15 mayo, 2006

LA TRAGEDIA DEL “GUADALETE” I.-

ANTECEDENTES.
Con un movimiento ágil el comandante estiró el brazo izquierdo para permitir a su reloj asomar por debajo de la bocamanga del uniforme. La luz roja del planero se reflejó en sus galones de teniente de navío instantes antes de alumbrar su reloj de pulsera que le indicó que faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Fue solo un gesto, pero al segundo comandante le bastó una mirada para interpretarlo, dirigiéndose con decisión hasta el micrófono del altavoz de órdenes generales para difundir por el barco la voz de babor y estribor de guardia. En sus alojamientos, el personal esperaba la orden y no tardaron en ocupar sus puestos para otra salida a la mar. Uno a uno habían ido llegando a bordo solo unas horas antes. Los rostros serios, apenas un movimiento de cabeza al centinela que hacía el punto en tierra apoyado sobre su mosquetón, y otro más disciplinado al suboficial de guardia que a bordo controlaba el embarque de la dotación, para pasar cuanto antes la novedad al segundo. No se trataba de una misión complicada, una vigilancia rutinaria sobre la costa norte de África que les habría de llevar desde el puerto de Ceuta, que se aprestaban a abandonar, hasta el de Melilla, unas 120 millas a levante. Las campanas de la catedral de Nuestra Señora de África se dejaron oír con claridad y su eco aún rebotaba entre las murallas de la ciudad cuando se recibía a bordo la última estacha. Poco a poco, el Guadalete fue despegándose del muelle para iniciar su última singladura. En el puente, el AN. Miranda se hacía cargo de la guardia mientras los hombres se desperdigaban por el barco tratando de adaptarse a las suyas. A su lado, el TN. González de Aldama, comandante del buque, forzaba la vista más allá del cabo de Punta Almina tratando de imaginar lo que les esperaba superado el placentero resguardo que les proporcionaba aquel trozo de tierra. Hacía apenas tres semanas que había tomado el mando del buque y aunque le tranquilizaba el impecable estado en que lo había recibido, lo mismo que el excelente sentido de la disciplina que tanto su segundo, el AN. Moreno, como el comandante saliente habían inculcado en la dotación, se sentía algo intranquilo por el descenso del barómetro que venía observando desde hacía algunas horas. Siempre a su lado, el segundo percibía y compartía la preocupación de su comandante. Embutido en su chaquetón de mar, sabía que aquella marejada y aquel viento fresco de levante no le eran nuevos al buque, sin embargo, comprendía la lógica preocupación que la responsabilidad hacía sentir a su recién estrenado comandante y procuraba con su presencia hacerle llegar fielmente el calor que le hiciera sentir más relajado. Superado el cabo de Punta Almina, el comandante sintió que la mar aumentaba sensiblemente, pero ordenó al AN. Miranda hacer un rumbo casi al sur para barajar la costa conforme a las órdenes recibidas, sintiendo inmediatamente que el barco navegaba muy mal por recibir la mar casi de través. Volviéndose pidió a su repostero que le subiera el chaquetón de mar que recibió a los pocos segundos. Poco después de ponérselo comenzó a sentirse cómodo al calor del abrigo, lo que le proporcionó cierta sensación de bienestar que duró lo que tardó la ola siguiente en devolverle a la realidad de la mar. Definitivamente aquella iba a ser una noche larga, pensó con una sonrisa recordando tantas y tantas noches de insomnio imponiendo su experiencia a la dureza de los elementos. Lo que no pudo imaginar entonces fue que aquella sería la última singladura del barco, ni tampoco quizás que en las próximas horas tendría que enfrentarse a la más amarga de las experiencias que la mar reserva a los hombres que la navegan.
LA POSGUERRA.
