16 mayo, 2006

LOCURA EN TORNO AL “SEMIRAMIS”.-



EL REGRESO DE LOS “EMBAJADORES EN EL INFIERNO”.-
Con una buena asistencia para la publicidad que había recibido (dentro de la Facultad de Historia de la Universidad de Sevilla no había ni un solo cartel anunciador, más que en la puerta del aula donde se celebró, que asimismo nos costó trabajo encontrar), sólo el boca a boca, invitaciones repartidas desde la Universidad de Sevilla o desde la propia Fundación División Azul, así como una reseña en la sección de anuncios de la revista Soldiers, asistimos a un acto profundamente emotivo.
Emotivo porque, por encima de las respectivas y posiblemente distintas ideologías políticas de los asistentes, la gesta de la División Azul, especialmente la de los prisioneros que, en condiciones extremas mantuvieron su dignidad y su orgullo de españoles, ha sido injustamente olvidada o despreciada, en la actualidad, sólo se habla de si muchos o la totalidad de sus miembros fueron reclutados obligatoriamente, mientras que, en realidad, y según quedó suficientemente demostrado por las declaraciones de D. Angel Salamanca y los comentarios de los antiguos miembros de la División asistentes, no sólo no fue necesario realizar reclutas forzosas, sino que hubo miles de voluntarios que, por encontrarse los efectivos previstos totalmente cubiertos, no pudieron marchar hacia la gloria y la muerte, como si de legionarios cumpliendo con los espíritus de acometividad y de acudir al fuego se tratara. Asimismo, fue muy interesante, incluso para quien esto escribe, que ha leído varios libros sobre el tema, conocer la historia de boca de uno de sus protagonistas, de una persona que escribió la historia con su sangre y su sudor en los trabajos forzados siberianos, una historia escrita a golpe de los temibles látigos rusos y los culatazos de los centinelas, una historia de amistad, compañerismo, traición incluso por parte de algún prisionero o de españoles que colaboraron con los rusos.
D. Angel Salamanca nos relató de forma amena, didáctica y apasionante, cómo, en los inicios de la batalla de Krasny Borj, las posiciones españolas fueron literalmente machacadas por 800 cañones rusos durante dos horas, preparando el asalto y cómo, esa misma preparación artillera, fundió la nieve, a pesar de los 25 grados bajo cero que soportaban, obstaculizando el paso de los blindados enemigos, con el resultado, inesperado dada la asombrosa desproporción, en número y material, de las fuerzas defensoras con respecto a las atacantes, de que los rusos no lograran plenamente sus objetivos.
La falta de comida, la habilidad de algunos españoles, como D. Victoriano Rodríguez, para "lidiar" con los rusos, las distintas negociaciones, los intentos desesperados de contactar con sus familiares en la Patria, pasaron ante nuestros ojos y, por fin, la liberación, las cinco expediciones de regreso y el reencuentro con los familiares y amigos.
Entre los asistentes, como ya he mencionado, se encontraban personas de muchas edades, desde jóvenes que, al parecer, querían conocer la historia que, a menudo, se les oculta, hasta quienes vivieron esa misma historia y ahora la comentaban con quienes fueron sus compañeros de fatigas, personas que, durante el debate, hicieron interesantes preguntas que mostraban claramente su interés y curiosidad por el tema. Por último, aconsejar, a título personal, a los interesados en la historia de la División Azul, leer la serie de libros "La Gran Crónica de la División Azul", obra del ex divisionario, recientemente fallecido, D. Fernando Vadillo, el libro "Esclavos de Stalin", escrito por D. Angel Salamanca o la obra "Nieve Roja", escrita por los hermanos Fernando y Miguel Angel Garrido Polonio, sobre la repatriación de los restos de los divisionarios caídos en Rusia y, por último, si tienen ocasión, visitar el pequeño museo existente en la sede madrileña de la Fundación.
HABLA EL SARGENTO ANGEL SALAMANCA, MEDALLA MILITAR INDIVIDUAL.
El día que perdí a 1.000 compañeros. El 10 de febrero se cumplirá el 60 aniversario de Krasny Borj, la más dura batalla de la División Azul en el frente ruso. un superviviente, el entonces sargento Angel Salamanca, rememora como la nieve se lleno de cadáveres de compañeros y enemigos.
«Parece que el cielo se va a desplomar encima de ti, que se acaba el mundo, que nadie va a quedar vivo. Faltaban pocos minutos para las siete de la mañana del 10 de febrero de 1943 y había comenzado el miércoles negro en Krasny Borj. La artillería rusa inició el castigo sin piedad. Los españoles que estábamos en primera línea corrimos a los búnkeres a cobijarnos de los fogonazos de más de 800 cañones que hacían agujeros tan grandes como plazas de toros. La tierra temblaba y el humo hacía difícil la visibilidad. Estábamos escondidos como ratas en el búnker, a 2,5 metros de profundidad. Todo era ruido, fuego, gritos, lodo, nieve y sangre. El termómetro no subía de los 25º bajo cero. Pese al frío, se sudaba, pero no se comía, ni se bebía, ni se fumaba, ni se daban los buenos días.
