LA CAMPANA.
Todas las tardes, la campana llamaba al rezo del Rosario, lenta, pausada, insistente, suave y lejana. Acompañando mi devenir por entre los eucaliptos y la aparente soledad de un chaval feliz.
LOS GRITOS.
Supongo que ya no serían los mismos niños, aunque los gritos siempre sonaban iguales. Y, siempre, un perro – al que tampoco alcanzaba a ver – ladraba “lo justo” como para no molestar. ¡Cuantas tardes esperando a Constanza – para dar la clase diaria - escuché aquel sonido tan peculiar!
CAÑONAZO Y SIRENA.
El cañonazo disparaba desde el Hacho y la sirena sonaba en el puerto, para que los trabajadores pudiesen ir a comer. ¡Qué costumbres aquellas!
CARPINTEROS DE RIBERA.
Una buena mañana, con Feliciano Gil Remacho – él apostillaba “dos veces macho, por la Gracia de Dios” – bajamos hasta los sótanos del Mercado de Abastos, buscando un bote de remos de un amigo suyo para darnos un paseo por el Foso, camino de la playa del Chorrillo. Allí, yo lo ignoraba, había un improvisado “varadero” y los carpinteros de ribera – siempre dueños del tiempo que nunca volvería – trabajaban con brea las juntas de la madera, calafateaban, vaya. Necesité volver en 1959 y pude constatar que ya, por allí, quedaba menos gente.
“VOLAORES”.
Subiendo por la calle Real, a la altura de la Plaza de los Reyes – todo muy monárquico, en aquella España sin rey – que, al menos entonces, quedaba a un nivel superior y a la derecha, justo al otro lado de la calle, en un nivel inferior, había una serie de establecimientos donde se ponían a secar al sol y al aire, en alambres y cabos, a los peces voladores que tanto abundaban en las aguas de Perejil. Inconfundible olor.
TALABARTERÍA MORUNA.
Era la antigua Plaza de Mercado, hasta que se construyó el nuevo. Se accedía por la escalerilla que la comunicaba con la calle Real o por una salida al Paseo de Colón. Allí era obligado ir para comprar los billetes de Renfe. Y allí, algunos artesanos - ¿el último mohicano? – trabajaban curtidos morunos con su característico olor.
ALGAS LAMINARIAS.
En ninguna playa de Ceuta – tampoco en sus cercanías – olía a algas y a bajamar, como en Calamocarro, sobre todo a final de verano, cuando la mar nos regalaba muertas hojas de laminaria que llegaban hasta la orilla, para endulzarnos la pituitaria.
RESINA.
Solamente en otro lugar – también en verano – he olido a esa resina salvaje: en los pinos del Gibralfaro malagueño. Fue muchos años después, y ¡como me llegaron los recuerdos!
EL VIENTO DE LEVANTE.
Muy temprano, al oler el aroma del viento de levante, recordé mis salidas mañaneras camino del Instituto – el Hispano Marroquí de entonces – el único que había.
No en balde mi madre – madrileña irredenta e impenitente – decía que, en Ceuta solamente había tres cosas: “Levante, Poniente y Vicentino”.
No tenía razón.
Todas las tardes, la campana llamaba al rezo del Rosario, lenta, pausada, insistente, suave y lejana. Acompañando mi devenir por entre los eucaliptos y la aparente soledad de un chaval feliz.
LOS GRITOS.
Supongo que ya no serían los mismos niños, aunque los gritos siempre sonaban iguales. Y, siempre, un perro – al que tampoco alcanzaba a ver – ladraba “lo justo” como para no molestar. ¡Cuantas tardes esperando a Constanza – para dar la clase diaria - escuché aquel sonido tan peculiar!
CAÑONAZO Y SIRENA.
El cañonazo disparaba desde el Hacho y la sirena sonaba en el puerto, para que los trabajadores pudiesen ir a comer. ¡Qué costumbres aquellas!
CARPINTEROS DE RIBERA.
Una buena mañana, con Feliciano Gil Remacho – él apostillaba “dos veces macho, por la Gracia de Dios” – bajamos hasta los sótanos del Mercado de Abastos, buscando un bote de remos de un amigo suyo para darnos un paseo por el Foso, camino de la playa del Chorrillo. Allí, yo lo ignoraba, había un improvisado “varadero” y los carpinteros de ribera – siempre dueños del tiempo que nunca volvería – trabajaban con brea las juntas de la madera, calafateaban, vaya. Necesité volver en 1959 y pude constatar que ya, por allí, quedaba menos gente.
“VOLAORES”.
Subiendo por la calle Real, a la altura de la Plaza de los Reyes – todo muy monárquico, en aquella España sin rey – que, al menos entonces, quedaba a un nivel superior y a la derecha, justo al otro lado de la calle, en un nivel inferior, había una serie de establecimientos donde se ponían a secar al sol y al aire, en alambres y cabos, a los peces voladores que tanto abundaban en las aguas de Perejil. Inconfundible olor.
TALABARTERÍA MORUNA.
Era la antigua Plaza de Mercado, hasta que se construyó el nuevo. Se accedía por la escalerilla que la comunicaba con la calle Real o por una salida al Paseo de Colón. Allí era obligado ir para comprar los billetes de Renfe. Y allí, algunos artesanos - ¿el último mohicano? – trabajaban curtidos morunos con su característico olor.
ALGAS LAMINARIAS.
En ninguna playa de Ceuta – tampoco en sus cercanías – olía a algas y a bajamar, como en Calamocarro, sobre todo a final de verano, cuando la mar nos regalaba muertas hojas de laminaria que llegaban hasta la orilla, para endulzarnos la pituitaria.
RESINA.
Solamente en otro lugar – también en verano – he olido a esa resina salvaje: en los pinos del Gibralfaro malagueño. Fue muchos años después, y ¡como me llegaron los recuerdos!
EL VIENTO DE LEVANTE.
Muy temprano, al oler el aroma del viento de levante, recordé mis salidas mañaneras camino del Instituto – el Hispano Marroquí de entonces – el único que había.
No en balde mi madre – madrileña irredenta e impenitente – decía que, en Ceuta solamente había tres cosas: “Levante, Poniente y Vicentino”.
No tenía razón.
1.- Desde la galería exterior, al fondo el Monte Hacho.
2.- Sobre "Ojalatero" - sin "h" - en el campo de concursos de Ceuta, que era propiedad de Ybarrola.
3.- Desde el jardín, La Puntilla y la Fábrica de hielo de Ernesto Weil.
4.- Pequeño homenaje de "El Faro" a mi abuelo paterno José Eladio
5.- Muchos años después, junto al busto de mi abuelo en el Muella de España.
6.- Soneto a las caballas.
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