24 septiembre, 2006

LA GUERRA CIVIL NO HA TERMINADO.-

Poco a poco, las ciudades españolas se han llenado de placas y recuerdos de los personajes que militaron en el bando perdedor; pero los «nacionales», aunque acosados, resisten todavía en calles y plazas de segundo orden.
Dada la ferocidad con que se libró nuestra guerra civil, no parece que se pueda atribuir a un rasgo de humor el que a la calle Mayor de Madrid la rebautizaran con el nombre del anarquista Mateo Morral. Todavía fresco en el vecindario el recuerdo del atentado contra el cortejo nupcial de Alfonso XIII, que causó 28 muertos y un centenar de heridos; no estaban los tiempos para reivindicar la memoria histórica de las víctimas. Además, el baile de nombres en el callejero, enloquecido, hacía olvidar pronto estos pequeños detalles. Así, pocos madrileños supieron que el principio de la Gran Vía había pasado a llamarse «Avenida de la CNT» y su continuación, «Avenida de Rusia»; o que el Paseo de la Castellana era, ahora, «Paseo de la Unión Proletaria». Los héroes del momento, Luís Sirval, Lina Odena, Buenaventura Durruti, Fernando Condés..., iban ocupando el nomenclator apresuradamente vaciado de nombres de santos o de patronímicos religiosos.
Valgan estas líneas para explicar que la toponimia española en general, y la madrileña en particular, ha sido en los últimos dos siglos el permanente reflejo de las luchas fraticidas, vencedores y vencidos, y que sólo la desmemoria ajena, la ignorancia o la dejadez han permitido supervivencias extrañas. En Bilbao, por ejemplo, mantiene su calle el viejo general Eguía, un paisano que participó en la expedición de los «Cien Mil Hijos de San Luís», que devolvió sus poderes absolutos a Fernando VII; y en media España si preguntas por el origen de la calle «Primero de Octubre», la respuesta suele ser que conmemora alguna revolución roja, cuando, en realidad, celebra la exaltación de Francisco Franco Bahamonde a la Jefatura del Estado. También ayuda, y mucho, para pervivir en las fachadas no haber sido demasiado popular en vida o no haber tenido una muerte espectacular. A Lina Odena, barcelonesa y una de las jóvenes militantes comunistas de primera hora, le dedicaron una calle en Madrid porque su chofer se equivocó de ruta y fue a dar con un control falangista en el frente de Granada. Se pegó un tiro antes de dejarse capturar y fue exaltada al panteón de los santos revolucionarios.
Naturalmente, fue una de las primeras calles que cambió el primer ayuntamiento franquista. Su placa la heredó un cura, don Emilio Franco, párroco de Vallecas, que murió, como otros miles, en las masacres de Paracuellos del Jarama, y que, de momento, ahí sigue. En el bando contrario le pasó algo similar a Joaquín García Morato, as de la aviación de la caza rebelde durante la guerra civil que hizo famoso su lema: «Vista, suerte y al toro». Tenía una profesión, la de piloto, muy popular en los años treinta y, además, se mató nada más acabar la lucha en una exhibición en el aeropuerto de Griñón. El accidente conmocionó a la opinión pública y se le dedicó una gran calle en pleno centro. Cuando el PSOE ganó las elecciones al Ayuntamiento madrileño, don Joaquín García Morato era un candidato claro al cambio y su calle volvió a llamarse «de Santa Engracia», como antes de la República. En la primera tacada, la de 1980, los socialistas abordaron el nomenclator con una cierta timidez, fruto, sin duda, de la prudencia. De las doscientas ochenta calles vinculadas al franquismo, devolvieron su nombre original a las 28 más evidentes (« Paseo del Generalísimo», «Avenida del General Mola», «Avenida de José Antonio») y, al mismo tiempo, fueron sembrando el callejero de homenajes a sus héroes familiares, tan vinculados a la matanza del 36-39 como el mismo general Mola.
No ocurrió sólo en Madrid. Las calles de España y los frontispicios de los colegios, bibliotecas y centros de salud, se fueron llenando de «Largo Caballero», «Indalecio Prieto», «Pablo Iglesias»... y los comunistas, a rebufo, colocaban a su «Dolores Ibárruri», a sus «Brigadas Internacionales» y a su violenta «Margarita Nelken» pero, eso sí, haciéndola pasar por precursora del feminismo, al mismo nivel que mujeres maravillosas como Victoria Kent o Clara Campoamor. Santiago Carrillo, aún vivo, está empezando: ya tiene una calle en Gijón. Otros protagonistas de la izquierda han tenido menos suerte. Por ejemplo Juan Negrín, el último jefe de Gobierno de la República, es recordado en su tierra natal, Canarias, pero escasea en la Península. Será por lo del «oro de Moscú» o porque sus compañeros socialistas le dieron un golpe de estado al final de la guerra. Lo mismo ocurre con Manuel Azaña, pasado «a la derecha» en tiempos de Aznár; o con Andrés Nin, aunque este último, asesinado en una checa comunista en Alcalá de Henares por troskista, nunca ha tenido buen cartel. También están de capa caída los anarquistas, ninguneados en la toponimia, salvo el caso excepcional de Durruti, que ha recuperado una placa en su ciudad, Barcelona; o Federica Montseny. Frente a ellos, los nacionalistas, simplemente, han arrasado el callejero: hay más de dos centenares de «Companys» y «Macias», y otros tantos «Aranas» y «Aguirres», en todos sus variedades posibles: plazas, avenidas, calles, colegios, parques, bibliotecas...
En esta siguiente fase, y agotado, por lo que se ve, el plantel doméstico de personalidades de izquierdas a ensalzar (ya no cabe un «Pablo Iglesias» más, y hasta le han puesto una calle a Pilar Bardem en Rivas Vaciamadrid); exprimido el imaginario internacionalista con sus «Allendes», «plazas de Mayo», «Carlos Marx», «Chiapas», «Castros», «Ches» y «Garibaldis»... toca la revisión de la «memoria histórica». El objetivo es eliminar los símbolos que recuerdan al franquismo y, hay que reconocerlo, en ese campo hay trabajo para las próximas décadas. El régimen duró cuarenta años y le dio tiempo a bautizar y rebautizar casi todo. En principio, no debería haber resistencia al cambio de unos nombres o a la eliminación de unos símbolos de los que nadie en el centroderecha se reconoce heredero ideológico, pero no está ocurriendo así. El nomenclator cambia exclusivamente a golpe de mayorías de izquierdas, a las que, al parecer, no les preocupa en absoluto hacerse herederas de ese espíritu excluyente que convirtió a la República en el fracaso más sangriento de la historia de España. Como escribió el historiador Javier Tussell poco antes de morir: «Quizá algún día en el futuro se acabe votando una nueva declaración sobre la guerra civil cuyo contenido – de seguro no suscribible por ningún historiador – servirá para dividir a los españoles en dos bandos. Con eso conseguiremos seguir teniendo una memoria superpuesta en estratos y poco propicia a la convivencia. Pero no creo que ese sea un buen camino...»
Alfredo Semprún.

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