Con casi cuatrocientos años de historia, más antigua que Estados Unidos, la Universidad de Harvard ha dado siete presidentes al país y ha alumbrado 43 premios Nobel. Los cerebros y gestores del futuro siguen gestándose en Harvard, el centro docente más antiguo y más reputado de Norteamérica, como reconocen los principales rankings, que la distinguen como la mejor universidad del mundo.
La fiesta ha empezado en un sótano del Memorial Hall, pero, antes de presentar uno por uno a los jugadores del equipo de fútbol americano que van a jugar la gran final al día siguiente, un grupo de apenas una docena de estudiantes imperturbables bajo la lluvia ha acompañado a la banda musical frente a la estatua de bronce de John Harvard para cumplir con el acto litúrgico de rendir tributo al benefactor de la unversidad. Lanzan cánticos y aplauden a los músicos de uniforme carmesí, el color oficial de Harvard. Parecen una pandilla de muchachos con ganas de divertirse y lo son, pero entre ellos se encuentran estudiantes como Chris Lewis, un bostoniano de 21 años que sueña con ser médico y con poder mejorar las políticas de salud de su país. Tal vez de entre estos jóvenes que ahora se desgañitan bajo el aguacero algún día salga un presidente de Estados Unidos, un científico premio Nobel, un escritor de renombre o incluso un actor famoso: son alumnos de Harvard, el templo de la enseñanza.Además de recurrir a él para implorar ayuda antes de los grandes retos deportivos, la figura sedente de John Harvard, que preside el campus principal, hace de altar para los nuevos alumnos, que acuden a acariciar los zapatos de bronce como ceremonia de buen augurio. Dicen que la efigie encierra tres mentiras. En primer lugar, y aunque la universidad lleve su nombre, no fue el fundador del centro sino un mecenas que legó terrenos y una colección de libros a la institución. En segundo lugar, la universidad no fue fundada en 1638 sino dos años antes, en 1636, mucho antes de la formación de Estados Unidos. Y en tercer lugar, la imagen de la estatua, de principios del siglo pasado, representa a un estudiante anónimo, pues no se conservaban retratos de John Harvard. De cualquier forma, han pasado los siglos y Harvard sigue siendo cuna de la excelencia educativa, distinguida de forma consecutiva en los últimos cinco años como la mejor universidad del mundo por los dos principales rankings, el del Thes, suplemento educativo del diario británico The Times, y el Arwu, que elabora la Universidad Jiao Tong de Shanghai.
“¿La mejor? Eso es muy difícil de saber, no hay que hacer caso de esas clasificaciones, aunque creo que, en mi caso, no hay un lugar más adecuado para enseñar e investigar medicina”, afirma tajante el profesor de Biología Celular Spyros Artavanis-Tsakonas. El equipo de Artavanis-Tsakonas, que lleva diez años ejerciendo en Harvard después de otros 16 en Yale, centra sus esfuerzos en el estudio de las formas de comunicación entre las células para entender los mecanismos de creación del cáncer. “Es como cuando hablamos por teléfono, que lo hacemos sabiendo que hablamos por un aparato y que en el otro lado un receptor es capaz de oír lo que decimos, pero en el fondo no comprendemos cómo funciona; pues en las células sucede lo mismo, que tienen que hablar entre ellas porque si no lo hacen pueden ser cancerígenas, y lo que queremos es comprender cómo se comunican.”
La fiesta ha empezado en un sótano del Memorial Hall, pero, antes de presentar uno por uno a los jugadores del equipo de fútbol americano que van a jugar la gran final al día siguiente, un grupo de apenas una docena de estudiantes imperturbables bajo la lluvia ha acompañado a la banda musical frente a la estatua de bronce de John Harvard para cumplir con el acto litúrgico de rendir tributo al benefactor de la unversidad. Lanzan cánticos y aplauden a los músicos de uniforme carmesí, el color oficial de Harvard. Parecen una pandilla de muchachos con ganas de divertirse y lo son, pero entre ellos se encuentran estudiantes como Chris Lewis, un bostoniano de 21 años que sueña con ser médico y con poder mejorar las políticas de salud de su país. Tal vez de entre estos jóvenes que ahora se desgañitan bajo el aguacero algún día salga un presidente de Estados Unidos, un científico premio Nobel, un escritor de renombre o incluso un actor famoso: son alumnos de Harvard, el templo de la enseñanza.Además de recurrir a él para implorar ayuda antes de los grandes retos deportivos, la figura sedente de John Harvard, que preside el campus principal, hace de altar para los nuevos alumnos, que acuden a acariciar los zapatos de bronce como ceremonia de buen augurio. Dicen que la efigie encierra tres mentiras. En primer lugar, y aunque la universidad lleve su nombre, no fue el fundador del centro sino un mecenas que legó terrenos y una colección de libros a la institución. En segundo lugar, la universidad no fue fundada en 1638 sino dos años antes, en 1636, mucho antes de la formación de Estados Unidos. Y en tercer lugar, la imagen de la estatua, de principios del siglo pasado, representa a un estudiante anónimo, pues no se conservaban retratos de John Harvard. De cualquier forma, han pasado los siglos y Harvard sigue siendo cuna de la excelencia educativa, distinguida de forma consecutiva en los últimos cinco años como la mejor universidad del mundo por los dos principales rankings, el del Thes, suplemento educativo del diario británico The Times, y el Arwu, que elabora la Universidad Jiao Tong de Shanghai.
“¿La mejor? Eso es muy difícil de saber, no hay que hacer caso de esas clasificaciones, aunque creo que, en mi caso, no hay un lugar más adecuado para enseñar e investigar medicina”, afirma tajante el profesor de Biología Celular Spyros Artavanis-Tsakonas. El equipo de Artavanis-Tsakonas, que lleva diez años ejerciendo en Harvard después de otros 16 en Yale, centra sus esfuerzos en el estudio de las formas de comunicación entre las células para entender los mecanismos de creación del cáncer. “Es como cuando hablamos por teléfono, que lo hacemos sabiendo que hablamos por un aparato y que en el otro lado un receptor es capaz de oír lo que decimos, pero en el fondo no comprendemos cómo funciona; pues en las células sucede lo mismo, que tienen que hablar entre ellas porque si no lo hacen pueden ser cancerígenas, y lo que queremos es comprender cómo se comunican.”
David Dusster.
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