucida" (Laroui), y recibió su influencia, así como la de Ibn Hazm de Córdoba y la de algunas ramas esotéricas del si´ismo, del que toma la figura del mahdí, útil para agrupar voluntades en torno a una teología rica en matices pues incorpora incluso algunos de raíz mu'tazilí en orden a la "elaboración racional de una definición de Dios y de sus atributos, uso del razonamiento silogístico y de la interpretación alegórica del Corán" (Laroui), pero que es, además, compatible con expresiones piadosas de tipo sufí capaces de movilizar la religiosidad colectiva y de dar mayor profundidad a la fe islámica. Los comienzos almohades fueron modestos, e incluso conocieron la derrota en su refugio montañoso de Tinmall. El mahdí murió en 1130 y dos años después su sucesor, Abd al-Mu'min (m. 1163) tomaba el título si´i de Amir al-Mu´minin, para acentuar sus distancias con respecto a los almorávide, y comenzaba una cadena de conquistas y adhesiones políticas: el Este de Marruecos hasta 1139, luego, Tremecén (1144), Fez (1145), Marrakech (1146), el Magreb central (Bugía, 1152) y, en fin, Túnez e Ifriqiya en 1159, desplazando a los poderes locales ziríes e hilalíes. Había conseguido dominar todo el Magreb excepto sus bordes saharianos sureños, que fueron el punto de partida de los almorávide, y, desde 1151, recibía peticiones para intervenir en al-Andalus, donde habían resurgido diversos reinos de taifas, pero fue su sucesor Abu Ya'qub Yusuf (1163-1184) quien intervino en la península desde 1171, unificó el territorio musulmán, fijó su capitalidad en Sevilla e inició una época de reconstrucción interior y de difícil equilibrio militar que tuvo sus momentos culminantes en la victoria de Alarcos sobre
Alfonso VIII de Castilla (1195), obtenida por Abu Yusuf Ya'qub (1184-1199) y en la tremenda derrota de Las Navas de Tolosa o al-Uqab (1212), padecida por Muhammad al-Nasir (1199-1213) frente al rey castellano y sus aliados, tremenda porque el sultán había movilizado unas 600.000 personas, procedentes en su mayoría del Magreb. Después de sus primeros tiempos como "democracia teocrática", el movimiento almohade había pasado a sustentar una monarquía hereditaria que chocaba con frecuentes revueltas internas -siete principales entre 1147 y 1213- y también con resistencias exteriores como las de los almorávide Ibn Ghaniya, dueños de Baleares e incluso de Túnez en 1203, hasta que al-Nasir recuperó Ifriqiya y conquistó las Baleares en 1206-1207. En 1195, por ejemplo, Ya'qub había tenido que regresar al Magreb para hacer frente a una crisis interna y perdió la oportunidad de aprovechar las posibilidades abiertas por la victoria de Alarcos. Pero los sultanes almohades consiguieron ejercer un poder estable y bien organizado gracias a la adopción de modelos políticos árabes y a la integración en ellos de andalusíes y, sobre todo, de beréberes, mientras que se producía un proceso de islamización en el Magreb de intensidad desconocida hasta entonces. Los restos arquitectónicos de la época almohade en Tremecén, Marrakech, Fez, Rabat o Sevilla, son testimonio tanto de una potencia política y militar como de una época en la que aumentó mucho el influjo cultural andalusí en el Magreb. A los motivos, ya expuestos, que permiten comprender mejor el porque del poder almohade, añadamos ahora otros dos: sus medios financieros y militares.
