07 mayo, 2007

OPIO EN LA ZONA ESPAÑOLA.-

LOS GRANJEROS DE LA HEROÍNA.
Al pie de la carretera, muy cerca de donde murió la soldado gallega Idoia Rodríguez, un niño recolecta opio a la vista del mundo. La adormidera se extiende como los olivares

Safdar sólo tiene doce años, pero ya recolecta opio como un adulto. Su padre, Abderrahman Mohamedi, raspa los bulbos de las plantas de adormidera y él llega detrás con su pequeña herramienta para recoger las gotas de leche negruzca que suda la planta. Con ellas se elaborará la pasta de opio y después la heroína. Es una sustancia pringosa que se le va adhiriendo a las manos y que le mancha un camisón que algún día fue blanco.
Cuando empieza a amontonarse sobre la hoja roma de su herramienta, Safdar se escupe en los dedos y la aplasta. En el momento en que tiene suficiente la mete en un frasco, tratando de despegársela de las manos y que no se le caiga nada. Es una labor penosa, lenta y sucia. Cuando termine su trabajo -y sólo si lo termina-, podrá ir a la escuela. Y mañana, vuelta a empezar.
El campo en el que trabajan Safdar y su padre no está escondido en ningún lugar remoto de Afganistán. Está al pie de la carretera de tierra que une la localidad de Shindand y el valle de Zerkhu, en la zona de responsabilidad de las tropas españolas y muy cerca de donde murió la soldado gallega Idoia Rodríguez Buján. Ellos tampoco se esconden. Nos reciben con la naturalidad de quien está recogiendo patatas. Todo el mundo los ve, pero nadie hace ni dice nada. Ni siquiera el coche de la policía afgana que pasa al lado en cuanto nosotros llegamos. Recorre unos metros, vuelve. Parece ocupado en otras tareas. Safdar ni se molesta en alzar la vista. Sigue con su trabajo. Los agentes se van.
DÍAS DE COSECHA.
Afganistán, el primer productor de opio del mundo, vive días de cosecha. Durante este mes, los agricultores de todo el país recolectan la resina de sus plantas de adormidera. Cuatro sangrados por cada bulbo; tres días entre cada sangrado. Dos semanas en las que se juegan el negocio de todo el año.
Safdar y su padre, que alquilan este terreno tan grande como un campo de fútbol, esperan recolectar cinco kilos de opio. La mitad son para el propietario, otro kilo para los trabajadores que les ayudan y el resto para ellos. Por ese kilo y medio, los empresarios y los tenderos les pagarán unos 150 euros. Para ellos eso es una pequeña fortuna, el doble de lo que obtendrían si plantaran trigo. «Si cultivara tomates o cebollas no ganaría nada, porque se pudrirían y además no tengo lugar donde guardarlas», dice Abderrahman.
Las matemáticas del opio y la necesidad son así de claras para quienes viven, o más bien sobreviven, en el quinto país más pobre de la Tierra. «Nadie obliga a nadie a consumirlo. Nosotros lo cultivamos porque tenemos que comer. Si no, nos moriríamos de hambre», dice contundente Abderrahman.
En Herat se puede ver de madrugada cómo los jornaleros del opio se juntan en una plaza para esperar los camiones que los lleven al sur, a la provincia de Farah (también en la zona de operaciones española), donde el control del Gobierno es mínimo y los campos de adormidera se extienden como los olivares en Andalucía.
Los temporeros viajan de noche, trabajan en los campos casi todo el día y vuelven.
Y luego están los intermediarios, los pequeños vendedores en los mercados, los transportistas y un largo etcétera que sólo termina cuando el opio sale del país camino de Irán o Pakistán, donde es refinado.
Demasiados puestos y demasiado dinero en juego como para que los planes del Gobierno afgano de erradicación funcionen. La alternativa que ofrecen tampoco tiene demasiado éxito: los agricultores del opio se ríen cuando les proponen cambiar sus cultivos por un trabajo mal pagado construyendo carreteras.
Las brigadas antinarcóticos se entregan de todas formas a una tarea que parece no tener fin. Rompen las plantaciones a varazos o las arrasan con tractores.
«En esta provincia hemos destruido cerca de 8 millones de metros cuadrados de cultivos de adormidera. Somos la tercera provincia en mayor extensión destruida. Espero que este año la cosecha de opio decrezca», dice el general Hafizulah Rahju, jefe de la lucha antidroga en Herat.
PRODUCCIÓN RÉCORD.
Eso no es mucho esperar cuando el año pasado fue el de mayor producción de la historia afgana. En las cuatro provincias en las que operan los españoles, la superficie cultivada aumentó 601 hectáreas. Tampoco los 8 millones de metros cuadrados destruidos por Rahju y sus hombres parecen significar nada cuando se llega a Shindand o al valle de Zerkhu y se ve rodeado por campos gigantescos de adormidera a los que la policía ni se acerca.
OPIO Y MORFINA.
Todo parece un esfuerzo para la galería, una gran autojustificación para un Afganistán que no puede prescindir de la que hoy por hoy es su mayor industria.
Tampoco las fuerzas de la OTAN parecen estar dispuestas a entrar en la batalla contra el opio. La propuesta que en su día hizo el ex ministro Bono de emplear al contingente español en esa lucha fue rápidamente descartada por ser una locura pasajera. Poco importa que ese dinero termine alimentando la insurgencia talibán, la guerra y lleve a esta nación a una especie de suicidio. Poco importa que el frenesí exportador de opio llegue a tal extremo que ya no quede ni para fabricar morfina. En los hospitales, quienes agonizan de dolor se tienen que conformar con una aspirina. Pero todo eso le queda muy lejos a Safdar. Él sólo piensa en terminar su labor y en los 35 grados que le queman. Menos mal que Anar Gul, su amigo de 10 años, viene para echarle una mano. Otra generación de granjeros de la heroína ya está lista.

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