15 mayo, 2006

LA TRAGEDIA DEL “GUADALETE” III.-


En el momento de abandonar el buque, permanecían en el puente el comandante y los AA.NN. Moreno y Miranda. Al observar estos una sombra de duda en la mirada de su comandante le rogaron que no hiciera tonterías al tiempo que le advertían que no abandonarían el barco sin él. Finalmente, tras rezar una salve y conjurarse para que los que consiguieran salvar la vida visitaran a las familias de los que no lo lograran, decidieron abandonar el buque. Encontraron entonces que la puerta de babor les quedaba lejos y, debido a la escora, inaccesible, por lo que decidieron bucear para tratar de alcanzar la de estribor, para entonces ya completamente sumergida. En un momento de calma relativa, llenaron sus pulmones de aire, unieron sus manos y bucearon en dirección a la puerta de estribor. El primero en salir fue Miranda que llevaba en una mano un salvavidas con las claves secretas y el cuaderno de Bitácora mientras que con la otra tiraba del segundo, que a su vez arrastraba al comandante, este al salir se golpeó la cabeza con una antena y quedó momentáneamente aturdido, pero se recuperó enseguida al contacto con las frías aguas. Así, agarrados unos a otros y todos al salvavidas de las claves se encontraron alejados unos 50 metros del barco cuando lo vieron hacer una última pirueta antes de hundirse de popa desapareciendo en pocos segundos.
Poco a poco se fueron reuniendo con otros náufragos que se mantenían a flote agarrados a tablas de madera, formando entre todos un corro en el que no faltaban las oraciones y las voces de ánimo. A unos 500 metros de ellos divisaron una balsa repleta de gente y unos 30 hombres agrupados a su alrededor sin que ninguno de los grupos pudiera acercarse al otro debido a la furia de los elementos.
La situación comenzaba a hacerse alarmante, se encontraban físicamente extenuados y moralmente desesperados, El segundo, que estaba en una magnífica forma física, nadaba entre los náufragos para obligarles a mover brazos y piernas, algo que la mayoría ya solo acertaba a hacer para no hundirse cuando una ola los golpeaba. Fue entonces cuando vieron los palos de un mercante. El cabo Martín Vivancos comenzaba a desfallecer cuando, a su lado, el comandante le indicó la presencia del mercante, reclamándole un último esfuerzo y ofreciéndole agarrarse al trozo de madera que le sustentaba a él, un gesto que seguramente salvó la vida al cabo.
El mercante se dirigió a este grupo de náufragos que ya había perdido de vista al grupo de la balsa. Después de una maniobra intachable se colocó a sotavento comenzando a largar redes, escalas y roscos salvavidas, mientras la propia mar arrojaba a los náufragos al costado del buque. Los primeros en subir fueron algunos marineros y un suboficial mecánico, mientras en una escala los AA.NN. ayudaban a subir a varios marineros exhaustos y en otra distinta el comandante volvía a encontrarse con el cabo Vivancos, al que trataba de ayudar a subir, pero al cabo le faltaron las fuerzas y cayó, hundiéndose en el mar, por lo que el comandante lo agarró, zarandeó y pellizcó, obligándole a poner las manos sobre la escala. Finalmente tras no pocos esfuerzos Vivancos caía agotado en cubierta. Por poco, pero había ganado el pulso a la muerte. Una vez a salvo el cabo, el comandante comenzó a trepar la escala con muchas dificultades, una ola quiso venir en su ayuda, aupándole hasta la mitad de la escala, sin embargo, el golpe de mar siguiente le aplastó de tal forma contra el costado del buque que cayó al agua, aunque pudo asirse otra vez a la escala y comenzar de nuevo la penosa ascensión. Pero era ya un esfuerzo demasiado grande por lo que, falto de fuerzas, se detuvo en mitad de la escala sintiendo un enorme deseo de ceder a la sutil tentación de dejarse llevar, momento en