La fiscalidad de los sultanes potenció los medios tradicionales, reorganizó el jaray, considerando propiedad del sultán incluso las viviendas en algunas ciudades, como Túnez, y continuó con la práctica de los impuestos sobre el comercio interior, además de regular las aduanas en los tráficos exteriores dominados cada vez más por los mercaderes genoveses a través de tratados comerciales. Expresión de la estabilidad fue la moneda de oro, la dobla o dinar Yusufí, acuñada por el segundo sultán, que sería imitada en la España cristiana, y el característico dirham de plata cuadrado. Los almohades dispusieron todavía de una marina potente: para la proyectada expedición a al-Andalus en 1163 se reunieron unos 400 barcos. Y de un ejercito heterogéneo de árabes, beréberes y mercenarios en el que predominaba la caballería. Aquel imperio se disgregó entre 1223 y 1269, y ninguno de los poderes que le sucedieron en
el Magreb pudo alcanzar ni sus dimensiones ni su importancia política. Cuando murió Yusuf al-Muntasir (1213-1223), estallaron rivalidades en el seno de la familia reinante, y los sultanes renunciaron a sus apoyos tradicionales para fiarse cada vez más de mercenarios hilalíes, meriníes y cristianos de Castilla. En realidad, los sultanes coetáneos de la España de la Restauración, tampoco conseguían que los ciudadanos les pagasen tributos en la totalidad territorial de lo que, hoy, se conoce como Marruecos. De hecho, Abdelkrim – contemporáneo de Don Miguel Primo de Rivera y Alfonso XIII, y auto titulado Emir del Rif – no solo estaba en rebeldía respecto de españoles y franceses, sino frente al sultán, por cuanto la creación del estado marroquí, no puede considerarse, objetivamente, hasta 1956.
Revuelta en Ifriqiya, donde continuó hasta 1233 la revuelta del último de los almorávide Ibn Ghaniya, su vencedor, Abu Zakariya, estableció su propia dinastía, la de los hafsíes, y proclamó la plena independencia desde 1236. En al-Andalus no se reconoció al nuevo sultán en 1223, el poder almohade desapareció desde 1230, y se desencadenó un complejo proceso de disgregación interna acelerado por las decisivas conquistas cristianas (Córdoba, 1236, Valencia, 1238, Sevilla, 1248) que produjeron, como efecto secundario y residual, el nacimiento del emirato nasrí en
Granada. En el Magreb central se instaló la nueva dinastía de los Zayyaníes o Abdalwadíes, en Tremecén, libre de cualquier obediencia a los almohades desde 1248. Y en el oeste, la ruina de su poder benefició a los meriníes, que tomaron la capital almohade, Marrakech, en 1269, y se proclamaron sus sucesores legítimos. El gran imperio había desaparecido pero "nada muestra mejor la importancia de la epopeya almohade que la fascinación que ejerció sobre los soberanos magrebíes posteriores. Todos quisieron recoger y hacer que fructificara su herencia..." Con los almohades, probablemente, el Magreb incorporó "un modelo de estado, una cultura y una fe que le permitieron desde entonces permanecer reconociéndose en una tradición" (Laroui).