Apenas a una semana de celebrar los 15 años de la tan anhelada paz, el país comenzaba a sacudirse de las secuelas de una guerra demasiado dura y cruel. Después de un largo período de ostracismo, los Estados Unidos se acercaban a España sabedores de la importancia estratégica de nuestro país con vistas a un hipotético conflicto con la Unión Soviética cada vez más probable. El día 24 de marzo, mientras el Guadalete daba comienzo a su última singladura, llegaban a Sevilla los coroneles de aviación Iglesias y Jiménez para dar mayor brillantez a los actos conmemorativos del aniversario del vuelo trasatlántico que 25 años atrás había unido la capital Hispalense con la ciudad brasileña de Salvador de Bahía. La gesta era muy parecida a la realizada algunos años antes por el Plus Ultra, pero había una diferencia que la prensa resaltaba orgullosamente en grandes titulares y es que el Jesús del Gran Poder había sido construido íntegramente por la industria nacional. También ese mismo día se recibían en Talavera los seis primeros aviones a chorro, pilar de la futura escuela de reactores del Ejército del Aire. La apertura era un hecho y los días tristes poco más que un vago recuerdo. En la Armada también se vivían momentos de euforia pues, entre otros importantes avances, se acababan de recibir los primeros helicópteros con los que se buscaba volver a despegar en pos de la gloria que los marinos ya conocían desde los tiempos de la aeronáutica, tan injusta y tristemente condenada a desaparecer. Para completar el cuadro del paroxismo nacional, ese mismo día 24, zarpaba del puerto de Odessa el buque Semíramis – una historia que también merece ser contada - en el que 286 veteranos de la División Azul regresaban a sus casas tras largo y desgraciado cautiverio en las frías estepas rusas. Como quiera que por aquellas fechas en España no se conocían los televisores y dado que los rusos se habían negado sistemáticamente a facilitar información sobre las identidades de los prisioneros liberados, es fácil aventurar la fascinación que la radio debía causar en los españoles, ya que cada enlace con el Duque de Hernani, Presidente de la Cruz Roja Española y que navegaba a bordo de la motonave como delegado del gobierno, se convertía en un serial lacrimógeno seguido con inusitado interés y es que fue a través de las ondas como la mayor parte de las familias conocieron el regreso de unos seres queridos a los que en la mayoría de los casos habían dado por muertos.
Por eso, y aunque la Armada se volcó en el tratamiento de los supervivientes y en el de las familias de los muertos y desaparecidos del Guadalete, la noticia de su hundimiento no tuvo quizá la trascendencia merecida en la prensa. El luto era un lastre que ya nadie quería por lo que puede decirse que, finalizados los actos fúnebres, la vorágine de noticias se tragó literalmente la tragedia del Guadalete, sobre todo cuando, tratando sin éxito de hacerlo coincidir con el aniversario de la Victoria, el Semíramis llegaba el día dos de abril al puerto de Barcelona en medio del fervor enloquecido de los catalanes y de tantos españoles llegados a la ciudad Condal desde los más remotos lugares de nuestra geografía. Mientras tanto, ajenos a esta parafernalia, los 78 marinos del Guadalete se aprestaban a vivir las últimas horas del buque y, en muchos casos, también de sus vidas.
Viví – a mis diez años - la tragedia desde bastante cerca. Mi padre me había alertado y vimos con los prismáticos, pasar al buque delante de nosotros entre la bruma de los aguaceros de un día de levante muy fuerte, propio del equinoccio de primavera – la “levantera” de San José, quince días antes, quince después – que se repite, año a año en las mismas fechas. Recuerdo a mi padre mostrar su desacuerdo ante el hecho de que el buque zarpase y, también, que nos desplazamos aquella mañana - creo que de domingo - desde Ceuta hasta Punta Cires para seguir, desde más cerca, las vicisitudes del barco. Recuerdo al dragaminas, cavitando – hélice al aire – casi detenido, con un viento de todos los demonios, intentando, desesperadamente, evitar ponerse de través al viento, sin fuerza suficiente en las máquinas, para vencer aquellas condiciones de la mar. Y recuerdo haber quedado muy impresionado por la tragedia. Pocos días después, me llevaban a Barcelona a recibir al “Semíramis”, hasta la bandera de héroes, el momento público más emocionante que he vivido, y la tragedia pasó a segundo plano. Mi tío abuelo Pedro, antiguo Coronel del Regimiento 262 en Rusia, lloraba – todo un General de División, ex Comandante de la VI Bandera, llorando - al volver a ver a sus subordinados tantos años prisioneros del comunismo. ¡Que bonito ver vibrar a una España sensible!
