14 septiembre, 2007

EL SUEÑO DE CORTO ZP.-

BANDUNG O LA CONFERENCIA DE LOS CHARLATANES.
Hace poco más de cincuenta años se celebró en la ciudad indonesia de Bandung una de las mayores pérdidas de tiempo del siglo XX. Se le denominó Conferencia Afroasiática, y fue convocada para que unos cuantos dictadores de otras tantas repúblicas bananeras recién independizadas se diesen el gustazo de dar un buen discurso.
No sirvió para nada, para nada útil quiero decir. Acaso para dar carta de naturaleza a ese abstruso invento del Tercer Mundo con el que, todavía hoy, nos siguen dando la tabarra los nietos de aquellos tiranos y los que, entre nosotros, andan con el sentimiento de culpa a cuestas.
La tontería se fraguó en las privilegiadas cabecitas de los líderes de un puñado de antiguas colonias británicas, con la India y Egipto al frente. Era aquel un tiempo en el que se creía que, a base de buenas palabras y soflamas biensonantes, se podía cambiar el mundo. Así, para poner remedio a la pobreza de la India, Birmania o Ghana sólo había que decir que la pobreza era mala y que la hermandad entre las naciones pobres haría que ésta remitiese. Ese era el envoltorio, claro. Profundizando un poco, lo que los promotores de Bandung pensaban era algo bien distinto. Ahora que tenían mando en plaza querían ser poderosos y desquitarse de los años de colonización. Como representaban a más de la mitad de la población mundial de aquella época hicieron cálculos y se creyeron lo que no era. Suele suceder cuando no se piensa con la cabeza, o cuando no se tiene cabeza para pensar. Entre los prohombres de Bandung se combinaron ambas cosas.
Partían de una ilusión, de que en el mundo bipolar que había alumbrado la guerra mundial cabía una tercera opción: la buena, evidentemente. Frente al capitalismo liberal patrocinado por los Estados Unidos y el socialismo real propugnado por la Unión Soviética, serían ellos, acompañados de sus jóvenes pueblos, los que le devolverían la sensatez al mundo. Lo harían, además, con buen talante, de un modo didáctico y con palabras tan rotundas como justicia universal, hermandad multirracial, libertad, soberanía, cooperación o paz, mucha paz, la paz que no faltase. No es casualidad que los peores tiranos se hayan embutido el disfraz del pacifismo para ocultar sus verdaderas intenciones.
Se dio además la fatal circunstancia de que, de los 29 países que acudieron al llamado de Nasser, Sukarno y Nehru, la mayor parte de sus líderes eran unos charlatanes incorregibles. Casi todos llegados al poder por pura carambola e ineptos en el ejercicio del mismo hasta un extremo intolerable. En esto último no hemos ganado mucho a lo largo del último medio siglo. Hoy, el dictador tercermundista promedio sigue siendo un incapaz y un ladrón, pero al menos no da la paliza. Roba todo lo que puede hasta que viene el siguiente y le derroca.
En Bandung, sin embargo, se dio cita un plantel extraordinario de estafadores de la política, similar al que protagonizó el periodo de entreguerras en Europa aunque con un toque especial que los haría únicos. Por entonces no se sabía que todo era un inmenso fraude. El tercer mundo vivía su edad de la inocencia, sus gobernantes eran tenidos por libertadores sin mancha que sacarían a sus países del atraso inaugurando de paso una nueva era en las relaciones internacionales. Lo peor de todo es que ellos mismos se lo creían. El estado de postergación en el que se encontraban se debía exclusivamente a la prolongada presencia de los europeos en su tierra. Libres de esa carga, florecerían todas las potencialidades ocultas de aquellas jóvenes naciones, libres de prejuicios y de hipotecas históricas. El futuro les pertenecía, o al menos eso era lo que repetían como papagayos. En cierto modo se veían como la contrapartida de la agotada y confusa Europa de la inmediata posguerra.
La conferencia de Bandung los retrató a todos en su euforia pueril y medio tonta. Los años que la siguieron vinieron a demostrar que de tanta cháchara no puede salir nada bueno. Si mal hábito es pasar por alto el factor individual en el curso de la historia, en el caso que nos atañe se corre el riesgo de no entender absolutamente nada de lo que pasó en África y Asia tras la descolonización. Los hombres que se hicieron con el poder en las antiguas colonias europeas, muchos de ellos protagonistas en Bandung, fueron los que sentaron las bases del desastre posterior en aquellos países. Sin ellos, sin su pésimo magisterio es imposible explicar el porqué y el cómo del tercer mundo actual.