MARRUECOS CON ALMORAVIDES Y ALMOHADES.-


Estos itinerarios nos muestran las profundas, complejas y fértiles relaciones que se dieron entre las dos orillas del Mediterráneo. En aquella época debió existir una población muy densa que llamó la atención de todos los geógrafos de la época junto a un intenso aprovechamiento del espacio, gracias a la irrigación y el acondicionamiento de la infraestructura vial y de acogida (puentes, valizajes, albergues, almacenes de suministros, etc.), con la explotación de la riqueza del subsuelo. Estas potencialidades fueron aprovechadas por los Almorávides y Almohades, que impulsados por una serie de motivaciones religiosas y deseos de conquista, crearon imperios que dominaban todo el Occidente musulmán, incluido al-Andalus y las Islas Baleares, estableciéndose así la unión entre el Mediterráneo y las orillas africanas de Senegal -Níger.
Durante más de 150 años, el Magreb y al-Andalus vivieron momentos que se cuentan entre los más prósperos y brillantes de su civilización material y espiritual.
El oro africano se transformó en una moneda fuerte en los mercados mediterráneos. Las grandes metrópolis, Marrakech, Fez, Sijilmassa, Sevilla, Ceuta, Granada, Bugía, Ceuta, Tlemecén y Túnez, se embellecen y se agrandan, llegando a alcanzar algunas de ellas una población cercana a los 100.000 habitantes. Sus talleres suministran productos acabados de sus industrias: tejidos finos de lana, de lino, de seda, diversos objetos de hierro, cobre y vidrio; la marroquinería, la cerámica policroma, la pasamanería, conocen una gran difusión a gran escala en el Mediterráneo occidental. Las fábricas de papel de Ceuta, Fez, y Játiva, cerca de Valencia, estimulan su consumo y la circulación del escrito.
Más allá del Estrecho, las activas ciudades de al-Andalus expiden sus mercancías: brocados de Málaga, de Murcia o de Granada; cerámica de Valencia y de Málaga; los astilleros navales de Ceuta, Almería y Bugía, se ven animados por una febril actividad. Los puertos atlánticos marroquíes exportan cereales, ganado y cueros del interior hacia al-Andalus. Negociantes europeos descargan allí las armas de la Lombardía, la quincallería y la mercería de Milán y de Ginebra, la cristalería de Venecia, etc.
La prosperidad económica se ve acompañada por una intensa actividad intelectual y artística. En esa época surgen sabios y científicos como. Los médicos Ibn Zuhr e Ibn Tufail, los filósofos Ibn Baya (Avempace) e Ibn Rushd (Averroes).
Del punto de vista arquitectónico, monumentos sin par dan testimonio del alto nivel alcanzado en el siglo XII. Citemos como ejemplos, las mezquitas y alminares Koutubia en Marrakech, Tinmel en el Alto Atlas, la Torre de Hassan, el recinto y las puertas de Rabat, la Giralda y los restos del Alcázar de Sevilla.
Recorriendo hoy día una y otra parte del Estrecho de Gibraltar, el observador atento podrá apreciar, in situ, ocho siglos después, la magnitud de esta civilización cuyas tradiciones permanecen vivas tanto en Marruecos como en al-Andalus.

Río Cabe. Herederos de Ali Bey.-

