15 mayo, 2007

MEMORIAS DEL RIF: SANTIAGO CARRILLO.-

A LA SOMBRA DEL GURUGU.
Imbislá. En el nombre de Dios. Mi corazón, que es puro como blanca paloma, late con sentires y nostalgias morunas y pide de ustedes, que son payos de postín, que le permitan expresar recuerdos y quereres usando, a veces, el habla andaluza. ¿Qué dicen? ¿Qué yo soy calorra-rifeña, que no de la tierra de María Santísima? Lo sé y me consta, pero llevo ya treinta años en esta esquina del mundo, mi Málaga la cantaora, oteando horizontes, siempre mirando hacia el sur. Y he querido empaparme del idioma parido entre Santo Domingo de Silos y San Millán de la Calzada, con el acento mágico de esta tierra, acento que se me asemeja a trinares de pájaros y a aquella algarabía que se hablaba en Granada antes de que los Reyes Católicos pusieran a moquear a Boabdil. ¿Qué están ahora murmurando? ¿Que qué tiene que ver el castellano acariciado por Andalucía con un espécimen como Santiago Carrillo? Vale. No tiene que ver nada, tan solo me he detenido a pedir licencia lingüística antes de seguir rememorando tiempos pretéritos, de vivencias infantiles y juveniles hispanorrifeñas, vivencias y pensares de niña huérfana de Patria lejana que fue destetada con historias maternas sobre España. Y esa Iberia antigua que me era transmitida por tradición oral, por mi madre, madrileña con raíces en Quintanar de la Orden, en plan Mester de Juglaría, esas tradiciones estaban llenas de luces y también de sombras. Pero yo no era la única, ni una excepción; las niñas allí concebidas y paridas, bajo la sombra lejana del monte Gurugú, conocíamos por lo que nos relataban nuestros padres.
Mi padre, rifeño como yo, poco tenía que contar sino historias de su servicio militar de cuatro años en la Mehal-la, el cuerpo expedicionario donde el capitán y él eran los únicos de origen español, y donde admitieron a mi progenitor por ser cheljaoui de nacimiento, es decir, porque hablaba desde la cuna el melodioso y antiquísimo chelja, y le utilizaba su superior como intérprete con la tropa indígena. Mi madre, que hizo matrimonio desigual y se vio trasladada de un Madrid a un Nador, ella sí tenía mucho de España que compartir conmigo y un afán desolado por demostrar que su presencia “allí” era una especie de broma macabra del destino. Ella decía “Madriz” con “z” y tenía una voz prodigiosa para la copla española, una voz a lo Concha Piquer, inapropiada en una jovencita de veinte años, aunque muy pronto dejó de cantar, ni tan siquiera tarareaba. De alguna manera el miedo de las revueltas de la independencia marroquí, la tierra arcillosa, el sol lacerante y los olores a comino y a ingle de cabra de aquel pueblo perdido, la hicieron enmudecer y estar siempre un poco más nerviosa de lo necesario. Aquello debió ser muy difícil para una madrileñita; de hecho, no fue ni fácil para mí, y eso que era rifeñita. Como mi padre, que me hablaba de los demonios, los yin, que se llevan a las niñas malas y del Bouyala, un moro de chilaba marrón que andaba por el zoco buscando a las niñas que iban solas, sin sus mucamas y que aceptaban comida de desconocidos, para meterlas bajo su chilaba rasposa, llevarlas a una kabila en la montaña de Ketama y sacarles las mantecas y la sangre para vendérselas a los tísicos.
Gran tabú: las niñas españolas no podían andar por el pueblo sin ir acompañadas y menos aún aceptar caramelos o comida de gente extraña. Los sacamantecas o mantequeros, de recia raigambre en la España del siglo XIX, seguían tristemente vigentes en cuanto a siniestra existencia en aquel Rif atrasado y terrible. De hecho, se murmuraba que mi abuelico, el tío José, había sido tan pobre que cuando su hija Pilar, adolescente, se puso tísica, no pudo ni ir en busca de sangre al mantequero para darla de beber a la muchacha, y como tampoco tenía para contratar a un médico y comprar las medicinas, él y su callada esposa, la señora Emilia, trataron de curarla con caldo de gallina, que ya era un lujo y una excentricidad. Pero a los dieciséis años Pilar murió mocita, esputando sangre, y Dios quiso que no contagiara a toda la familia porque, en la chabola, disponían de una única habitación. O les contagió y se curaron solos y el hambre mató de inanición al estreptococo o lo que cause el mal. El Bouyala, los yins y los mantequeros eran los fantasmas de mi padre.
Como los rojos y Santiago Carrillo lo eran de mi madre. ¿Cuántas veces se me saltaron las lágrimas con el relato de la historia de mi tío Lorenzo Iniesta asesinado en Paracuellos a los veinte años? Yo no escuchaba, sino que “lamía” las anécdotas familiares de mi madre; para mí eran más dulces y exquisitas que el propio dulce de chupaquía, más sabrosas y saciantes que la arropía. Adoraba al joven Lorenzo, a quien, por supuesto, jamás conocí y fue el héroe de mis sueños infantiles. Lorenzo estudiaba segundo de Derecho, era falangista y le detuvieron en los sótanos del cine Rialto con los archivos de la Falange. De allí a la checa de Fomento, con cientos de compañeros, el peregrinar de su madre y sus tres hermanas, pactando con los milicianos, aquellos criminales hijos de la gran puta, un poco de comida, una muda limpia. Y la carta escondida en el bolsillo de un pantalón sacado por un rojo sobornado, en la que informaba a las mujeres de la familia (los hombres habían conseguido pasar al bando nacional) que aquella noche les darían el paseíllo por orden expresa del carnicerito de Paracuellos, el criminal de guerra Santiago Carrillo. Por cierto, palabra de rifeña: ¿Es que no quedan hombres con cojones en España para sentar en el banquillo de La Haya al genocida? ¿Le tendremos que sentar las mujeres descendientes de los asesinados? Será Insha Álláh.
Pero la sombra siniestra de Santiago Carrillo ensombreció mi niñez. Para mí era peor que los kabileños y los argelinos juntos. Paracuellos del Jarama. La madre y las hermanas, una de ellas mi abuela Piedad, no lograron encontrar el cuerpo del hijo, eran demasiados los muertos. Yo preguntaba angustiada: “Mamá, y si al tío no le enterraron, cuando llueve tendrá mucho frío ¿verdad?”. Y yo sentía el helor en el cuerpo de aquel muchacho chispeante y gamberro. ¿Duro el Rif? Sí. Y duros los recuerdos que mamábamos de la Patria lejana, dura la tragedia de aquel entonces. Peor que la Independencia. Ningún rifeño tiñó de sangre inocente la tierra madre. En Marruecos no hubo Paracuellos. Ni Santiago Carrillo. Dios le maldiga.
Nuria Van den Berghe. Enviado por Sorlo.

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