El anfitrión de la conferencia, el indonesio Ahmed Sukarno, fue un déspota en estado puro desde que se hizo con las riendas del poder. Éste le cayó del cielo el día que los holandeses abandonaron su antigua colonia por la puerta de atrás. Nunca creyó en la democracia liberal y, a falta de otros enemigos internos, la tomó contra la nutrida colonia china de comerciantes que se deslomaba a trabajar en las ciudades indonesias. Como casi todos sus contemporáneos, sabía mandar pero no gobernar. Implantó una dictadura asentada sobre cinco principios fundamentales: nacionalismo, internacionalismo, democracia, prosperidad social y creencia en Dios. Dos de ellos eran antitéticos pero daba igual, Sukarno no entendía de ideas sino de consignas que empaquetaba en acrónimos para que su gente las repitiese entusiasmada. Así, por ejemplo, NASAKOM era la esencia de su Gobierno (“Nacionalismo, Religión y Comunismo”). NEKOLIM era el espantajo que se sacó de la manga contra los europeos y el pilar fundamental de su política exterior. Significaba “Neocolonialismo, Colonialismo, Imperialismo”. A estas tonterías sin pies ni cabeza él las llamaba Konsepsi (conceptos).
Una vez devastó la otrora próspera economía de las Indias Orientales holandesas, acuñó un nuevo konsepsi, el de la Gran Indonesia, concepto bastante conflictivo que aún hoy colea en la isla de Timor. A mediados de los 60 el país colapsó víctima de las nacionalizaciones y el despilfarro y su mandato acabó de un modo abrupto, en un baño de sangre en el que murió un cuarto de millón de personas. Para entonces ya nadie se acordaba de las interminables peroratas de Bandung. Murió en 1970, fastidiado del riñón y mudo, quizá de tanto hablar.
Si Sukarno fue un dictador cuando menos original, el egipcio Gamal Abdel Nasser no le fue a la zaga. Se aupó al poder tras pasaportar al rey Faruk en su yate e instauró una dictadura larga y ruinosa pero tremendamente popular. Militar de formación, desconocía todo lo relativo a cómo gobernar un país pero era un orador excepcional. Hipnotizaba a las masas en un árabe llano y sin demasiados artificios, y es que, no en vano, era hijo de un empleado de correos. Al igual que Sukarno, no había entendido por qué los países europeos tendían a crear y acumular riqueza por lo que, lejos de ocuparse en aprenderlo, gastó lo poco que quedaba en la caja y pidió prestado el resto para convertirse en el muñidor de una gran república árabe socialista, tercermundista y, naturalmente, no alineada.
Para mantener el nervio de su pueblo lo suficientemente tenso buscó un enemigo con el que medir sus fuerzas y dar algo de contenido a su inane programa político. La china le tocó a Israel. Convencido de que sus discursos valían lo mismo que sus carros de combate lideró una iniciativa militar para borrarlo del mapa. Los resultados fueron desastrosos. La coalición árabe “antiimperialista” que había concertado para la ocasión se dio de bruces contra el ejército israelí. Seis días duró la guerra. Y eso que era de los que en Bandung se llenaban la boca con la fraternidad universal, la soberanía y la no injerencia en los asuntos de los demás.
Si como general no dio la talla, como gobernante su nombre es sinónimo de bancarrota. Aplicó un concienzudo programa de nacionalizaciones que hirieron de muerte los pocos sectores competitivos de la diminuta economía egipcia. La del canal de Suez ocasionó, además, una intervención militar anglo francesa que le proporcionó jugoso material para sus discursos durante años. Le sirvió también para financiar en parte su propia pirámide, la presa de Asuán, un disparate económico y ecológico pero antesala, a fin de cuentas, de un gigantesco lago artificial que lleva su nombre. En 1970, el mismo año que su compadre Sukarno y dos meses después de concluir la presa, un paro cardiaco se lo llevó al otro barrio.