que sintió una voz que le animaba a seguir ascendiendo. Era el segundo que desde el agua le gritaba pidiéndole que no se rindiera, pero ya no podía más, eran muchas horas de tensión acumulada y la fatiga se había apoderado de él por lo que encomendando su alma a Dios metió los brazos entre los peldaños de la escala incapaz ya de sentir como desde el barco izaban la escala para subirlo a bordo, devolviéndole así a la vida. Antes de perder el conocimiento por agotamiento, aún tuvo tiempo de asomarse por la borda tratando de trasmitir ánimo al segundo que, agotado también, se mordía furiosamente las manos para reaccionar y evitar otra caída que hubiera sido probablemente definitiva. Más tarde el segundo contaría como él mismo llegó a caer hasta tres veces antes de conseguir verse a bordo del mercante. El desvanecimiento del comandante no duró mucho, ya que apenas cinco minutos después recobraba el conocimiento y pedía hablar con el capitán del mercante. Se trataba de un buque de bandera italiana con rumbo a La Spezia que respondía al nombre de Podestá. Una vez advertido el capitán de que había más náufragos en una balsa, el comandante pidió ver a sus hombres, por lo que fue conducido a la sala de máquinas donde se recuperaban los entumecidos náufragos tratando de entrar en calor.
La Tragedia. El salvamento del primer grupo de náufragos, aunque costosísimo, había resultado un éxito y cuando la dotación del Podestá informó casi una hora después que habían avistado la balsa, comandante y segundo del ya desaparecido Guadalete recibieron la noticia con alborozo y, haciendo acopio de energías, corrieron a cubierta para tratar de colaborar en la recogida del resto de los hombres de su dotación que presentaban un aspecto patético. Sin embargo, el salvamento de esta segunda parte de la dotación resultó una tragedia ya que para entonces el grupo llevaba casi tres horas en el agua y estaban literalmente agotados, por lo que los que conseguían asirse a las escalas apenas podían ascender y fueron muchos los que se ahogaron al soltarse de la balsa para tratar de agarrarse a la escala y muchos también los que perdían las fuerzas cuando ya estaban asidos a las escalas y caían, arrastrando en su caída a los que les seguían. De entre los náufragos del grupo de la balsa tuvo una actuación especialmente heroica el contramaestre, don Mariano Romeral, que ya había tenido un comportamiento excepcional durante las últimas horas del Guadalete y que, al llegar en la balsa al costado del Podestá, todavía hizo esfuerzos sobrehumanos para cobrar una falsa amarra que le arrojaron desde el mercante. Una vez firme la amarra a la balsa no consintió en subir hasta que no lo hubieran hecho los demás, animándoles y dando instrucciones para hacer la subida más rápida y ordenada. Cuando por fin subió él mismo, estaba tan al límite de sus fuerzas que le pusieron una inyección para tratar de reanimarle, pero murió de agotamiento pocos minutos después. El Podestá se mantuvo en la zona del desastre durante cuatro horas tratando de localizar algún superviviente, hasta que su capitán notificó al comandante del Guadalete que la búsqueda era inútil, pues resultaba humanamente imposible sobrevivir a semejante frío y mar, además no tenían proyector y la noche era muy oscura. Aquello debió de significar otro golpe tremendo a la moral del comandante que para entonces ya era conocedor de que entre muertos y desaparecidos había perdido a 34 hombres. Para colmo el capitán del Podestá le hizo saber que debía continuar su derrota a la Spezia, pues ya se había retrasado considerablemente y tampoco se atrevía a entrar en puertos españoles debido a las condiciones atmosféricas y al desconocimiento de sus enfilaciones, aunque finalmente accedió a entrar en Gibraltar con el apoyo del comandante del Guadalete.