Muchos oficiales, en labores de vigilancia, fueron alcanzados con los primeros bombazos, dejando sin mando a la tropa. Fue ésta una de las claves de la batalla. Se decía que nunca caía un obús o un mortero donde ya había caído otro. Mentira. Caían por cientos, unos encima de otros, y al explotar esparcían metal caliente en todas direcciones. Cada una de las 800 bocas vomitaba fuego cada 10 segundos, el tiempo necesario para cargar y disparar. Enseguida se sumaron los famosos organillos de Salín, camiones con plataformas de artillería que disparaban consecutivamente, provocando un ruido atroz, como si fuesen órganos. Tanto poderío militar para el sector tan reducido por el que se peleaba era una barbaridad.
La División Azul estaba desplegada en el norte del pueblo de Krasny Borj, en un frente de 20 kilómetros de largo al sur del sitiado Leningrado. Desde 1941 los alemanes habían cercado la ciudad y, en su intento definitivo por acabar con el sitio, los soviéticos habían elegido Krasny Borj. Estábamos, pues, en el eje de su ataque. Mi unidad, unos 5.000 hombres -aproximadamente un tercio de los efectivos españoles- se encontraba allí.
Yo estaba incorporado como sargento a la Quinta Compañía del II Batallón del Regimiento 262 – mandado por el Coronel D. Pedro Pimentel Zayas -- a las órdenes del capitán Teodoro Palacios, quien me destinó a la segunda sección, al mando del alférez Céspedes. A mi cargo tenía un pelotón reducido de 35 hombres. Venía de un larga experiencia en combate en primera línea adquirida en los frentes de Aragón, Madrid y Cataluña durante la Guerra Civil desde agosto de 1936, cuando tenía 17 años. Me enrolé en la División Azul en verano de 1942, en Logroño. Cuando empezaron las hostilidades aquella mañana del 10 de febrero, en realidad hacía ya días que sabíamos que algo gordo se cocía en las filas rusas. En las trincheras, Radio Macuto informa con mucha antelación. Un ucraniano que se pasó al bando español en la noche del 9 de febrero fue la señal inequívoca de que el ataque era inminente: llevaba ropa interior nueva, una costumbre local antes de la batalla para morir limpios y puros si caían abatidos en combate. Entendimos rápidamente que en pocas horas empezaría el baile. Había tensión, pero no miedo. El fuego de artillería duró más de dos horas, en las que se produjo la mitad de las bajas del día. Al cesar la artillería, comenzaron las pasadas de la aviación enemiga, que hostigaron especialmente a nuestra Quinta Compañía; sólo en el pelotón bajo mi mando hubo una decena de bajas, entre muertos y heridos, en las tres primeras horas. Otras compañías fueron literalmente trituradas. Pese a que el avance terrestre del Ejército Rojo se produjo por cuatro líneas de penetración con una división en cada una -44.000 hombres en total-, se toparon con serias dificultades. El calor de la artillería había dejado el acceso a nuestras nevadas posiciones como un completo barrizal por donde los carros de combate KV-1 y T-34 quedaban atascados y los esquiadores, empantanados.
Pero más importante fue que no esperaban nuestra respuesta. Creían que tras el bombardeo estaríamos todos muertos. Y lo que hicimos fue salir a nuestros puestos, emplazar las máquinas y recibirlos a fuego limpio. Las órdenes del capitán Palacios eran claras: "¡Resistir y resistir!". Aunque la infantería rusa llegaba por oleadas, lo hacía muy desordenada y pudimos repeler los primeros ataques. Había que resistir hasta morir. Pero iban acumulándose las bajas; entre ellas la del alférez Céspedes. Si había heridos, se les evacuaba. Si había cadáveres, se apartaban para no pisarlos y se seguía disparando. El espectáculo era dantesco. Para coger una pistola y pegarse un tiro. A media mañana, los rusos habían perforado el frente por tres sitios, pero los capitanes Campos, Oroquieta, Aramburu – muchos años después Director General de la Guardia Civil - y Palacios resistían a duras penas con seis compañías muy debilitadas. La Luftwaffe no hacía acto de presencia; y la División SS Volkspolizei, situada en la media distancia, no podía auxiliar, pues debía aguantar para hacer frente a una previsible embestida rusa. A mediodía estábamos prácticamente cercados por el flanco izquierdo. Mi sección, sin oficial al mando, era ya un islote con unos pocos supervivientes. Sólo pude atrincherarme y abrir fuego de costado. Primero con un único tubo de mortero que defendía Joaquín, un cabo de Ponferrada. Cubría su ojo izquierdo con una mano porque le habían pegado un tiro en la cara. Nos retiramos por la trinchera de evacuación y regresé con dos soldados más para recuperar parte de la munición y alimentos del búnker y destruir el resto. Tiramos bombas de mano como locos. Al retirarnos al enclave donde resistía Palacios, éste me dijo: "¡Salamanca, desde este momento eres Medalla Militar!". Acto seguido acudí al sector del puesto de mando. Sólo quedaba operativo un fusil ametrallador, pero causó estragos.