Con todo, el hombre que mejor encarnó la soporífera charlatanería de Bandung fue Jawaharlal Nehru, primer presidente de la India y el peor de todos hasta la fecha, que ya es difícil. Pertenecía a una generación anterior a la de Sukarno o Nasser; de hecho, había nacido el mismo año que Hitler y uno antes que De Gaulle. Estudió en Cambridge y, al volver a su tierra natal, tomó conciencia, es decir, concluyó que los que se habían esmerado con su educación eran lo más parecido a los hijos de Caín.
A diferencia de otros líderes de la época, Nehru iba de intelectual. Más que ningún otro estaba persuadido de que las dificultades se resolverían con buenos deseos y un par de frases lapidarias. Los ingleses le toleraron del mismo modo que hicieron con Gandhi, lo que muestra hasta que punto el dominio británico era cualquier cosa menos asfixiante. En la Unión Soviética dos disidentes confesos no hubieran durado ni tres semanas. En 1942, con los japoneses avanzando desde Birmania, pidió la independencia para que la India soberanamente decidiese si entrar o no en la guerra. Obviamente, ignoraba que los hijos del sol naciente no hacían distingos entre países neutrales y beligerantes. La gansada le costó la cárcel.
La retirada inglesa en 1948 le puso al frente del segundo país más poblado del mundo. Su fecunda palabrería hizo de "el Pandit Nehru" una celebridad mundial. Desde occidente le llovían los piropos. Él, en cambio, censuraba a las potencias occidentales siempre que se le presentaba la ocasión. El imperialismo y el colonialismo eran, según él, lacras a las que había que poner fin de inmediato, pero sólo si los ejercía Occidente. Para la Unión Soviética de Stalin y el Vietnam de Ho Chi Minh sólo tuvo parabienes. Fue un entregado admirador de su vecino Mao Tse Tung, hasta que el vecino se puso farruco y se le metió en casa. De no haber muerto antes, es probable que se hubiera derretido en elogios con Pol Pot.
Dejó que los chinos hiciesen a placer en el Tibet y, cuando el gran timonel decidió redibujar a su antojo la frontera del Himalaya, le declaró la guerra. Él, que había proclamado orgulloso que "ningún país puede conquistar la India" tuvo que pedir ayuda al "imperialista" Kennedy, que envió solícito la VII Flota al golfo de Bengala. Sólo entonces Mao se echó para atrás. A esas alturas ya se le había olvidado lo que dijo en Bandung sobre las grandes potencias: "si vamos hacia ellas en busca de sostén, entonces somos ciertamente débiles..."
Su infeliz política exterior vino a encontrar el complemento perfecto en una gestión interna calamitosa. Fascinado por los planes quinquenales soviéticos, respaldó la creación de un sector público inmenso, monopolístico e ineficiente y auspició draconianas regulaciones sobre la empresa privada que alejaron definitivamente la inversión extranjera. A su muerte en 1964 el ingreso per cápita se había derrumbado y la India era bastante más pobre que cuando se fueron los británicos. El "titán mundial" del que hablaban los medios occidentales fue un desastre en todo menos en fabricar y perpetrar discursos transidos de cursilerías y buenas intenciones. Bandung fue su espejo.
Medio siglo después de celebrarse, sólo unos pocos de los países participantes en la conferencia han remontado el subdesarrollo y se tutean – cuando no miran por encima del hombro – con las naciones de Occidente. Japón, por ejemplo, se dejó de simplezas, abrió su economía al mundo y, entre la aburrida democracia liberal y las carismáticas dictaduras de autor, se decantó por la primera. Hoy es una democracia consolidada y la segunda economía del mundo. Sus habitantes hace dos generaciones que olvidaron el plato único, las privaciones y el miedo cerval a un estado omnipotente. Corea siguió su ejemplo.
Cambiar el destino de un país es posible. Si se quiere disfrutar de prosperidad y libertad, es decir, si se quiere llegar a ser, básicamente, como Occidente, sólo es preciso imitarle. Los charlatanes de Bandung, ahogados en sus propios sermones, creyéndose sus propias patrañas, abogaron por todo lo contrario. Lo más dramático de esta historia es que a ellos no les tocó pagar la factura.
Basado en un trabajo de F. Díaz Villanueva.

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