Al llegar a la bahía de Gibraltar se aproximó a ellos un remolcador a bordo del cual venían el comandante del Guadalhorce y el Capitán de Corbeta Mollá, comandante del Guadalete hasta que, veinte días antes, lo había entregado al Teniente de Navío González de Aldama. En este punto se vivieron escenas de intensa emoción pues al primero se le agradecía el aliento trasmitido por radio hasta el último momento de vida del buque y al segundo lo recordaba la dotación con intenso cariño.A la llegada de los náufragos a Algeciras, donde esperaban las autoridades civiles y militares de la provincia, se siguieron dando escenas de gran dramatismo, sobre todo al desembarcar el cadáver del contramaestre que fue trasladado al Hospital Naval en San Fernando.
Epílogo. Todos fueron valientes. En su informe, días después, el comandante del Guadalete destacaba el comportamiento heroico y ejemplar de todos los miembros de su dotación, cuya formación militar y disciplina consideraba una herencia del Capitán de Corbeta Mollá así como consecuencia del continuo esfuerzo y dedicación del segundo comandante, del Jefe de Máquinas y del Alférez de Navío Miranda, con los cuales había comentado el orgullo que sentía de mandar a una dotación tan extraordinaria en todas las facetas. Del heroico comportamiento del Jefe de Máquinas hacía el comandante una mención especial. Serafín Echevarría Expósito, capitán de Máquinas de la RNA, era un hombre de 55 años, el mayor del barco con diferencia, pero conservaba un encomiable espíritu de trabajo y un extraordinario sentido del cumplimiento del deber. Durante el temporal dio muestras constantes de profesionalidad y conforme se acercaba la pérdida inevitable del buque fue creciéndose en la brega y en el aliento a la dotación mientras sentía declinar sus energías. Probablemente sabía que su supervivencia era muy difícil. Murió en silencio, cuando sencillamente se le agotaron las fuerzas. Su cuerpo jamás apareció. Los dos AA.NN., Moreno y Miranda, tuvieron un comportamiento destacado tanto en lo profesional como en lo humano. Durante las primeras horas del temporal cumplieron callada y disciplinadamente cuantas órdenes recibieron de su comandante aportando al mismo tiempo con su serenidad y sus conocimientos del buque el mejor ambiente para enfrentarlo a su tremendo infortunio. El AN Miranda pasó prácticamente todas las horas en el puente junto al comandante como un perfecto colaborador. El AN. Moreno fue un modelo como oficial y como segundo. No descansó un solo momento y estuvo en todas partes donde resultaban necesarias su energía y su competencia. La buena disposición de la dotación hasta el último momento se debió en gran medida a su constante estímulo. Muchos de los náufragos lograron sobrevivir gracias a su presencia de ánimo y apoyo continuo. El sargento 1º † Radio, don Manuel Samper Barrionuevo, tuvo una actuación muy meritoria, aplicándose mucho más allá del estricto cumplimiento del deber y procurando en todo momento mantener el enlace radio, lo que consiguió a pesar de las pésimas condiciones de trabajo y de las constantes averías que aumentaban conforme el buque se acercaba a su inexorable final. Su cuerpo fue recuperado días después por el Císcar. El comportamiento del sargento contramaestre, don Mariano García-Romeral Fernández fue verdaderamente heroico. Durante el temporal se le vio siempre en los puestos de mayor riesgo y su serenidad fue una de las causas de que la gente mantuviera la calma en los momentos más difíciles. Su constante espíritu de trabajo fue poco a poco minando sus energías pues bien se le veía taponando entradas de agua como organizando cadenas humanas para achique de las cámaras de calderas o llevando personalmente sacos de aceite para colgar de la borda tratando de reducir la potencia de los golpes de mar. Su mayor preocupación fue el buen estado y trincado de los botes salvavidas y se le vio varias veces exponer su vida para proteger y trincar el bote a motor, conocedor de la enorme importancia que podría llegar a tener, e incluso luchó lo indecible por recuperarlo cuando la mar lo inutilizó momentos antes del hundimiento del