Hace muy poco más de dos siglos Manuel Godoy envió a Marruecos a un catalán llamado Domingo Badía con la comisión de levantar a las tribus del Atlas y el desierto contra el sultán y entregar la tierra al imperio español. El hombre, fingiéndose un príncipe árabe de nombre Alí Bey y con los buenos saquetes de peluconas que obtuvo del valido-consorte de Carlos IV, se dio un garbeo por el país jerifiano, se solazó a sus anchas y dejó escrito un libro que, en definitiva, fue lo único aprovechable de su monumental superchería. Ahora no nos interesa discutir la veracidad o fantasía de sus informaciones o la caradura golfa con que embaucó al sin par Godoy, la lumbrera que se hizo cargo de una España imperial y muy pocos años más tarde la dejó pordiosera y en cueros y bien preparada para la ruina que sobrevino. Pero tampoco nuestro objeto es hacer juicios históricos sobre el esplendoroso Príncipe de la Paz, o acerca de la improbable credulidad de los moros al simular tragarse la añagaza, nos conformamos con recordar de qué modo un truhán se sirvió de Marruecos como pretexto para hacer caer en sus embelecos a un tonto. Un tonto con altas responsabilidades en el estado.
En nuestros días, mandando por delante a un Alí Bey contemporáneo llamado González y en compañía de su cuate Slim, otro genio del gobierno ha ideado una excelente vía para establecer una concordia eterna y fraternal con el vecino del sur: la Alianza de Civilizaciones. Como los tiempos ya no dan para expansiones coloniales, construyamos un templo de bondad, equilibrio y amor, con la sonrisa en los morros y el buen talante en el corazón. Sólo con eso caerán las murallas de Jericó con que los marroquíes se protegen de nuestra agresiva penetración. Y lo están deseando los pobres, tan incomprendidos e injustamente tratados de nuestra parte. Ya se sabe: Marruecos-España, un malentendido histórico. Nunca hubo guerras, degollinas y apresamiento de inocentes, Diego de Torres y su misión de rescatar cautivos jamás existió, ni los mercedarios, ni Monte Arruit, ni etc. El mar nos une – y Mohamed nos separa - como saben bien los pescadores de Barbate y como atestigua toda la línea de atalayas costeras que en Andalucía gritan cómo fue el pasado en realidad; la burocracia represiva marroquí, que tan estupendamente controla las salidas clandestinas, se apresta a trincar los cuartos españoles para seguir haciendo lo mismo; los servicios secretos del Majzen garantizan una cooperación perfecta contra el terrorismo y el tráfico de drogas. Por tanto, la Alianza de Civilizaciones da su primer paso glorioso saltando por encima de diferencias y suspicacias infundadas. Ya lo ha dicho el luminoso ministro de Exteriores: el pueblo español así lo pide (no hay más que preguntar a los habitantes de El Ejido, Roquetas o Níjar para corroborar la clarividencia del prócer), en consecuencia es normal que quien le escribe los discursos involucre al Jefe del Estado en la gansada de la Alianza de Civilizaciones para vestir el muñeco de los negocios que algunos están haciendo. Y hacer negocios no es malo, pero vender humo creando expectativas fantásticas de entendimiento político, cultural y humano, ya entra de lleno en el terreno de la tomadura de pelo. Aunque los acuerdos políticos y administrativos a que se llegue no merezcan la más mínima fiabilidad –como siempre ha sido –, no hay que preocuparse: algunas buchacas engordarán bonito y el Godoy de turno, timonel infalible y sempiterno Rendido (de cansancio y de lo otro), prosigue su atractivo proyecto de arrasar lo que resta de España, por el norte, por el este, por el sur…
Portugueses: aprovechen y reclamen Olivenza, que resultaría lo menos malo de todo, pues, en definitiva, sería una forma de que la ciudad quedara en casa y a salvo de esta panda de asadores de manteca.
Serafín Fanjul.