Llegaban columnas con medio centenar de hombres que eran abatidos sistemáticamente. Disparábamos ferozmente, sin parar, esperando a que el enemigo se encontrase a menos de 100 metros, disparábamos al bulto. Pero hasta un ciego habría hecho blanco. Toda la potencia de fuego de la máquina, 1.300 disparos por minuto, provocó una carnicería en las filas enemigas y nos mantuvo con vida. No es que nuestro cañón estuviese caliente, es que estaba al rojo vivo. En la refriega, tres veces cayó el soldado que la servía. Cuando un cuarto soldado me dijo con la mirada: «Sargento, ¿quiere usted que me maten?», decidí empuñar personalmente la ametralladora. Al cabo, los rusos acertaron con una granada de 120 que cayó ante el cañón. Salí despedido cuatro metros, perdiendo el conocimiento momentáneamente, la cara llena de sangre y metralla y una ceguera casi total por el alumbramiento del fogonazo. Fui evacuado al búnker. Luego supe que tenía también una herida de bala en la rodilla. Sin munición, con la mayoría de los supervivientes heridos y los indemnes, agotados, el final estaba próximo. A las tres de la tarde, un soldado entró al búnker: "De parte del capitán, que salgáis todos; estamos hechos prisioneros". Los 25 heridos salimos y encontramos a otros 18 hombres con las manos en alto con el capitán Palacios al frente. Nos mandaron formar e hicieron un simulacro de fusilamiento pero sólo se tiraron como fieras sobre nuestros relojes y todo lo que llevábamos. El trayecto hasta Kolpino, en fila de a tres, fue entre una alfombra de cadáveres. No nos trataron mal gracias a un jefe de escolta mongol que no debió de haber otro mejor en toda la Unión Soviética. Los 30 detenidos de Oroquieta, con los que enlazamos, recibieron toda suerte de golpes. Al llegar a Kolpino, un enloquecido grupo de mujeres rusas trató de atacarnos, pero el mongol las rechazó a culatazos. Enseguida empezaron los interrogatorios, con las traducciones de un español enrolado en el Ejército soviético. Todo el afán del coronel ruso era saber qué armamento usábamos, hablándonos incluso de un arma secreta de Hitler. «Dice el coronel que habéis causado más de 14.000 bajas, y eso es imposible con ametralladoras y fusiles mauser corrientes», nos informó el republicano español. Luego vino un cautiverio en campos de concentración que se alargó hasta 1954. Las estadísticas hablan de 2.252 bajas españolas (1.125 muertos, 91 desaparecidos y 1.036 heridos) en un solo día. Otras 1.000 se sumaron en los días posteriores. Aunque los españoles retrocedimos ese día tres kilómetros, los rusos no avanzaron más. Tras intensos combates, el mando soviético ordenó a sus fuerzas pasar a la defensiva. El frente quedó estabilizado durante un año. La batalla de Krasny Borj, con una encomiable resistencia de nuestra División - el 10 de febrero se consiguieron tres de las ocho laureadas de la División Azul en la URSS - enterró una gran ofensiva posterior para romper el cerco de Leningrado. Los divisionarios que luchamos allí y estuvimos cautivos hasta 1954 no supimos qué ocurrió hasta el regreso a España, pero teníamos la creencia de que la ofensiva no había llegado más al sur que Krasny Borj.»
ALGUNOS DE LOS PROTAGONISTAS.
El Capitán Palacios – a quien le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando – llegó con la salud muy quebrantada y, tras preguntar por Mari Paz, en el mismo cantil del muelle – su novia de siempre que le estaba “esperando” – se casó y tuvo un montón de hijos. Prácticamente, ascendió a General casi de un “salto” y se retiró a la edad reglamentaria. Con la ayuda de Torcuato Luca de Tena, escribió una novela, que luego se llevó al cine. A los pocos días de su estreno, yo estaba en Madrid, en la consulta de un dermatólogo, que me notó nervioso y es que teníamos entradas para verla. Al preguntarme, le dije la verdad; aquel médico - Gay Prieto – que había sido divisionario, comprendió mi interés y “aliñó” la faena. Me encantó la película y la conservo en DVD, porque la conducta de aquellos hombres fue, sencillamente, ejemplar.
El Teniente Castillo - Medalla Militar Individual - pidió y obtuvo destino en la Escolta de Franco. Montaba muy bien a caballo y vino a Ceuta, ese mismo año – ya de Capitán – a participar en los Concursos hípicos. Pegué la hebra con él, me identifiqué – me había conocido en Barcelona, en medio de aquel maremagnum – y me invitó a un refresco, hecho que enorgulleció – y de que modo - a aquel alevín de patriota. Aquella misma noche cenó en casa y contó muchas cosas; trataba de esconder su protagonismo, y no paraba de referir heroicidades, de su querido y admirado Capitán Palacios. Fue una cena estupenda.
A Aramburu, que se salvó por un pelo, le conocía porque su hermano – marino de guerra en excedencia – era el segundo de a bordo de mi padre en Ybarrola S.A. en Ceuta. Lo saludé por última vez, en la Tribuna de Autoridades de la Semana Santa malagueña.

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