buque. Una vez en el agua mantuvo su preocupación por mantener a la gente unida y despierta. Con gran esfuerzo logró hacer firme una falsa amarra a la balsa que permitió a muchos pasar ganar las escalas. Este gesto sin duda salvó muchas vidas, pero el perdió la propia por agotamiento a poco de subir a bordo del Podestá. El Mecánico segundo, don Pedro Muñoz García tuvo también un comportamiento destacado, pues más allá de sus funciones de mecánico, dejó buena parte de sus energías haciendo las faenas de fogonero al tratar de levantar presión de calderas. Otro mecánico, el cabo José Díaz, puso en constante peligro su vida entregándose durante muchas horas a llenar y mantener los sacos de aceite que colgaban de la borda. En más de una ocasión salvó milagrosamente la vida cuando olas descomunales barrían violentamente la cubierta. El marinero especialista maniobra José Corona también se distinguió muy honrosamente. Durante más de diez horas se mantuvo desempeñando su trabajo de timonel sin un solo gesto de cansancio mientras luchaba con las olas que trataban de atravesar el barco a la mar. En los pocos momentos en que fue relevado de su duro trabajo, se unió espontáneamente al personal que trabajaba en cubierta en durísimas condiciones. Probablemente murió ahogado a consecuencia del frío, del cansancio o de ambas cosas. Su cuerpo jamás apareció. Hubo también un héroe anónimo. Después del desastre y como si la memoria quisiera dejar ese puesto vacante a cualquiera, nadie fue capaz de recordar la identidad de un marinero que en el momento de recuperar al grupo de náufragos de la balsa descendió por una de las escalas del Podestá ayudando a recoger y a subir al personal que a duras penas se mantenía en el agua.
En su informe el comandante hace también mención especial de otros hombres cuyo trabajo en silencio y en condiciones durísimas ayudaron a prolongar la vida del buque en unos casos y la de sus tripulantes en otros, se trata del torpedista don Manuel Martínez Lanceta, del sargento fogonero don Manuel García Moreno o del Cabo Manuel Castillo. El comandante concluye su informe lamentando no poder dar más nombres concretos ya que debido al cansancio había olvidado muchos detalles de la pérdida del barco. Destacaba la actuación en general de todos los miembros de la dotación y se lamentaba también de la tremenda desproporción entre el temporal y las modestas condiciones marineras de su barco, además de la pobre calidad del carbón que debía alimentar sus calderas. El comandante cita precisamente la mala calidad del carbón como causa principal del hundimiento del barco, sin menospreciar otras como la deficiente estanqueidad en escotillas, puertas y tapas de carboneras, la falta de válvulas de cierre en atmosféricos o la escasez y mala disposición de falucheras de desagüe. Sin estos defectos y aún con ellos, si el carbón hubiera sido capaz de proporcionar la necesaria propulsión, el barco no se hubiera perdido, pues su estabilidad era buena, ya que aguantó y recuperó durante horas balances de más de 50†, y su construcción sólida, como demuestra el hecho de haber aguantado la dureza del temporal sin perder un solo remache. La pérdida de buena parte de la dotación debe achacarse en partes iguales al deficiente calzado de los botes, que no resultaron lo suficientemente sólidos para la dureza del temporal, el mal estado de los chalecos salvavidas, que muchos hombres debieron ajustarse con rebenques y cables de fortuna por faltarles a muchos de ellos las cintas de amarre y, sobre todo, al agotamiento, pues la mayoría llegaron al agua extenuados por el esfuerzo hecho durante el temporal. De estas, las dos primeras causas pueden y deben achacarse a la falta de lo que hoy llamaríamos una SEGOP adecuada. Los siete cadáveres recogidos por el destructor Císcar estaban sin chaleco, sabiéndose fehacientemente que los fallecidos lo llevaban al abandonar el buque. Al parecer, al faltar las fuerzas, los infortunados náufragos levantaban los brazos debido al diseño del propio salvavidas escurriéndose y dejando escapar el chaleco por la cabeza. En cuanto a la falta de energías de los náufragos, es