TARIK Y MUZA. LA INVASIÓN.-


En el año 711 se perdió España para la civilización grecolatina y la religión cristiana, que después de siete siglos habían convertido el mosaico de tribus de la península Ibérica en una de las provincias más importantes del Imperio Romano. Todavía es un enigma histórico, por utilizar el título de uno de los grandes estudiosos de este período, Claudio Sánchez Albornoz, cómo lo que las legiones romanas tardaron 200 años en conquistar pudieron tomarlo los musulmanes en apenas dos años, después de una sola gran batalla, la mal llamada del Guadalete. Aunque conocemos perfectamente las campañas de Tarik y Muza para dominar la España visigoda, lo militar - un ejército de unos 20.000 hombres - no basta para explicar el colapso total, el hundimiento de un reino que tenía detrás más siglos de historia y una civilización más rica que la inmensa mayoría de las naciones actuales. Don Rodrigo era el rey de España en aquel año fatídico y su nombre ha quedado asociado al enigma del suceso y a lo que tiene de presagio y advertencia. Si la navegación para cruzar el estrecho, fue realizada con viento de levante – nada improbable en el mes de Julio – y efectivamente zarparon de Alcázar Sheguer - El Castillo Pequeño - el abatimiento en la misma, les llevó hasta la playa de Los Lances – por algo se llamará así - de Tarifa, en la comarca natural de La Janda.
Era Rodrigo dux, o sea, duque de la Bética cuando murió el rey Vitiza, que pertenecía a uno de los clanes visigodos más poderosos. Como de costumbre, el clan trató de sentar en el trono a los hijos del difunto y, también como de costumbre, muchos nobles godos se negaron a aceptarlos. Lo hacían en nombre del principio de monarquía electiva, tradicional en aquellos pueblos germánicos que irrumpieron en la Historia de roma como Los Bárbaros del Norte, aunque en realidad estuvieran muy romanizados y vinieran sobre todo del Este. Sucede que esa monarquía electiva había convertido cada sucesión regia en una orgía de sangre, en un asesinato tumultuoso donde se decapitaba no sólo a reyes o aspirantes, sino también a familiares, deudos y allegados, para debilitar las candidaturas rivales mediante una dura campaña electoral en pleno cráneo o a la altura del gaznate.
Después de Recaredo, un siglo antes, quedó unificado religiosamente el reino y se acordó una colaboración estrechísima entre Iglesia y Estado. Todo parecía encaminarse hacia el establecimiento de una dinastía que diese continuidad y paz al reino, pero el morbo gótico, la costumbre de tirar de puñal, veneno y espada para acceder al Trono, fue más fuerte que la lógica y el interés. Es cierto que la Iglesia podía haber impuesto normas menos salvajes de conducta, negándose a legitimar al que llegara al Trono asesinando. Ese era el designio de Recaredo y, sin duda, el de los grandes obispos de la familia cartagenera de Leandro e Isidoro de Sevilla. Sin embargo, el fracaso fue estrepitoso. Y a Rodrigo le tocó recoger los frutos de ese desastre a orillas del Guadalete.
La pérdida de España, la destrucción de ese reino visigodo que heredaba una tradición romana y germánica de siete siglos, no se debió, sin embargo, a una conjura palaciega, al impulso irresistible de los musulmanes, a una hecatombe militar o a una guerra civil. Todo eso estuvo presente, pero no era bastante. En la raíz de los males del Estado visigodo estuvo un problema que parece muy abstracto pero que tiene consecuencias bien concretas y cuya actualidad no hace falta señalar: la división de poderes.
España se vino abajo por la mezcla y confusión de lo privado y lo público, lo religioso y lo laico, lo civil y lo militar. Desde el III Concilio de Toledo, los reyes mandaban mucho en la Iglesia y los obispos tomaban parte en la administración de Justicia. La legitimidad, por tanto, estaba en permanente almoneda y cuanto más se corrompían los obispos menos podía pedir cuentas a los reyes, que se ceñían la corona con las manos manchadas de sangre. La Justicia no sólo carecía de independencia sino que dependía de un sinfín de clanes, civiles y eclesiásticos, regionales y gremiales, hasta el punto de que sólo la inseguridad judicial era segura. Los obispos eran nombrados por razones de familia o de partido. Los administradores romanos, que tiempo atrás intentaron conservar los visigodos, habían derivado hacia formas pre-feudales de dependencia. Puede decirse que no existía ni un solo poder autónomo. En consecuencia, el Poder era tan arbitrario como inestable y en vez de preservar algo, lo amenazaba todo.