EL GUADALETE.
Una de las conclusiones de la Guerra Civil en materia naval fue la necesidad de disponer de unidades especializadas en el rastreo y limpieza de minas, tarea asignada con escaso éxito durante la contienda a pesqueros y embarcaciones deportivas. Fueron precisamente las siete unidades de la clase Bidasoa, entre las que se contó el Guadalete, las primeras con que contó la Armada dedicadas a este específico menester. El diseño era el Minensuchboote alemán del que la Kriegsmarine encargó 236 unidades ya en plena Guerra Mundial. España construyó 14 de estos buques, en dos series y con alguna modificación. En principio el proyecto fue ofrecido a la industria privada, pero no se encontró ninguna firma que se comprometiese a los pliegos de calidades y sobre todo a los plazos de entrega, aunque estos también eran sistemáticamente incumplidos por la industria estatal. En cualquier caso el pedido terminó encargándose a la Factoría de BAZAN en Cartagena, aunque más adelante la de Ferrol se hizo cargo del Tambre y del Guadalete. que besaban finalmente las frías aguas atlánticas el 18 de octubre de 1944. Un poco antes, en junio de ese mismo año, se bautizaba a la serie con nombres de ríos de nuestra geografía, y ya desde el principio se hicieron patentes diversas deficiencias achacables a la mala construcción, lo que obligó a duplicar los presupuestos para obras de modificación, que si bien eliminaron o redujeron los defectos, produjeron también un incremento notorio de pesos en todas las unidades, fundamentalmente debido a la poca calidad de los materiales empleados. El producto final fue un dragaminas de 585 toneladas, construido en su totalidad en hierro remachado que presentaba una proa recta y algo lanzada, con ligero arrufo y formas marineras. El castillo se extendía hasta los dos tercios de su eslora, dejando la toldilla ocupada por una pieza de artillería, los paravanes y la maniobra de equipos de rastreo. La estructura del buque era del tipo transversal con 10 compartimentos estancos. La propulsión corría a cuenta de dos calderas Yarrow que quemaban carbón – seña inequívoca de diseño antiguo para un buque de guerra de su época - con tiro forzado para alcanzar una potencia máxima de 2400 caballos a 240 revoluciones. La artillería del diseño original fue sustituida por un cañón de 88 mm., un montaje sencillo de 37/80 y dos ametralladoras de 20 mm. Completaba el pertrechado del buque un equipo de botes formado por uno a motor de 8 metros de eslora, un chinchorro de 5 y una pareja de balsas salvavidas, insuficientes todos para los 90 hombres que habrían de constituir su dotación teórica.En cualquier caso cuando quedó alistada la primera serie, bautizada oficialmente como clase Bidasoa y conocida popularmente como los dragaminas del Báltico, estaba ya muy desfasada, al carecer de equipos modernos debido al colapso alemán, sobre todo para minas magnéticas, ya que sus cascos de acero constituían un excelente polo de atracción para esas mortíferas armas. Durante muchos años se trató de cambiar los insuficientes paravanes por rastras Oropesa, algo que no se alcanzó hasta los convenios hispano-americanos del 53. Proyectados para las tranquilas aguas del Báltico, los Bidasoa, no estaban en absoluto preparados para los agitados mares que bañan nuestras costas, presentando además cierta tendencia a hocicar de proa. Su escaso francobordo les hacía embarcar mucha agua a poco que se levantase la mar. Si a esto añadimos que habían sido diseñados para quemar el excelente carbón alemán de la cuenca del Rhur en lugar del nacional de mediana calidad, y que en aquella época la Armada se las veía y se las deseaba para encontrar personal de máquinas capacitado, ya que para entonces la maquinaria diesel había desplazado prácticamente a la propulsión a vapor en las flotas pesqueras y mercante, puede adivinarse que el final del Guadalete no puede achacarse en exclusiva a la mala suerte o a un temporal más o menos intenso.

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