cierto que llegaron al agua sin apenas fuerzas por habérseles exigido un esfuerzo descomunal mientras duró el temporal, lo que se entiende como deber de todo comandante en su objetivo de intentar salvar el barco. Durante unos días la prensa nacional y local se refirió al hundimiento del Guadalete y a la pérdida de 34 de sus hombres con grandes muestras de condolencia y exaltación de las gestas heroicas que aquella jornada se vivieron en aquellas agitadas y frías aguas, pero no hubo de transcurrir mucho tiempo para que la tragedia quedase en el olvido, se vivían tiempos de esperanza, los acontecimientos parecían querer dar un cambio en la vida de los españoles y, en concreto la llegada del Semíramis a Barcelona pocos días después de la desgraciada desaparición del dragaminas, acapararon la atención de la prensa nacional relegando al ignominioso olvido la desventura del barco y de tantos de sus hombres. La Armada, lo mismo que la ciudad de San Fernando, si reconoció y, al menos durante algún tiempo, mantuvo viva la memoria de la desaparición del Guadalete y de 34 de sus tripulantes, así como de los rasgos épicos de que hizo gala su dotación. El propio Ministro de Marina, Almirante Salvador Moreno Fernández, antes de presidir los funerales en San Fernando, visitó uno por uno a los supervivientes, lo mismo que a las familias de fallecidos y desaparecidos, antes incluso de interesarse por el estado de su propio hijo, el segundo del Guadalete. El viejo adagio de que el tiempo lo borra todo cobra una especial dimensión en el desafortunado caso del Guadalete. Sin referencias en la RGM y desaparecida la memoria escrita con el incendio que asoló los archivos de la Armada en la Zona Marítima del Estrecho en los años 70, no queda más que el recuerdo borroso en la mente de los supervivientes de la tragedia que han sobrevivido al paso de los tiempos, y una oscura y gastada inscripción en el cementerio de la ciudad que les dio el adiós postrero. Incluso en el libro Buques de Guerra Españoles 1885-1971, de Aguilera y Elías, se cita de pasada el hundimiento del buque que “se saldó sin víctimas” (sic). Después de todo así es el destino de los verdaderos héroes y los 34 muertos y desaparecidos del Guadalete lo fueron con todas sus consecuencias. Que descansen en paz.
Conclusión. A las diez de la noche del 24 de marzo de 1954 el dragaminas Guadalete iniciaba su última singladura que habría de finalizar veinte horas después con su trágico hundimiento unas 18 millas a levante de Punta Almina. Ocho de sus tripulantes fallecieron ahogados o literalmente extenuados por el gran esfuerzo contra un durísimo temporal, otros 26 desaparecieron y probablemente murieron ahogados víctimas del mismo esfuerzo. Las razones del hundimiento deben repartirse entre el temporal, excesivo para un barco de tan escaso tonelaje, sus defectos de fabricación y la escasa sensibilidad de la época en materia de seguridad. Antes, durante y después de su hundimiento, se vivieron a bordo y en la mar escenas tan dramáticas como gloriosas. Supervivientes, fallecidos y desaparecidos dieron una lección de profesionalidad tratando primero de salvar el barco y una vez perdida toda posibilidad de mantenerlo flote, dieron también un generoso ejemplo de altruismo al enfrentarse, en unos casos a la muerte y en otros a la difícil supervivencia, sin perder de vista en ningún momento los compromisos de compañerismo, lealtad y abnegación que han adornado desde siempre a los marinos españoles. Hace cincuenta años, al atardecer del 25 de marzo de 1954, las aguas del mediterráneo español fueron testigo silencioso de una brillantísima página escrita por 78 hombres valientes, 78 marinos ilustres de los que 34 perdieron la vida en circunstancias tan trágicas como heroicas. Sirvan estas líneas como el beso agradecido que, cincuenta años después, depositamos en sus frentes doloridas los marinos de hoy, los que gozamos de una Armada levantada a golpe de sacrificio de tantas vidas humanas perdidas en el difícil arte de vivir y morir en la mar.
Sobre un estudio de Luís Mollá Ayuso. Marino de Guerra.

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