La muerte de Vitiza acabó con un breve periodo de falsa paz. Su predecesor, Egica, había copiado algunos excesos de Calígula con el añadido de un antisemitismo paranoico: creía sinceramente que los judíos conspiraban contra él, por lo que decretó su liquidación; y los judíos, naturalmente, conspiraron contra él. Vitiza pareció remediar algunas locuras de Egica, pero casi nadie distinguía ya los peligros reales de los imaginarios y los problemas generales de los particulares. Una guerra civil caótica y dispersa estalló en 710 y, al año siguiente, Rodrigo, elegido rey por un grupo importante de nobles agrupado en lo que pomposamente llamaban Senado, tuvo que hacer frente a tres conflictos militares simultáneos: las intrigas y alzamientos del clan vitiziano, la rebelión episódica - pero endémica - de los vascones y la amenaza musulmana en el Magreb Occidental. Era Rodrigo probablemente el primer militar de aquel tiempo - por eso lo nombraron - pero no podía hacer milagros. Cuando extinguía la fogata vascona, una hoguera de insospechadas proporciones se encendió en el Norte de Africa: los vitizianos pactaron con los bereberes recientemente convertidos al Islam una alianza para acabar con él.
No era una alianza contra natura ni representaba novedad alguna. Pensemos que Hermenegildo, que llegó a santo una vez decapitado, pactó con los bizantinos para eliminar a su padre. Y hazañas semejantes esmaltan toda la era visigoda. En el fondo, como suele suceder en las épocas de degradación institucional, todo el mundo pensaba que los atropellos contra la Ley y la moral iban a ser sólo temporales. No sospechaban los vitizianos que los hombres de Tarik y Muza no se iban a limitar a derrotar a Rodrigo sino que los iban a liquidar también a ellos y a quedarse con el reino que tan trabajosamente unificaron Leovigildo y Recaredo. Así que fueron traidores pero, sobre todo, estúpidos. Por anteponer a todo sus intereses partidistas acabaron perdiendo todo y a todos.
El personaje real y legendario que simboliza esa traición vitiziana es Don Julián -cuyo nombre varía según las crónicas posteriores: Ulyán, Ullán, Urbán, Julián -, gobernador militar de y guardián del Estrecho, que en un momento dado, por su relación con el bando vitiziano, pactó la entrega de la ciudad y trasladó al Peñón con barcos de cabotaje a varios miles de guerreros a las órdenes de Tarik. Esa roca convertida en cabeza de playa tomó su nombre y se llamó Yebel Tarik, la Roca de Tarik, derivando luego en latín romanceado hasta Gibraltar.
Mientras Tarik y luego Muza, su jefe, iban conquistando ciudades para el Califa de Bagdad, con la ayuda de los vitizianos y la colaboración inestimable y razonable de los judíos, Rodrigo había bajado de Vasconia a toda prisa para cortarle el paso. Se encontraron junto al Guadalete y, tras algunos días de merodeo, entraron en combate. Según el romance, «en la octava batalla» las alas de su ejército, dirigidas por vitizianos, lo traicionaron abandonando súbitamente el campo y permitiendo la aniquilación del cuerpo central mandado por el propio Rodrigo, que desapareció de la Historia para entrar en la Leyenda.
Fueron tan graves y duraderas las consecuencias de aquella batalla que, con el tiempo, se tejió un relato según el cual Julián, para vengar la seducción o violación de su hija Florinda (llamada la Caba por los muslimes, esto es, la Prostituta) entregó a los moros la católica España con el seductor Rodrigo a la cabeza. No era posible explicar que se perdiera tan gran reino cristiano en una sola batalla, ni que en el 714 ya no quedara ni rastro del poderío visigodo. La pérdida de España se entendió desde entonces como una derrota del patriotismo por falta de virtud, de ahí que se achacara simbólicamente a un pecado sexual la catástrofe militar, política y religiosa que supuso para el mundo cristiano la incorporación de España a los dominios islamitas. Sin embargo, gracias a esa metáfora, la Reconquista tuvo un referente mítico y un objetivo último que alimentaron durante casi 800 años los sueños y ambiciones de los cristianos, unidos o dispersos, de uno u otro reino, contra la Media Luna. Los godos, que fueron un desastre vivos, resultaron eficacísimos después de muertos.
Y en el fondo, la leyenda de que España se perdió por particularismos exacerbados, por falta de valores morales en las instituciones y por un déficit de ética colectiva ejemplificado en el rey Rodrigo, respondía a una realidad. Lejana, dirán algunos, muy lejana. Sólo en el tiempo.
Bajaron la guardia y se produjo la “Alianza de Civilizaciones”.

TORREMOLINOS, NO ES TURISTICO.-

UNA JUNTA DE JUGUETE.- La Junta – siempre con el mayor espíritu de colaboración respecto de Málaga y su provincia – ha decidido NO considerar a Torremolinos, como “Municipio turístico”. Si, por el contrario, al de Santiponce – Itálica famosa y todo aquello - que, al contrario que Torremolinos, NO está gobernado por el Partido Popular.
Acaso por eso, por “proximidad”, su Consejería de Turismo – que nunca comprendí que radicase en Sevilla - supone más méritos para ser “Municipio Turístico” a Santiponce (Sevilla), que a Torremolinos, algo tan absurdo que se explica por si mismo. ¿Y el Consejero del ramo, quiere presentarse para alcalde de Marbella? ¿Con estos antecedentes “penales”?
Le aconsejo que marche hasta el sevillano Parque de María Luisa y, cuando encuentre una coquina viva, vuelva. Igual no le da tiempo a presentarse: mejor; se evita una “inritación”.

CARTA DE AZNÁR AL DIARIO ABC.-


El ABC de hoy trae en portada una fotografía mía y un titular "Aznár: Está claro que el 11-M es parte de la ofensiva del terrorismo islamista". La información procede de mi intervención, ayer, en la presentación de Robert Kagan en un acto organizado por FAES.
No deseo que pueda interpretarse aquello que yo pienso de manera diferente a como realmente pienso. La frase exacta de la que se extrae el titular es la siguiente: "Después de los horribles atentados del 11 de septiembre de 2001, un verdadero acto de guerra en contra de la civilización, y después de lo que hemos vivido en Bali, en Estambul, en Casablanca, en Madrid o en Londres, está claro que el terrorismo islamista ha decidido emprender una ofensiva en toda regla para imponer su tiranía opresiva". Esta frase, en términos muy similares, la he pronunciado numerosas veces en los últimos dos años, dentro y fuera de España. No supone ninguna novedad en mi percepción de la tragedia del 11-M. Si al hablar del terrorismo islamista a partir del 11 de septiembre menciono Londres, Bali, Estambul, Casablanca, y también el atentado de Atocha, es porque existe la percepción generalizada en España y en todo el mundo de que elementos islamistas tuvieron un determinado grado de participación en la autoría material.
No dispongo de información suficiente para determinar hasta dónde llega ese grado de participación, ni si ésta es completa y excluyente de cualquier otra. Tampoco me corresponde hacerlo. Pero quiero asegurar que mantengo todas y cada una de las afirmaciones que realicé en la Comisión Parlamentaria de investigación del 11-M, ante la cual hablé durante once horas el día 29 de noviembre de 2004.
Sigo creyendo que los autores intelectuales de esos atentados, los que hicieron esa planificación, los que yo antes he preguntado cuándo, quién y por qué deciden ese día, precisamente ese día, no anden en desiertos muy remotos ni en montañas muy lejanas.
Sigo teniendo la idea muy clara de que hubo esa planificación estratégica y creo que hay algunos que la aprovecharon al máximo.
Sigo pensando que investigar es la mejor fórmula de conocer la verdad, y de decir la verdad a todos los ciudadanos, y por eso ahora –como hice en la Comisión – pido que se investigue.
Reafirmo lo dicho ante la Comisión tan sólo por deseo de aclarar lo que pienso acerca de la investigación de la tragedia terrorista del 11-M. Por encima de ello están algunas ideas que siempre he sostenido: el deseo común de todo terrorista de someter nuestras libertades y nuestro modo de vida, la necesidad de una indestructible firmeza moral de todas las democracias para derrotar -no transigir, sino derrotar- al terrorismo, y el recuerdo a todas las víctimas, testimonio vivo de dignidad de la democracia.
Con el afecto de siempre.
Esta carta fue la respuesta del Presidente a una tergiversación de ABC, sobre su intervención en FAES. La carta no fue publicada, fue “referida”. ABC, ahora, es “así”.

MORALEDA A LO SUYO: LA INFAMIA.-

DE LA MONCLOA A MOLINA DE SEGURA,
PASANDO POR BARBATE.
Moraleda, el SEC – Secretario de Estado para la Comunicación – no para de “comunicar”. Instalado en su sectarismo antidemocrático, miente como un bellaco al servicio de la nefasta permanencia de sus amigos en el poder. Y - como en el fondo es un chapucero – cuando se ve descubierto, vuelve a mentir – ha sido un error técnico - se disculpa y a seguir.
El tal Moraleda envió los siguientes mensajes:
Pero fue descubierto y se “disculpó”, de la manera tan “original” que puede comprobarse. Su teléfono no solo es “móvil” – que yo sepa, no tienen patas ni se mueve, en todo caso, portátil – sino tan listo que se comunica solo, sin la intervención humana.Por otra parte, en Molina de Segura, dos concejales del PSO – antes PSOE – han falseado un Acta para poder “demostrar” que otro concejal – este del PP, naturalmente – había votado a favor de una resolución que podía favorecer a su mujer. En realidad, llegado el momento de aquella votación, el edil popular, prudente él, se había ausentado. Ahora, este, manifiesta que – si el miércoles no han dimitido los dos “pájaros cantores” – los llevará a los tribunales. Se equivoca: ha de hacerlo en cualquier caso, para conseguir su inhabilitación. Los chorizos, no merecen que se les de “cuartelillo”.

Me recuerdan a un alcalde de Barbate – Serafín Núñez, de la misma reata - que, cuando se intentaba registrar de entrada un documento en su Ayuntamiento, previamente había de leerlo y, caso de “no gustarle”, lo devolvía. Yo lo registraba de entrada en lo que, entonces, se llamaba Gobierno Civil, y – consecuentemente con su idiosincrasia – me puso en su “lista negra”. Todo un demócrata sociata. Terminó inhabilitado, su mejor destino, el que mereció siempre. Era un “pregonao”.